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lunes, julio 25, 2022

en los dominios del sueño lúcido

 



Esther Ramón, Semilla, epílogo de José Luis Gómez Toré, Madrid, Bala Perdida, 144 págs.; Los naipes de Delphine, epílogo de Lina Maruane, Madrid, Fórcola, 200 págs.

 

 

Hace años, al comentar grisú (2009), señalé un rasgo primordial de la escritura de Esther Ramón (Madrid, 1970), y es que, más que una creadora de poemas, lo es de libros, conjuntos textuales que acotan un fragmento de mundo y permiten habitarlo. Pero estos libros, lejos de seguir un orden cronológico, se configuran en forma de constelación y dialogan o se ubican sin jerarquías, reordenándose levemente con cada nueva aparición, como un puzle que no acaba nunca de cerrarse y que a la vez recibe el impacto de cada nueva pieza. Nada se rebasa, todo se integra. Y el orden de aparición de los libros, a la larga, no modifica de manera sustancial nuestra lectura del conjunto. Pienso en Tundra (2002), primer elemento del puzle: libro de madurez en el que comparecen muchos de los rasgos de estilo y las obsesiones de su autora y que podría haber visto la luz hace tres años, o ayer mismo. Lo mismo cabe decir de Semilla, libro de largo alcance que ha tardado más de una década en cobrar forma.

 


 

 

Como los poemas de En flecha (2017), Semilla surge de un diálogo deliberado con artistas cuya labor, como explica Gómez Toré en su inteligente epílogo, «evoca una materialidad que [esta] poesía, evitando lo puramente abstracto, no deja de confirmar». Las nueve suites que componen el libro son ensayos de aproximación a obras de otros tantos artistas –instalaciones, series fotográficas, esculturas, videos, cuadernos– en los que Esther Ramón adopta el papel de ayudante o de observadora, como un testigo que estuviera a la vez dentro y fuera de la acción. Y lo que aquí se cuenta, lo que sucede, es la forma en que cada obra interviene en el mundo natural y revela sus ritmos insistentes, circulares, su inagotable capacidad de resistencia y renovación; también la fragilidad de un entorno que la actividad humana no deja de poner en riesgo: «En el borde lanceolado de la desaparición».

 

Semilla está escrito con una mezcla deslumbrante y enigmática de precisión, delicadeza y onirismo. La atención casi quirúrgica a los detalles –la frialdad aparente con que se describe cada escena, su desarrollo, sus ramificaciones– convive con una predisposición innata a explorar cada resquicio del relato y dejarse llevar por su haz de sugerencias. Estamos en el reino elástico del sueño lúcido, en un espacio/tiempo alternativo que brota de la conciencia embebida en las cosas del mundo y cuyo rasgo primero es la sinestesia, la percepción simultánea de los sentidos (olores y sabores, colores, texturas…): «También huelen sus pensamientos, un dolor suyo».

 

Esa misma lógica del sueño domina Los naipes de Delphine, que toma como punto de partida el personaje homónimo de El rayo verde, la película de Éric Rohmer (en concreto, las dos escenas en que Delphine encuentra un naipe), para crear un juego delicioso que es también muchas otras cosas: un libro de relatos sugestivos, una poética, una declaración de amor al arte, una autobiografía velada…

 

La Delphine de Esther Ramón sale de la película de Rohmer para encontrarse naipes a cada paso (hasta 54), que son como puertas que le permiten ingresar en las distintas estancias de su memoria y su imaginación. Estamos quizá ante el libro más accesible y luminoso de su autora, también el más explícito, y que nos acerca –por si fuera poco– a una gran prosista. Aquí se citan muchas de las obsesiones y referencias habituales de Esther Ramón: los símbolos y los relatos míticos, la cábala, los sueños, el mundo animal, Roland Barthes, París… El resultado es un paseo por la mente de una poeta tocada por el don de la analogía, capaz de tender lazos entre realidades muy lejanas entre sí. Un paseo, también, en el que asoma una veta de humor y de ligereza ausente en su poesía, y que hace de esta lectura una vivencia risueña, llena de sorpresas: «Cuando ves de nuevo una película que amas, los nuevos detalles que descubres son como los naipes que ella encuentra: regalos de apertura».

 

A lo largo de más de veinte años, Esther Ramón ha ido desplegando con admirable tenacidad una poética del sueño y el deseo, de la imaginación fértil, capaz de vivificar la realidad. Nadie entre nosotros ha ido tan lejos por ese camino, a riesgo incluso de quedarse sola en el intento. Parece evidente que buena parte de nuestra crítica no ha sabido ponerse a la altura de esta propuesta.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 24 de junio de 2022.

 

 


miércoles, mayo 28, 2014

robert hass / bálticos, de tomas tranströmer





Pienso en Bálticos de Tomas Tranströmer en mitad del invierno y en mitad del estado de Vermont; mucha nieve: blanca, gris, azul humeante; pinos verdinegros, rastrojos de madera de cedro quemada por la nieve. Apenas vi nieve antes de cumplir los dieciocho, así que la intensidad y neutralidad del paisaje de Nueva Inglaterra no ha dejado nunca de parecerme vívida y extraña. Y presente. Como no pertenece a la niñez, no evoca ningún anhelo, no es la secuela de algo perdido; y me hace completamente feliz, excepto por una pequeña sensación de asombro que me inquieta. La felicidad es como una experiencia del ser puro; la inquietud es preguntarme qué significa o qué puedo hacer con esa experiencia. Parece una pregunta enorme, y me lleva a lo que valoré antes que nada en los poemas de Tranströmer o en las traducciones de su poesía que he leído. [+ seguir leyendo]



Así comienza el largo ensayo que el escritor y traductor norteamericano Robert Hass (1951) dedicó a comienzos de los años ochenta a Tomas Tranströmer y que Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes, acaba de publicar en su último número –el 22– como parte del dossier que dedica al poeta sueco, ganador del Premio Nobel, con motivo de su visita al CBA en octubre del 2012. El dossier se completa con un poema inédito de Tranströmer –en traducción de Francisco J. Uriz– y con dos textos adicionales en los que el poeta expone sus convicciones políticas, sus puntos de acuerdo y de discrepancia con la militancia política de izquierdas a partir de la publicación de Tañidos y huellas en 1966.

Este dossier Tranströmer es uno de los últimos trabajos que Esther Ramón y yo realizamos en el CBA. El texto de Hass me sedujo desde que lo leí en Poets Teaching Poets. Self and the World, una hermosa antología de ensayos de poetas sobre otros poetas que Gregory Orr y Ellen Bryant Voight editaron en 1996 para la Universidad de Michigan, y me pareció que sería buena cosa traducirlo para la revista. Es un ensayo en forma de diario de lectura: un registro de los sutiles cambios de opinión, de los ajustes y correcciones internos que tienen lugar conforme se avanza en una obra que admiramos y sentimos cerca de nosotros (en este caso, el poema extenso Bálticos, de 1974), sin que ello signifique deponer nuestro juicio crítico. Hass, que es un gran lector, razona sus gustos y también sus reservas, esos rasgos de la obra que le parecen menos fértiles o sugerentes. El resultado nos da claves para entender no solo la obra de Tranströmer sino también el lugar que puede seguir ocupando la poesía en nuestro mundo, o el modo en que deberíamos quizá plantearnos su escritura. En cualquier caso, me parece un ensayo fascinante.


lunes, marzo 26, 2012

anuncio x tres



 

El miércoles pasado tuve la oportunidad de volver a Definición de savia, el programa de poesía de Radio Círculo (100.4 FM). Gracias a la amable invitación de sus responsables, los poetas Esther Ramón y Juan Soros, hablé de John Burnside y de Conjeturas y esperanza, la antología de su obra que acaba de publicar Pre-Textos. El resultado fue una charla extensa, distendida, que duró casi cincuenta minutos y en la que abordamos algunos de los aspectos centrales de esta poesía. Las preguntas, como siempre, fueron un lujo: exigentes y precisas. Las respuestas no están a su altura, pero cumplen (creo) con lo que se les pide: acercar la poesía de Burnside a los lectores. Puede escucharse aquí.




Acaba de aparecer en la revista virtual griega Vakxikon una muestra de poesía española, digamos, contemporánea (el adjetivo joven, estando yo presente, sería una broma). La ha preparado y traducido Ati Solerti con el asesoramiento del también poeta y traductor Mario Domínguez Parra, y en ella están incluidos un puñado de buenos poetas a los que admiro profundamente: Francisco León, Bruno Mesa, Iván Cabrera Cartaya… Tengo el honor de que aparezcan tres poemas míos casi inéditos: «Una vida», «Entonces» y «Con los ojos abiertos a la orilla del mundo». Aunque lo que más me gusta (qué le vamos a hacer, uno es así de niño) es ver mi nombre en griego: Τζόρντι Ντόθε. Me dicen los que saben que las traducciones de Solerti son espléndidas...




Hace un par de meses se publicó en El Cuaderno del diario La Voz de Asturias un pequeño dossier dedicado a John Ashbery con motivo de la traducción que el poeta estadounidense ha hecho de las Iluminaciones de Rimbaud. Además de su prefacio a la edición británica (un texto breve pero enjundioso en el que se define muy bien la peculiar forma de modernidad del poeta francés), dimos seis poemas inéditos y algunos collages de Ashbery. Venía todo precedido por unas pocas líneas en las que quise explicar el vínculo entre ambos escritores.

Ahora, pasado un tiempo prudencial, el poeta argentino Osvaldo Picardo recupera todo el material y lo ofrece en su revista/bitácora virtual La Pecera. Era complejo ordenar cada sección y darle un espacio propio en la estructura lineal del blog, pero Osvaldo lo ha logrado con creces. Tal vez esté mal que yo lo diga, pero el resultado es espectacular.
 

miércoles, febrero 23, 2011

cees nooteboom / entrevista

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Hace poco menos de un año, como a mediados de mayo del 2010, la poeta Esther Ramón y un servidor tuvimos el privilegio de entrevistar al escritor holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933). Pasamos casi media mañana en uno de los salones del Hotel Wellington de Madrid charlando a medias en español y en inglés, un pidgin improvisado en el que también se colaban, casi imperceptibles en su caso, palabras en francés y alemán. Hablamos de su poesía, de sus libros de viaje, también de su última novela publicada hasta entonces en España, Una canción del ser y la apariencia.

El encuentro fue tan grato que se prolongó off the record hasta casi la hora del almuerzo. Gran conocedor de España, donde reside parte del año, Nooteboom se dedicó entonces a preguntarnos con ceño de antropólogo por la situación política de nuestro país y también sobre ciertas peculiaridades, por llamarlas de manera piadosa, de una sección muy visible o ruidosa de nuestra derecha. Pero eso fue después y no entró, creo que para bien, en la entrevista, estrictamente literaria y ceñida a su propia obra.

Dicho esto, el resultado acaba de ver la luz en el último número (el 16 ya) de Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes, y puede leerse aquí. Espero que os guste.


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jueves, marzo 04, 2010

túmulos, vigas, respiraderos


en torno a grisú, de esther ramón

Comienzo, acaso, señalando una obviedad para el lector que conoce esta obra: Esther Ramón (Madrid, 1970), más que una escritora de poemas, es una escritora de libros, de sistemas, de conjuntos textuales que incursionan de manera activa en lo real, enjambres de palabras que acotan un fragmento de mundo y proceden a horadarlo a fin de crear, en lo inhóspito, en lo que suele estar vedado a nuestro paso, un espacio habitable para la reflexión. Tundra, reses, grisú… La mera enumeración de los títulos deja clara su voluntad de configurar o asentar lo humano, las palabras que nos definen y nos alumbran, en el territorio de lo no humano, de modo que ese territorio mismo, su extrañeza constitutiva, revele a su vez nuevas facetas de nuestra condición. Los libros son mallas que caen sobre lo real sin esconderlo, sin hurtarlo del todo a la vista, haciendo que en los intersticios se dibuje otro rostro, la superficie de aquello que escapa a nuestras definiciones previas y que por eso mismo desafía nuestra comprensión, nos reta a comprenderlo; un reto que amplía y expande nuestra visión, la capacidad para discriminar y finalmente nombrar nuevas realidades.



Escribimos, entre otras razones, porque el lenguaje heredado no nos es suficiente, porque todo es demasiado vasto y las palabras de que disponemos no aciertan a ser el igual de ese todo. La poesía de Esther Ramón es síntoma y testimonio de esta carencia. También una respuesta. De ahí la intensidad y vigor con que sus palabras se organizan en poemas y en conjuntos de poemas, con precisión de organismo vivo que quiere ser más que la suma de sus partes, con voluntad de excederse a sí mismo pues sólo entonces puede asediar sistemáticamente lo real, hacerse con ello, hacerlo nuestro. Aunque sea obligado, en el proceso, contagiarse y hasta participar del carácter no humano, irreducible, de aquello que se busca reducir. Si hablamos de tundra, volverse yermo, desierto, conocer la sequedad y el frío. Si hablamos de reses, desovillarse en la página con el ímpetu de un animal, dejarse tocar por los golpes y temblores de una sangre que antecede a la razón. Esa capacidad negativa, esa precisión estratégica con que la escritura cambia de forma, de ritmo y hasta de lugar de origen para asechar el fragmento de mundo que le ha tocado en suerte, o que ha escogido, es otro de los rasgos definitorios del trabajo de Esther Ramón. Todos sus libros responden a un mismo impulso, pero su plasmación en cada caso es única. No hay dos libros iguales, ni siquiera poemas de transición que puedan mediar o hacer de puente entre ellos. Ocurre, sin embargo, que cada asedio tiene valor metonímico, es un fragmento de holograma que replica, a pequeña escala, la totalidad.

Otra forma de verlo, invirtiendo la dirección de este movimiento de asedio, convirtiendo al acechador en acechado y al asedio en estrategia defensiva, es hacer de cada libro la faceta de un diamante que va construyéndose con el tiempo y que, como el nácar de las perlas de ostra, ha sido segregado lentamente, con paciencia, para envolver o dulcificar la mella, el rasguño que el mundo a todas horas deja en nosotros.



El diccionario nos dice que «el grisú es un gas que puede encontrarse en las minas subterráneas de carbón, capaz de formar atmósferas explosivas», y añade que «tiene el mismo origen que el carbón y se forma a la vez que él». Dicho de otro modo, en los términos que aquí me interesan: el grisú es la emanación del carbón, su sombra o gemelo abortado, la mitad oscura o violenta que ha escapado al control de su hermano. O que puede escapar en cualquier momento, pues las bolsas de grisú son difíciles de detectar y su estallido, inesperado y letal. Siempre al amparo de su pariente más estable, del que quizá siente envidia, perdura en bolsas que un simple chispazo o entrechocar de metales puede hacer estallar. Por eso hay que proceder con cuidado, horadar la tierra oscura y entrar en ella con precaución forjada por una larga lista de accidentes y pérdidas humanas. Descender con jaulas de pájaros que nos prevengan de su aliento insidioso. Crear fuegos falsos, fuegos fatuos, que no despierten su ira.



Visualmente, los poemas de este libro se despliegan como vigas, ejes verticales que recorren la página y la sostienen, pilares que abren un espacio de sentido habitado por silencios y reticencias, ese temor a despertar al monstruo que habita la piedra. Una escritura enjuta, hecha de relámpagos y llamadas de atención, de encabalgamientos furiosos y a la vez fluidos, de verbos y nombres y adjetivos que caen con precisión de grano de arena, contando los instantes que faltan para una explosión que nunca llega, que se incorpora sutilmente al fraseo mismo de los poemas y los tiñe de sospecha, de inminencias. La ausencia de puntuación –esa confianza en las junturas y las soluciones de continuidad que inserta la pausa versal entre palabras y frases– otorga, acaso paradójicamente, una ligazón extraordinaria a cada pieza, como si forzara a sus elementos a fundirse y amalgamarse, hacerse uno en su afán por cimentar la página y apuntalar aquel indicio o principio de sentido que va creciendo, cerrándose sobre sí mismo, a medida que avanzamos en la lectura.



«ésta fue / la helada / que cambió / la polaridad / de nuestras piedras», se dice hacia el final del libro, en un poema de cadencia tan serena y enigmática como sus compañeros. Palabras que me remiten, oscuramente (y todo en este libro sucede a oscuras, como a tientas, llevado por la tenue luz de la intuición) a otro símil visual, el del túmulo, como si estos poemas fueran montones de piedras, pilas funerarias que la autora hubiera dispuesto pacientemente sin dejar de examinar cada lasca, cada fragmento de roca. Sólo que aquí los túmulos no entierran nada, ellos mismos son la presencia que encubren o que sellan. Cada poema abunda en nominaciones, objetos y animales que remiten siempre a otro objeto, otro animal, y todo es nombrado en voz alta y luego depositado en el poema, todo es pasado por el tacto y la vista y la conciencia antes de sumarse a las figuras que lo preceden y con las que establece una cadena incandescente como un filamento, poseída por la fuerza del extrañamiento y la imaginación.



Poemas, pues, hechos de cantos o, si se quiere, de fragmentos de canto, de un ritmo que insinúa o sugiere el golpe de los picos contra la piedra, la percusión en sordina, recubierta de ecos como escamas, de las herramientas que avanzan bajo tierra:

   sigilo junto al
   horno estéril
   todos duermen
   la trampilla
   cubierta de tierra
   y una escalera
   oblicua abajo
   estatuas nuevas
   la sed de la linterna
   dibuja elipses
   en los sacos vacíos
   un rastro de trigo
   bajo la herrumbre
   de las herramientas
   una espantada
   de ratas
   que argumenta.

La escritura adquiere así valor onomatopéyico, de cuerpo que lleva impreso las huellas de aquello mismo que dice: también los poemas cavan y excavan y las palabras persiguen ese diamante inasible que no termina de aparecer o verse claramente. Porque sabemos, o sospechamos al menos, que ese diamante es la búsqueda misma, ese ahondar en la tierra para acotarla, respirarla, habitarla. Y que ese brillo sólo es visible en el proceso mismo, el intervalo que abren la escritura o la lectura.



grisú, con su abundancia de referentes, su riqueza nominal y adjetival, su tesoro de vetas y filones y brillos minerales, responde sin embargo –de nuevo la paradoja– a ese afán de vaciamiento con que José Ángel Valente definía el trabajo poético: ese hacer un vacío donde el poema pueda comparecer, gestarse. Un vacío que es tanto verbal –material, al cabo– como un espacio o lugar de la conciencia. Así se hace posible, en efecto, «andar en lo oculto […], echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, […] estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos», como quería el autor de Mandorla, fundiendo de manera expresa, y quizá no del todo consciente, poema y sujeto, palabra germinada y yo autorial.

No hace falta subrayar, a mi juicio, hasta qué punto el movimiento de descenso de estos poemas parece replicar el buceo en los estratos del inconsciente que persigue la escritura, su deseo de anclaje en los planos del mito, de los símbolos colectivos, de los arquetipos. Pero prefiero, en este punto, violentando quizá la propia inclinación de su autora, invertir el movimiento y pensarlos como respiraderos donde el sujeto puede tomar aliento, escapar del abrazo uterino de la materia y mirar hacia lo alto. Son pozos que nos permiten entrar y también salir, volviendo sobre nuestros pasos para reencontrar el exterior, las pupilas abiertas, el cuerpo alerta de quien ha cortejado el desastre y sale indemne. Queda un rastro de imágenes confusas y amenazantes, el sordo latido de una actividad subterránea que se aferra, pegajoso, a la mente. Algo que viene en sueños y nos perturba mucho después de sucedido, como atestigua el poeta norteamericano James Wright en su poema «Mineros»: «En medio de la noche / oigo vagones moviéndose sobre rieles de acero, chocando / bajo tierra». En estos poemas de grisú se escucha ese entrechocar de piedras y aceros, pero también es posible oler, sentir, la promesa del aire libre.


[Hace exactamente una semana, el pasado 25 de febrero, se presentó en Madrid el nuevo libro de Esther Ramón. Éstas son las palabras que pronuncié entonces. Se trataba, me parece, no tanto de adentrarme en el libro con el bisturí de la crítica cuanto de acompañarlo y alumbrar desde fuera algunas de sus claves. Espero haberlo conseguido.]