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viernes, noviembre 16, 2018

circe maia / novedad





Parece que por fin la antología de la poeta uruguaya Circe Maia (Montevideo, 1932) que he preparado para la editorial Pre-Textos está llegando a las librerías. Por lo pronto, ya se anuncia en la página web de la editorial (comparto aquí la cubierta, con una hermosa ilustración de José Saborit). Dicen que lo bueno se hace esperar, pero en este caso –no sabe uno por qué– todo ha sido un poco más difícil o complicado de lo habitual. El libro se titula Múltiples paseos a un lugar desconocido. Antología poética 1958-2014, como uno de los primeros poemas de su autora, y recoge una amplia selección de esta obra desde el inaugural En el tiempo (1958) hasta Dualidades, publicado hace apenas cuatro años: más de doscientas páginas de poesía, medio siglo largo de escritura (¡toda una vida!), y lo primero que se desprende de la lectura del conjunto es su innegable coherencia, el acento personalísimo de su voz, a la vez curiosa y discreta, interrogante y contenida, volcada en el mundo sin dejar de guardar cierta distancia con él.

Ya he escrito en otras ocasiones (aquí) sobre la obra de Circe Maia y de cómo llegué a ella. Añadiré tan sólo que esta antología me permite saldar una vieja deuda, que se remonta como poco a finales de mi estancia en Sheffield, allá por 1997-98. Nada es fácil cuando se trata de poesía. El tiempo se toma su tiempo y hay que ser muy tenaz, o muy testarudo, para sacar cualquier proyecto adelante. Dicen que los poetas hispanoamericanos de ahora mismo, los contemporáneos, no suelen gozar de mucho predicamento en España, que las ventas de sus libros son bajas. Yo espero sinceramente que este libro sea la excepción a la regla, porque hay mucho que aprender de la poesía de Circe Maia: una forma de estar y de ser en el mundo, una actitud moral que es también una posición estética, el modo en que una relación honesta, humilde con el mundo (y con las palabras que lo nombran) disipa la espiral disolvente y algo fantasmal de un subjetivismo exacerbado. Y todo ello sin sentimentalismos ni falsos consuelos, sin deponer las armas de una inteligencia sensible y alerta, llena de lucidez.

Así en estos dos poemas de Dualidades (2014) incluidos en la antología, que nos dan una idea del tono final de esta poesía, de su modo de enfrentarse a la finitud, propia o ajena, con la entereza de quien lleva muchos años ensayando. Buena lectura.


Las siete placitas

Al entrar o salir de la ciudad se atraviesan
siete plazas pequeñas.
En alguna no cabe más que una palmera.
En otra, hay dos árboles y un banco.
En la más grande hay hasta una fuente
y una gran rosaleda, con bancos que se enfrentan.
No está todo al mismo nivel. Hay un lugar más alto.
Allí han puesto una estatua.
(La estatua, con el sable en alto,
ataca el aire plácido.)

Calles finas y curvas separan las placitas.
Crucemos con cuidado.
Desde este lugar se ven las casas nuevas
y, en las veredas, siete palmeras altas
que conservan la luz del sol por mucho rato.
Cuando todo es penumbra
se ve brillar las hojas todavía
y a veces
un rumor en lo alto.


¿Cómo será?

¿Será posible que uno esté escribiendo,
por ejemplo, esta frase, y nos quede inconclusa?
«Tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.»
No veremos entonces el momento
previo, el momento
último. Caerá el papel,
la taza de café, o lo que sea.
O tal vez no.
Podría ser la velita que se apaga
imperceptiblemente
sin que ninguna puerta se cierre
y ninguna se abra.


martes, septiembre 25, 2018

igor barreto / calamidad y arrullo





Abro mi ejemplar de El muro de Mandelshtam (Bartleby Editores, 2017), el nuevo libro del poeta y profesor Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), y me encuentro con una escritura que trata de romper o forzar por lo menos las costuras de eso que entendemos habitualmente por lírica: secciones en prosa que colindan con la narrativa y el documental, diálogos fragmentarios, pasajes oníricos, anacronismos deliberados, ramalazos de crudeza expresiva y casi expresionista, ironía trágica y piedad a raudales, todo un compuesto impuro y lleno de grumos –de extraños pliegues y repliegues– que desafía las expectativas del lector e incluso las que el libro parece crear al desplegarse. De «complejo artefacto poético» lo califica Gina Saraceni en el texto de contracubierta. Sin embargo, si la lírica es –como apunta Eliot Weinberger– «celebración y vituperio, asombro ante el mundo y furia por cómo suele ser», entonces este muro se nos aparece como un ejemplo deslumbrante del poder que tiene la lírica para contar, cantar y plantar cara al mundo. Estamos ante un libro crudo, feroz, perturbador, que invoca zonas muy concretas de la tradición literaria reciente –el ejemplo y la figura de Mandelshtam, desde luego, pero también la Antología de Spoon River de Lee Masters, la inquietud cívica del último Yeats, las iluminaciones de Rimbaud, Pavese, Éluard, etc.–, y que a la vez está intensa, exasperadamente centrado en el daño y el padecimiento humanos, que intenta forjar por todos los medios un relato plausible y poderoso de la existencia en la favela caraqueña –el gueto, se dice aquí– de Ojo de Agua.

En una reseña reciente de la Poesía reunida de nuestro autor, Martín López-Vega decía que «Barreto no es un poeta de la torre de marfil, sino del ágora, y los lenguajes que prefiere aprender y hablar a menudo no son los preferidos por el gremio de los poetas». Podríamos añadir o matizar que en este libro Barreto traslada ese ágora a un cruce de calles cualquiera, una esquina techada por árboles castigados y marañas de cables y transitada por las víctimas de la pobreza, la precariedad y la violencia arbitraria. Un mundo de talleres, colmados y cuchitriles en las lindes de Caracas, «la capital del rencor», «la ciudad quebrada», «sarcófago / de cemento gélido»… Y los sucesos que aquí se cuentan –porque este es un libro con una profunda vocación narrativa, con personajes que van y vienen sin aviso, que surgen y se esfuman dibujando un curioso mapa de calamidades– se tiñen del color de los sueños y las premoniciones, del peligro y la sospecha. Leyendo estas páginas, recuerda uno esos versos terribles de la «Canción última» de Miguel Hernández: «Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias». Y así son los trazos que levantan este libro. Pero lo hacen sin patetismo, sin incurrir en aspavientos ni excesos sentimentales. La distancia –una distancia en ocasiones irónica, cuando no brutal– es justamente lo que permite mirar de frente ese mundo, verlo en su integridad, capturar sin miedo a la exageración su riqueza terrible, su demasía. Vuelvo a subrayar esta dimensión documental, testimonial incluso, porque es ella la que da espesor verosímil a la lectura y permite luego el trabajo propiamente lírico de la imaginación y el sueño.

Hay una expresión inglesa, the writing is on the wall –literalmente: la escritura está en el muro–, que parece hecha a propósito para este libro. Se refiere a ese momento fatídico en el que ya no hay vuelta atrás, cuando los signos de que algo malo o al menos desfavorable va a ocurrir son evidentes. Y así la escritura que aparece en este muro particular: sus personajes ya no esperan ningún remedio, ningún alivio, han abandonado toda esperanza y se limitan a sobrevivir… y a veces ni eso, porque «total, en el gueto de Ojo de Agua / el inocente es un ser invisible», sujeto a «la cólera sin razón» («La fiesta de Jaiker»). Ese es el tono resignado, inapelable, que impregna muchos poemas, y aun cuando estoy con López-Vega cuando menciona la «ironía tierna y triste, siempre inteligente» de Barreto, «cuya mordacidad nunca es mayor que su ternura», tengo la sensación de que aquí la mordacidad le ha ganado la partida a la ternura; y de que la tristeza, lejos de ser un condimento de la inteligencia, se ha convertido en un veneno que amarga el corazón. No puede ser de otra manera cuando se entiende –se asume– que la precariedad y la violencia son condiciones propias de la vida en el barrio. Hay momentos de solidaridad, sí, de rara tregua (ese partido de fútbol con el que los bravos de Boca de la Virgen y los guardianes de El Estanque resuelven sus agravios y en el que nadie anima demasiado «a fin de no comprometerse con parcialidades que pudieran derivar en otras consecuencias», anota Barreto con humor), pero todo parece colgar de un hilo muy frágil y hasta cuando la belleza de los fenómenos naturales visita el barrio –esa repentina nevada que no sabe uno si sucedió en sueños– lo hace para congelar a los gatos y fulminar a los perros, que «mueren como esculturas acurrucadas / contra el dorso de los escalones en las veredas».

En este infierno del gueto, en esta espiral de callejas y veredas que trepa por las montañas de la ciudad, el guía del poeta, su Virgilio, es un «hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam». El protagonista no se hace demasiadas ilusiones sobre la identidad de su interlocutor («el rostro verdadero de Mandelhstam, el que había conocido a través de tantas fotografías, su cara ancha de ojos agrisados y juntos, con labios delgadamente rectos, ese rostro se disolvió con nostalgia sobre otro de cabello entrecano que tenía una ligera cicatriz en su boca como la marca de alguna operación de origen leporino ocurrida quizás en su primera infancia»), pero prefiere seguirle la corriente y entrar así en un estado de extrañamiento del que va brotando, casi a su pesar, como quien no quiere la cosa, la totalidad del libro: «Así que me dije: por qué este señor no podría querer llamarse y ser el desterrado poeta que recitaba mirando al cielo colocándose la mano derecha tras la nuca. Era posible, y yo debía abstenerme de ponerlo en duda a riesgo de pronunciar un llamado a las furias que deambulaban por los callejones del barrio con violenta firmeza».

Este texto inicial en prosa, «Rayas sobre el muro», que hace las veces de pórtico, es como la chistera de la que va emergiendo la ristra de pañuelos multicolores (pero en última instancia armónicos) que conforman los poemas de la sección siguiente y central del libro. Mandelshtam va y viene por estas páginas como una figura espectral, a veces actor protagonista, otras interlocutor, otras narrador, otras sombra invisible, pero dotado siempre de una astucia traviesa que le permite leer como nadie las claves de la vida en el gueto. Más que un Virgilio, el Mandelshtam ideado por Barreto es una variante del trickster o pícaro divino definido por Jung, un embaucador que no para de hacer trucos, desobedecer normas de comportamiento y entorpecer o desbaratar los actos del hombre. Entre sus funciones principales está justamente la de abrirnos los ojos a la paradoja y el absurdo del vivir, y esto es algo que sucede una y otra vez, generalmente con carácter trágico, en estos poemas.

Un eco de Spoon River resuena en los epitafios en prosa –también hay alguno en verso, como el estremecedor «Trascendencia»– donde un puñado de difuntos cuenta su peripecia vital y la razón de su muerte. Lo trágico, aquí, deviene a veces tragicómico, pero la piedad y la compasión nunca están lejos y permiten a Barreto contar con sabiduría la historial plural y colectiva del gueto. En esto sigue el ejemplo de esas golondrinas a las que él mismo describe sobrevolando el paisaje y que son capaces, como pequeños diablos cojuelos, de seguir la vida de los habitantes a través de tejados y azoteas.




El lector sale del libro con la impresión de que podría haber sido mucho más extenso, de que el material publicado es sólo una parte de una totalidad que, en rigor, no tiene fin. Y quizá sea cierto. Los títulos de algunos poemas hacen pensar que faltan piezas, que hay lagunas en la transcripción o que el poeta ha preferido pasar por alto ciertas historias. Con todo, el final cobra un cierto aire elegíaco, como si se quisiera suavizar y tal vez redimir la crudeza del conjunto. Si Eliot, en «Los hombres huecos», decía que el mundo acaba «no con una explosión, sino con un sollozo», Barreto nos dice que la ciudad, al llegar la noche, se cierra y se resume en «un arrullo», un habla seductora o un cantar monótono, en voz muy queda, como el que hace dormir a los niños. ¿Pero es realmente así? En ese mismo poema final se dice lo siguiente:

La ciudad
con sus autopistas
y el celaje de sus taxis,
y la tiniebla de una montaña
al fondo
para que Caracas se refleje y brille
en la verdad de su violencia.

Pero ese zumbido de la ciudad
y su atareado caracoleo,
luego…
¿nos dejará dormir?

Da la impresión de que ese arrullo, lejos de dormir al poeta Barreto, lo mantuvo insomne durante un largo periodo de escritura frenética, enajenada. Un arrullo que fue arroyo sonoro y que vertió en sus oídos las cadencias febriles de la ciudad y sus pobladores. Este libro, surgido del molino de la mirada y la conciencia, es su traducción en palabras.


Igor Barreto, El muro de Mandelshtam, Madrid, Bartleby Editores, 2017.


[El muro de Mandelshtam de Igor Barreto es uno de los libros que más me han impresionado de un tiempo a esta parte. Tuve el honor de presentarlo junto a Marina Gasparini, Manuel Rico y su autor en Casa de América, en Madrid, donde leí una primera versión de este texto. Y, puesto que Igor ha sido una de las personas que más me han animado a retomar esta bitácora, parece oportuno que él sea el protagonista de una de las primeras entradas de mi rentrée.]

jueves, octubre 05, 2006

reseña de antonio méndez rubio

El poeta y ensayista Antonio Méndez Rubio ha publicado, en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, una modélica reseña de Poesía hispánica contemporánea, libro de ensayos y poemas que vio la luz hace algo más de un año. Quisiera llamar la atención, en especial, sobre los párrafos que abren y cierran su escrito, donde se dicen cosas muy dignas de reflexión. Cosas, además, que parece forzoso repetir cada cierto tiempo, para desgracia nuestra.





DESAFÍOS POÉTICOS

Andrés Sánchez Robayna y Jordi Doce (eds.), Poesía hispánica contemporánea. Ensayos y poemas, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2005, 364 págs.

Hay pocas cosas tan costosas como romper una inercia. El esfuerzo es aún más meritorio, por no decir utópico, si se trata de contrarrestar o reorientar una inercia que no se reconoce a sí misma como tal: una especie de rutina invisible, que se haya naturalizado como el estado de las cosas, que se haya confundido con la realidad hasta convertirse en un ángulo muerto, en un punto ciego. Obviamente, una inercia de este tipo sólo es posible gracias a un conformismo más o menos asumido, pero notablemente extendido, así como gracias a un recorrido temporal tan largo como para que esa ceguera llegue a compartirse en público como si no fuera tal.

Éste puede estar siendo el caso de la poesía española reciente, cuyo recorrido inercial cuenta ya casi con dos décadas de historia. Decir esto no es decir, claro está, que toda la poesía en castellano escrita y publicada en el Estado español desde 1985 responda a pautas tradicionalistas o esclerotizadas. Se trata, más bien, de pensar con cierta distancia reflexiva la forma del escenario, los límites del terreno de juego o, por decirlo de modo más académico, la naturaleza del canon. Y ése es el reto dialógico y crítico de un libro como Poesía hispánica contemporánea, coordinado por Andrés Sánchez Robayna y Jordi Doce. Ya desde el título, el lector accede a ese espacio de distancia reflexiva en virtud de un inteligente desplazamiento del ámbito de lo español al ámbito de lo hispánico, que permite resituar el debate en torno a la actual poesía en castellano o en lengua española a partir de una perspectiva más abierta y generosa que la heredada por convención.

Poesía hispánica contemporánea se concibe así como un momento del abrir, como punto de encuentro, que apuesta por atender desde el principio al «complejo conjunto de la poesía escrita en español a ambos lados del Atlántico». Así se expresa Sánchez Robayna en Una versión de la poesía hispánica contemporánea, un ensayo que busca un lugar fuera de la autosuficiencia del dogma pero sin perder por ello la valentía de apuntar que «lo que no acepta cierta crítica es la libertad de juicio» o que «las aportaciones más renovadoras al cuerpo de la poesía hispánica de la segunda mitad del siglo XX hayan venido casi siempre de Hispanoamérica». En esa línea, se hace aquí una revisión de las principales visiones panorámicas de un territorio tan rico como tendencialmente desatendido, desde las antologías pioneras preparadas por Menéndez Pelayo, pasando por obras intermedias de progresiva madurez (como serían Laurel –1941– o Antología de la poesía española e hispanoamericana –1962–), hasta llegar a la más reciente y polémica Las ínsulas extrañas (2002). Como refrenda el común espacio editorial –que está por cierto haciendo una labor impagable en un paisaje como el de los últimos años– el libro de Sánchez Robayna y Doce dialoga con Las ínsulas extrañas y, de algún modo, intensifica el gesto de apertura que aquella antología preconizaba como más que necesario, y que buena parte de la recepción crítica del momento amortiguó desviando la atención hacia la discusión particularista sobre inclusiones y exclusiones.

Con razón decía Gramsci que el resultado de un debate se juega en sus premisas. Desde esa convicción, este volumen colectivo confía especialmente en la labor meditativa y exigente del género ensayístico. En este aspecto, es sintomático observar cómo resultan más propositivas las aportaciones de los autores menos condicionados por el inmediato contexto español: A. Ferrari, E. Montejo y S. Yurkievich. En cambio, los ensayos «de este lado del charco» (Siles, Ruiz Casanova, Pont, Talens, Doce) manifiestan a menudo una voluntad más explícitamente polémica y crítica, política en sentido amplio, lo que ya dice bastante sobre la diferencia de espacios y lo arduo que resulta abrir en España un mínimo ámbito de discusión y contraste sin antes remontar la omnipresente corriente de malentendidos, clausuras interpretativas y falsos presupuestos. Así se presenta, en suma, una ocasión excepcional para repensar y denunciar lo que Siles llama «la indigestión de autofagia» característica de una modernidad española marcada por el aislamiento y el rechazo de toda vanguardia y conflicto.

Al mismo tiempo, Poesía hispánica contemporánea aporta material poético y reflexiones de poetas españoles y latinoamericanos cuya producción está ya en tal estadio de avance que no necesita presentación. En este sentido se aportan preciosas muestras de Gonzalo Rojas (Chile), Carlos Germán Belli (Perú), Antonio Gamoneda (España), Guillermo Sucre (Venezuela), Óscar Hahn (Chile), Giovanni Quessep (Colombia), Alberto Blanco (México) y Esperanza Ortega (España). El único nombre que puede ser una apuesta de juventud y descubrimiento es aquí Alejandro Krawietz, cuyos poemas en prosa cierran el libro con un derroche de lucidez sensitiva.

En conjunto, tanto los poemas como los textos de reflexión y ensayo contribuyen a articular la propuesta crítica de un libro que debería ser de lectura obligatoria, algo que, lamentablemente, no puede decirse de la mayor parte de lo que se publica en el terreno de la poesía y la poética. Tras su lectura se recupera la posibilidad del aire, de la respiración en un clima que para muchos ha llegado a hacerse asfixiante, que ha absolutizado un neoclasicismo y un neorrealismo (como mínimo) acomodaticios; un ambiente que podría resumirse parafraseando a E. Said: se insiste tan a menudo en que hay que volver a (una apropiación demasiado reductora de) «la tradición» y «los clásicos» porque no hay la suficiente disposición para afrontar los retos de la poesía contemporánea, cuyas preguntas parecen seguir resultando, por momentos, demasiado turbadoras.

«Cultura/s», La Vanguardia, 224 (4 de octubre de 2006), pp. 12-13.

© Antonio Méndez Rubio