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viernes, noviembre 11, 2022

rafael cadenas, contención y reticencia

 

 


Tuve la suerte de descubrir la poesía de Rafael Cadenas a la vez que su persona, o mejor dicho: su voz, su presencia. Fue en Londres, hace casi veinte años, en un pequeño encuentro de poetas de lengua española organizado por la Universidad de Westminster. Recuerdo que su lectura vino precedida por el recital caudaloso y enfático de un poeta ecuatoriano del que solo recuerdo su homenaje inaugural a la figura de Bolívar y su aversión manifiesta a dejar el estrado. El contraste no podía ser más vivo: Cadenas se plantó delante del micrófono y procedió a leer con laconismo, en voz que parecía más baja y más titubeante de lo que era en realidad, algunos de los poemas que había dado a conocer años antes –en 1992– con el título de Gestiones. Fue una revelación. Poco después, leyendo sus «Anotaciones», reconocí de inmediato al poeta de aquella tarde londinense: «Casi siempre al ponerme a escribir, balbuceo; eso es mi literatura últimamente, y no me siento mal en el seno de esta pobreza». O lo que es lo mismo, dicho a modo de sentencia: «El poeta moderno habla desde la inseguridad». Más que inseguridad, lo que uno percibía en aquel poeta era malestar, un cierto desagrado. Y lo curioso y paradójico de ese malestar es que resultaba persuasivo justamente porque no era consciente de serlo. Uno se veía envuelto de pronto en un clima hecho a partes iguales de contención y reticencia, de humildad y candor. La voz y la presencia eran de una pieza, tal para cual, y decían palabras con dificultad, como venciendo una gran resistencia interna. Podría decirse, exagerando un poco, que Cadenas se hizo oír por el difícil método de hacerse casi inaudible.

 

Durante un tiempo hube de conformarme con la docena de poemas suyos que se incluían en un cuaderno no venal impreso con motivo de la lectura. Poemas que leí y releí hasta sabérmelos de memoria. Uno o dos años más tarde, la antología editada por Ana Nuño en Visor (2000) confirmó aquella impresión primera. El acceso a una selección amplia y ordenada de esta obra me permitió profundizar en la comprensión de un trabajo literario cuya trascendencia reside precisamente en que se sitúa, o quiere situarse, fuera del espacio de lo meramente literario. Quiero decir: de lo literario como técnica y oficio de expertos, de especialistas; de lo literario como un campo de las bellas artes que se puede dominar o explotar. La poesía, para Cadenas, tiene que ver con la vida. Y más específicamente: con la búsqueda afanosa, incansable, de un suelo sapiencial que permita salvar la brecha que las palabras y la conciencia han abierto en nuestra relación con la vida. Cadenas pertenece, así pues, a la rara estirpe de los poetas moralistas. Rara en sentido literal, pues no abunda en nuestra tradición, tan dada hasta hace bien poco al exhibicionismo retórico y la falacia sentimental. Pero rara también en un sentido más hondo, pues condena al poeta a una relación espinosa, contradictoria, conflictiva, con su herramienta principal de trabajo: las palabras. Y es que la poesía parece presuponer de suyo –está en su naturaleza, por así decirlo– una visión idolátrica del lenguaje, una deificación de las palabras. Pero no puede quedarse ahí si quiere ser algo más que un objeto bello, si quiere y tiene algo que decir sobre la vida. El poeta en el sentido encarnado por Cadenas ama la poesía, se ha educado en ella, guarda con las palabras una relación apasionada que sigue deparando instantes de iluminación, de intensidad lúcida, pero sospecha asimismo que las verdades de la sabiduría verdadera, la que hace habitable el mundo y deseable la existencia, ni se dicen del todo con palabras ni pueden atraparse con esos artefactos verbales que llamamos poemas. ¿Cómo podrían decirse con palabras, si ellas son justamente fruto y testimonio de la escisión primera, si son el idioma de esa conciencia de nosotros que nos convierte en espectadores y vigilantes de nuestra propia vida?

 

Esta condición centáurica del poeta moralista es la fuente de su malestar, de ese disgusto íntimo que uno percibía en aquella vieja lectura londinense. Y es un disgusto que Cadenas ha razonado impecablemente en sus ensayos y aforismos. Una prosa crítica, por lo demás, que a menudo ha tomado la forma del fragmento y la anotación, avecindándose así a la poesía, a los ritmos y texturas del habla personal que sustenta su poesía. Y es que ahí precisamente, en el apego al habla, en la gestualidad del enunciado, es por donde Cadenas encontró la salida a su impasse. Como ha escrito él mismo, «me interesa más expresarme que componer, y uno puede expresarse en tantas formas». La poesía es el testimonio de un decir difícil, a duras penas, de un hablar que se cumple muy cerca de la boca y los pulmones. «En cuanto a hablar, je suis si lent. Mis pausas son largas, imposibles para los rápidos». Regreso a ese musitar en el que Cadenas cifra su escritura. Esa pobreza deliberada. Sus poemas oscilan entre la cualidad del apunte más o menos espontáneo, pespunteado al calor del momento, y lo que se forma por agregación, pasivamente, lo que se gesta largo tiempo y aflora ya hecho, envuelto de sí mismo. Decía José Ángel Valente, poeta con el que Cadenas guarda cierta afinidad, que «en realidad, el poema no se escribe, se alumbra», y también que «la palabra poética ha de ser ante todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición» (Cómo se pinta un dragón). Son palabras que me parecen aplicables a muchos tramos de esta poesía, con la diferencia de que en Cadenas siempre hay un suelo cordial y un afán expresivo que secan de raíz toda tentación fetichista. Por algo ha expresado nuestro autor que «soy prosa, vivo en la prosa, hablo prosa» y que «la poesía está allí, no en otra parte». Pero es –o era– una prosa vuelta sobre sí misma, matérica, llena de grumos y también de silencios, de cambios de sentido y cortes repentinos. Una prosa que la tijera de la elipsis modela en forma de poema.

 

Sus dos libros más recientes, y en concreto este que hoy llega a nosotros, En torno a Basho y otros asuntos, han traído consigo un nuevo tono, más suelto, más relajado, quizá también más optimista en cuanto a la capacidad de la poesía para saber algo del mundo… y de quienes lo habitan. El viejo rigor alerta sigue ahí, sobre todo en poemas que denuncian oblicua o astutamente –sin entrar a un trapo capaz de envilecer sus propias palabras, pues sabe muy bien que «reñir ya es perder»– la degradación del lenguaje en manos de los nuevos demagogos. Sin embargo, me parece que poemas como los dedicados a Marco Aurelio («A un querido emperador»), Hölderlin o Anna Ajmátova habrían sido impensables hace veinte o treinta años. En el primer caso, por su extensión y fluidez, entre el retrato y el apunte ensayístico. Pero también, en los demás, por el modo en que el lenguaje se ha ido aligerando y perdiendo su antigua tirantez, su densidad a veces impenetrable. La lección de la poesía oriental, explícita en el título y muy particularmente en el primer apartado del libro, ha sido decisiva. Una lección bien aprendida que permite sortear la trampa del yo exhibicionista y rasga el velo de Maia de la conciencia, de la percepción miope, demasiado apegadas al deseo y el afán de permanencia. Algo que ya estaba latente en aquella humildad incómoda con que el poeta leía en voz alta sus poemas y que ahora, en este libro, se plasma en un lenguaje de rara inmediatez y transparencia, poemas ágiles como las gotas que hace saltar la rana de Basho al zambullirse en el estanque y en los que Cadenas, por si fuera poco, nos revela una veta de humor insospechada con que soportar estoicamente el zumbido de las moscas idiotas del poder. Un balbuceo, en efecto. Pero acompañado por la sonrisa de la reconciliación.

 

 

[escrito para el homenaje a Rafael Cadenas celebrado en Casa de América el 30/5/2016 con motivo de la publicación en Pre-Textos de En torno a Basho y otros asuntos].


miércoles, diciembre 26, 2018

eugenio montejo / las palabras en jaque


 


Descubrí la poesía de Eugenio Montejo tarde, muy tarde, con la publicación en Pre-Textos, en 1999, de su libro Partitura de la cigarra. En aquel entonces vivía en Inglaterra y la publicación de Adiós al siglo XX dos años antes, en la editorial Renacimiento, había escapado a mi radar de lector curioso. Compré el ejemplar de Partitura... porque el nombre de Montejo había ido apareciendo con seductora insistencia en el sismograma de las apreciaciones ajenas. Fue a finales de 1997, por ejemplo, cuando asistí a la lectura de Rafael Cadenas en Londres, en la Universidad de Westminster. La lectura (de la que ya hablé en otro artículo) no fue solo una revelación en sí misma, sino que me hizo tomar conciencia de mi ignorancia asnal de la poesía venezolana fuera de algún nombre prestigiado por los manuales: José Antonio Ramos Sucre, Andrés Eloy Blanco... Un amigo me dijo: lee a Eugenio Montejo. Encontré poemas sueltos en viejos números de la revista Vuelta y de la Gaceta del Fondo (siempre, tarde o temprano, la intermediación de México), escarbé en antologías, pregunté a más amigos, y de esta búsqueda intermitente me quedó el polvillo de algunas imágenes y palabras recurrentes: Islandia, el alfabeto, la nieve (o mejor: su ausencia), el canto de un pájaro (sin pájaro), Lisboa, Manoa (la rima no es casual), una cigarra, un caballo... Y al fondo, como un rumor que hacía vibrar los poemas, un neologismo que no parecía tal, o que al menos no causaba extrañeza: terredad...

Recuerdo la lectura de los poemas de Partitura... como un acontecimiento. Pero también como la puerta de ingreso –para el joven anglista desacomodado que yo era entonces– a un Nuevo Mundo de lecturas, aprendizaje, descubrimientos: por ejemplo, La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, que se convirtió en una guía imprescindible de nuevas lecturas; la palabra flexible y fragmentada de Juan Sánchez Peláez; o la palabra exuberante y mágica de Vicente Gerbasi...

Exuberante y algo mágica me pareció también la poesía de Montejo, pero en su caso tamizada por un rigor compositivo y una precisión rítmica que recogían la herencia del modernismo y la pulían con las herramientas más perdurables de la vanguardia: el cincel de la elipsis, la lima del distanciamiento y la contención emocional, la horma de una curiosidad cosmopolita que se pone el mundo por montera y conoce los pasadizos ocultos que unen los tiempos y los espacios, por dispares que sean. Era una poesía anclada en tierra, sensitiva y sensorial, fascinada por la riqueza visible del mundo pero en diálogo constante con su lado invisible. Una poesía de inquietudes animistas cuya elegancia y hasta opulencia melódica no excluía la música más suelta o azarosa de la conversación. Montejo retomaba incluso los motivos del modernismo crepuscular –la vida de café, la seducción del viaje y la huida, el imán de un paganismo risueño, sin culpa ni castigo, el aura de ciertas ciudades europeas que parecen revivir con solo decirlas, pero también el aurea mediocritas de la vida provinciana, la calidez erótica de ciertas formas de domesticidad– y les daba nueva vida, o los volvía aceptables para el lector contemporáneo. Por las fotos que iba encontrando aquí y allá, donde aparecía siempre con aspecto atildado y un bigote a juego, Montejo se me antojaba un personaje del Barnabooth de Valéry Larbaud, una especie de cónsul de entreguerras que habría podido codearse con Pessoa, Saint-John Perse o Cavafis. Y, en cierto modo, así era. Su estancia en Lisboa como agregado cultural de la Embajada venezolana fue una traducción contemporánea de aquel destino vanguardista que sólo existe en nuestra imaginación, pero que explica, por ejemplo, la simpatía de nuestro poeta por el mundo arisco y turbulento de Maqroll el Gaviero, a quien –estoy seguro– le habría encantado recibir con plácida cordialidad en las oficinas comerciales de algún puerto del trópico.




Habrá quien piense que estas ensoñaciones están fuera de lugar en una aproximación crítica. Pero no me lo parecen, sinceramente, puesto que la lógica del sueño y de las afinidades electivas está en el meollo de los poemas de Montejo, en su forma de avanzar y desplegarse. El poema «Adiós al siglo XX» («Cruzo la calle Marx, la calle Freud...») es quizá el ejemplo más inmediato, pero hay muchos otros: «Mi padre muerto iba delante y detrás junio, de verdor ubérrimo... Hablaba dormido, / con voz inubicable, / una voz rápida de cuando era muy joven / y yo no había nacido...»; «La vaca que al pasar alzó los ojos / y se quedó mirándome / debió reconocerme / pues me llevó por siglos de paisajes...». En los poemas de Montejo, machadianamente, todo pasa y todo queda, pero ese pasar encadena y anexiona espacios como en un sueño, y al hacerlo anula el tiempo, o convierte el tiempo en un solo presente encendido, tocado por la batuta de la imaginación poética. Espacio y tiempo están ligados de manera inextricable, sí, como en el verso que abre «Terredad» («Estar aquí por años en la tierra») o el arranque asombroso (digno de haber sido dictado por los dioses, como quería Valéry) de «Caracas»: «Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia...». A la vez, son muchos los pasajes de esta obra donde un lugar nos lleva a otro, donde entramos por una calle o una vereda y salimos por otra distinta, donde las ciudades y los países conversan de tú a tú, donde los saltos en el tiempo son constantes y acaban derogando el peso del presente, el agobio barroco del tic-tac en nuestros oídos. Por lo mismo, son célebres los poemas donde el calor del trópico hace más intenso el frío europeo, o la ausencia de nieve congela más que la nieve misma, en los que «Recuerdo siempre a Trieste, / esa ciudad donde no he estado nunca, / ni de paso», o «No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire, / ningún indicio de sus piedras», etc. Montejo es un maestro en el arte de afirmar negando, y muchas de sus páginas son memorables precisamente por el placer moroso con que rodea su asunto, con que lo engasta en palabras que dan vueltas lenta, musicalmente, hasta cerrarse sobre él. A este respecto me parece iluminador un fragmento del norteamericano Charles Simic, estricto coetáneo suyo (también de 1938): «Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más espacio, y hay mucho espacio en las palabras». Ese espacio que hay en las palabras de Montejo, que respira sin prisa en ellas, rompe las limitaciones de la geografía y de la propia realidad material para postular un tiempo a-histórico, el tiempo de lo real mágico, lo real visto con la lente reveladora de la analogía y el extrañamiento. Lo subraya su paisano Rafael Cadenas al recordar algunos de sus versos más sorprendentes: «Los muertos andan bajo tierra a caballo»; «Un instante la silla ha regresado a su lejano árbol»; «En el cuadro de Uccello hay un caballo que estuvo en Hiroshima»...

Dice también Simic en otro pasaje: «Hay un boletín del tiempo en casi todos los poemas populares. El sol brilla; nevaba; soplaba el viento... El poeta popular sabe que lo más inteligente es establecer de inmediato la conexión entre lo personal y lo cósmico». Montejo estuvo muy lejos de ser un poeta popular en el sentido recto de la palabra, pero nunca perdió de vista, como Machado, la noción de la poesía como «cosa cordial», y sus mejores poemas tienen ese mismo discurrir de «agua del buen manantial, / siempre viva, / fugitiva» («Poema de un día»). La sonora armonía de su estilo se sostiene en una línea de bajo caracterizada por la llaneza y la naturalidad. Digo esto porque quizá lo primero que me llamó la atención al leerlo fue la conexión que una y otra vez establecía entre lo personal, lo doméstico, y lo que a falta de una palabra mejor debo llamar, Simic mediante, «cósmico». Esa capacidad suya para indagar en lo pequeño, lo humilde, lo apenas perceptible, o tal vez lo prosaico, la circunstancia rutinaria o cotidiana, y a la vez situarla en un marco tan vasto como el planeta, como el mundo con «el sol y las demás estrellas», con el firmamento ilimitado que alumbra allá arriba. Es algo que uno percibe muy bien, por ejemplo, en un poema tan cercano y estremecedor como «Noche en la noche», donde oímos, modulada con maestría, la nota de desamparo de su querido Vallejo:

[...] Ya va durando décadas la noche
y mis amigos tardan demasiado...
No hay quien me diga ahora dónde se hallan,
sólo se oye un fragor de mar y viento.
Iban por un instante y no aparecen,
nadie sabe por qué tardan y tardan.

Es evidente, por lo demás, que esta presencia de lo cósmico, de lo inconmensurable, es la consecuencia forzosa o necesaria de su atención a lo nimio, lo íntimo, lo doméstico, como afirma Rilke al final de la primera estrofa de su «Primera Elegía de Duino»: «Y así los pájaros quizá / sientan más grande el aire con un vuelo más íntimo». Que es otra forma de decir que sólo si ponemos los pies sobre la tierra y cobramos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra poquedad, seremos capaces de hacernos cargo de la grandeza del universo. En la poesía de Montejo no son únicamente los pájaros los que sienten más grande el aire al recogerse en su vuelo, sino los lectores mismos, que escuchan el canto del pájaro (sin pájaro) y advierten en él su terredad, «lo que en su pecho vuelve al mundo». Y esa terredad, ese «deber terrestre» del canto, se dice ahí, solo puede entenderse a la luz doble o escindida del poema: por un lado, para defender su canto, el pájaro «trabaja al sol, procrea, busca sus migas»; por otro, para hacerlo durar, para que permanezca, ese mismo pájaro «en el tiempo no es un pájaro / sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la vida». Así pues, quien ignore una cara cualquiera de esa moneda, de esa doble filiación, será simple y llanamente un descarado. Lo íntimo y lo cósmico, la prosa del día a día y el silencio atronador del cosmos, se funden en el espacio del poema.

Se conjuga y declina así «el alfabeto del mundo» cuyas letras, decía su heterónimo Blas Coll –o quizá uno de los discípulos de Coll que rondaban por su taller–, eran de Dios. Y la poesía se vuelve, como quería Montejo, «un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario» y en el que nadie gana salvo el lector: ese mismo lector que vuelve una y otra vez sobre las partidas, los poemas, intentando desvelar las claves del juego, la pericia de los jugadores. Tarea imposible, pues, como recuerda Cadenas que dijo el pintor Whistler y gustaba de citar Borges, «el arte sucede». La poesía de Montejo siempre sucede cuando la leemos.



[El pasado miércoles 12 de diciembre, gracias a la iniciativa de la escritora y periodista Michelle Roche Rodríguez, rendimos homenaje en Casa de América al gran poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008), autor de libros centrales de nuestra literatura como Terredad o Partitura de la cigarra. Allí estuvimos Olga Muñoz Carrasco, Verónica Jaffé, Luis Enrique Belmonte y un servidor, y este fue el texto de mi intervención.]

sábado, junio 11, 2016

rafael cadenas en casa de américa





Hace casi dos semanas –en concreto, el pasado lunes 30 de mayo– tuve el honor de participar en el homenaje que Casa de América tributó en Madrid al poeta venezolano Rafael Cadenas, todo un ejemplo moral y literario en estos tiempos de zozobra que vive su país. Había mucho que celebrar: no solo la publicación de su nuevo libro En torno a Basho y otros asuntos (Editorial Pre-Textos), sino también el XII Premio Federico García Lorca de poesía que pocos días antes le había sido entregado en Granada.

La velada, en la que también participaron los escritores y críticos Marina Gasparini, Antonio López Ortega, Manuel Rico y Álvaro Valverde, fue conmovedora y se cerró con una breve pero certera lectura del poeta. Lo cuenta el propio Álvaro con detalle en una crónica impecable, como todo lo suyo.

Ahora el periódico digital Prodavinci, que ha seguido de cerca la visita española de Cadenas, ha tenido la gentileza de publicar el texto de mi intervención. Se titula «Rafael Cadenas: contención y reticencia» y se puede leer aquí.

lunes, noviembre 25, 2013

heaney / tres instantáneas





El pasado miércoles 20 de noviembre se celebró en la Residencia de Estudiantes un encuentro en memoria del poeta Seamus Heaney. Se trataba, en realidad, de leer algunos de sus poemas en inglés y en español, de compartir anécdotas curiosas o significativas, y también (quizá lo más importante) de rescatar viejas grabaciones en vídeo donde Heaney lee poemas y habla de poesía con su habitual finura, esa capacidad suya para pasar en un instante de la declaración seria al guiño travieso, subrayando la hondura o pertinencia de sus apreciaciones con una pequeña broma. Sólo leí dos de estas tres instantáneas: la primera me parecía demasiado extensa y hasta impertinente en el contexto del salón de la Residencia. La comparto ahora en esta bitácora, como un saludo final a quien tanto hizo por, desde y en la poesía. Descanse en paz.


córdoba, abril de 2008, cosmopoética. Era la hora del almuerzo (esos almuerzos tardíos y algo desaforados de los festivales) y seguía esperando el segundo plato cuando uno de los organizadores se acercó para decirme que Heaney había llegado al hotel y quería verme para preparar la lectura de aquella noche, en la que yo leería la traducción española de sus poemas. Un aviso que interpreté como una orden. El hotel estaba en la otra punta de la ciudad, pero si uno seguía el curso del río era un trayecto diáfano, sin pérdida. Iba tan absorto, tan inquieto por la aprensión, que apenas me fijé en los nubarrones, el cielo negro a punto de estallar en una tormenta. Digo mal: no tormenta, sino una tromba feroz, cerrada, implacable, que me obligó a correr como un sprinter. Cuando llegué al hotel, diez o quince minutos más tarde, estaba empapado de la cabeza a los pies, chorreando como un besugo y jadeando ruidosamente. Evité como pude la mirada del recepcionista y me dispuse a esperar la llegada del ascensor. Y entonces, al abrirse la puerta, lo primero que vi fue a Heaney mirando al frente con unos papeles y un libro en la mano. Y lo primero que vio Heaney fue a un huésped del hotel a punto de diluirse en un charco del piso. Me quedé inmóvil. Él frunció el ceño, sonrió con sus ojos achinados, extendió el dedo índice de la mano derecha y preguntó: ¿Chóodi? Yo asentí y dije a mi vez: ¿Séimus? Él entonces soltó una carcajada y dio un paso hacia adelante. Fue un segundo: vi que me daba una mano y que la otra, la que aferraba libro y papeles, se dejaba caer sobre mi hombro, como si quisiera reforzar el saludo con un gesto a medio camino del abrazo. Y ahí se quedó. Reprimí el instinto de retroceder para no llenarle de agua, y sólo atiné a murmurar: I think I’d better have a shower and change… Él soltó una segunda carcajada y dijo: I’ll wait for you in the bar. Y allá se fue, con una mancha de agua en sus papeles y secándose la mano en el bolsillo del pantalón. Tres segundos más tarde, mientras el ascensor echaba a andar, pensé que si la primera impresión es determinante, yo no lo habría hecho mejor ni ensayando.

*

madrid, febrero de 2009. Aún recuerdo cómo Heaney nos pidió, el primer día de su visita al Círculo de Bellas Artes, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Fue un buen ejemplo, un modelo indudable de lo que él mismo llamó «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de atención y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir, aunque dure unos minutos, aunque implique sólo unos versos o unas pocas imágenes aisladas.

*

avilés, abril de 2013. Al acabar su lectura en la Cúpula del Centro Niemeyer, subimos a la Torre donde está instalado el restaurante del cocinero Koldo Miranda. Allí la cena fue una sucesión de pequeños y suculentos platos de nueva cocina que Seamus y su esposa Marie iban celebrando de forma cada vez más entusiasta y sonora. Había sido un día agotador (entrevistas a medios, idas y venidas sin fin, más la lectura propiamente dicha), pero al terminar la cena quisieron saludar personalmente a los cocineros para felicitarlos. El taller de cocina tenía el aire intimidatorio de un laboratorio de bioquímica, pero Seamus no dudó en acercarse a la tarima donde seguían trabajando para darles las gracias y presenciar cómo elaboraban los postres del día siguiente. Había un deleite evidente en su rostro: no el del glotón, desde luego, sino el del artesano que disfruta con el proceso, que descubre en la atención reconcentrada de su colega un reflejo de su propia intimidad creativa. Esa misma tarde había confesado a una periodista que los años le habían permitido relajarse un poco y disfrutar con la escritura del poema. Y ese mismo saborear el momento es también lo que hizo demorarse en la cocina de Koldo, mirando con atención el trabajo de los marmitones, alargando la noche cuanto fuera posible. Al día siguiente, mientras desayunábamos, recordamos la visita a la cocina. Entonces se le escapó una sonrisa cómplice: No estaría mal poder comernos alguno de los postres de ayer. Y ahí sí, ahí estaba la avidez del que empieza con ganas una nueva jornada, como cuando en su viejo poema «Ostras» decía comerse «el día / a conciencia, para que su regusto / me llevara en volandas a ser verbo, puro verbo». Es así, con esa mirada de niño travieso, con los hombros temblando y contrayéndose de risa reprimida, como me gusta recordarlo ahora. Esa complicidad, sobre todo.

martes, enero 22, 2013

un centón para sergio gaspar



Willys de Castro. Torsión, 1958.  Colección Patricia Phelps de Cisneros


El pasado viernes 18 de enero, el Círculo de Bellas Artes de Madrid acogió el homenaje que escritores, colegas y amigos rendimos al editor Sergio Gaspar tras el cierre de DVD Ediciones. Sabedor de que mis colegas de mesa (mis queridos Eduardo Moga, Juan Manuel Macías, Manuel Rico y Javier Lostalé) glosarían con elegancia y precisión la trayectoria personal y profesional de Sergio –como así fue–, opté por salirme un poco por la tangente y escribir este centón o ristra donde aparecen, sin orden ni jerarquía, no pocos de los títulos de la colección de poesía y alguno de la de narrativa, más los títulos de los tres libros de poesía que Sergio ha publicado hasta hoy. No pretende ser otra cosa que un juego, aunque, como me ha escrito algún amigo, es una manera «de que los títulos homenajeen a su editorial, de que el catálogo cante en honor del catalogador». El juego, por lo demás, es también un intento de combatir esa melancolía que inspira siempre la desaparición de una realidad cercana, y más cuando se trata de una editorial que nos ha permitido respirar mejor, más anchamente, durante casi veinte años. Dan ganas de decir, como un viejo monárquico: DVD ha muerto, viva DVD.



Un centón para Sergio Gaspar y DVD Ediciones

Esta estancia en las afueras a la que ahora debemos renunciar, que cerramos con llave a regañadientes para que quede intacta a nuestras espaldas, tiene y no tiene autoría. La fueron haciendo, con la tenacidad del hombre constante, las horas y los labios, la voz que murmulla a las tres de la madrugada y ese adulto extranjero que ensaya, frente al espejo convexo, una pronunciación desconocida que quizá sea su autorretrato más genuino, pues al fin y al cabo sabemos bien que yo es otro, se llame Aben Razín o Rengo Wrongo. Es el mismo adulto que, navegando a solas por la habitación, ha llegado a convertirse alguna vez, sin poder evitarlo, en el invitado incómodo de sí mismo.

En esta estancia todo guarda una rara coherencia, como si la viéramos con una lente de gran angular: paredes color cobalto, un lucernario, un muro con inscripciones que reproduce, en miniatura, algunas pintadas del muro de Berlín, un tablero de corcho con el mapa de América, fotos de los dos en la playa, ella con su primer bikini, un retrato de familia en el invernadero de nieve con el gato que sólo quería a HarryFormas débiles que vacilan en la penumbra, que la piel del vigilante rozó apenas al salir con prisa y que parecen, de lejos, un escenario con las pruebas del delito.

Detrás de una puerta hay otra estancia, que es la misma mitad de la anterior. En su sombrío armario hay un espejo negro y allí, a la luz de un fósforo astillado, tan fino y tenue que parece el hilo de nadie, podemos ver las máscaras que ha colgado de una percha el hombre que salió de la tarta, las hormigas sin sombra que corren por la esquinera, papeles casi subterráneos con el borrador de tres poemas, el dinero que cogerá de la mesa, de un manotazo, el que desordena, antes de contemplar, desplegado frente a él, el fin de semana perdido en un ejercicio triunfante de porno ficción. El mismo que, tras pasar la noche en blanco, sin licencia ni límite, revela en la pantalla su carne de píxel.

Ahora todo se ha fundido en negro y la lengua se ha vuelto ciega, pero no hay cuidado. Esa estancia vivirá impresa en la memoria de los lectores, del huésped panorámico que somos todos al leer. Los que, por más señas, de tanto vadear ríos y no hacer pie aprendimos a medir el peso de los puentes y la tara que soportan. Los que sabemos cómo perder y terminar el día con el barro en la mirada. Los que combatimos la falta de lectura con poemas a la hora de comer y escribimos en nuestra vigilia breves historias de la sombra. Los que observamos, con ojos de entomólogo, la lenta construcción de la palabra, y a ratos perdidos vamos dando forma a nuestro vitral de voz.

No haya, pues, golpes en el pecho (feroces o no) ni heridos graves. No echemos leña al fuego. El mundo no se acaba, ciertamente, aunque se nos haga un poco más pequeño, más hostil. No es la última noche de la tierra ni la destrucción de la mañana. Sólo una nueva revisión de la naturaleza, ley de vida. No hay que hacer ninguna autopsia. Poetry is not Dead. La poesía, que son los nombres del tiempo, que es el diario de la luz, que es amor tirano.

Hace triste, eso sí. Nos esperan, desde ahora –huyendo de las invasiones, esas que recoge el libro de las catástrofes donde nuestros hijos aprenderán a leer–, el cielo sin mácula, la errancia a campo abierto bajo un sol de sal, el tránsito hacia un país lejano y sus fronteras de niebla, sus montañas de niebla, el bosque lácteo de la noche donde brilla el hierro de la luna, la estrella que señala el norte magnético sobre las tiendas de fieltro.

El camino es largo, da vueltas y revueltas mientras en el cielo de Mercia se levanta, sorda y remota, la tormenta. Alguien dice: ¿Estás seguro de que no nos siguen? Otro duerme, intranquilo, el sueño del monóxido. Un tercero dibuja pequeños círculos en la tierra. El cuarto pregunta: ¿Dónde? Un quinto susurra para sus adentros: Dime qué.

Heredemos la sabiduría de las brujas. Cultivemos la astucia del vacío. Persistamos en la adoración, de todo y de todos, de nada o de nadie. Escuchemos la corriente subterránea del mundo. Escribamos, en fin, apuntes para un futuro manifiesto.

Después de todo, lo que queda es esto, todo esto.


leído en el Círculo de Bellas Artes el 18 de enero de 2013