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miércoles, julio 10, 2019

el otro mundo


También para quienes vivimos en la ciudad, el verano es la estación de los insectos: dejamos la ventana abierta y tarde o temprano se nos cuelan moscas, mosquitos; las hormigas brotan como por ensalmo de la tierra de macetas y jardineras y la silueta de una araña aparece en el blanco esmaltado de la bañera; va uno por la calle de noche y las cucarachas infestan las aceras en las inmediaciones de fuentes y bocas de alcantarilla… Esta tarde, mientras el cielo se oscurecía con nubes de tormenta y agua pesada, arenosa, volví a ver las alúas u hormigas aladas que salen a fundar nuevos hormigueros: un recuerdo de la infancia que venía a mí intacto, sin mella ni alteración. Sentimos la presencia de una mosca en casa porque los gatos se encogen y erizan y quedan como suspensos, sin atreverse a dar el salto fatal; son la prueba viviente de que la duda o la vacilación constantes –ese mirar hipnotizado a lo alto que es incapaz de rematar la faena– nos convierten en estatuas de nosotros mismos.

En uno de esos sueltos llenos de sugerencia que cultiva últimamente, el ensayista Iain Bamforth cita a Elias Canetti para recordarnos que los insectos son los verdaderos «proscritos», los «únicos seres vivos que matamos sin vergüenza ni reparo». Y añade:

Son lo que el escritor Georges Bataille denominó l’informe, una categoría del ser que carece por completo de derechos. Matar insectos que nos molestan es un reflejo casi universal, salvo quizá entre los jainas y otros grupos religiosos de la India.

Creo que Bamforth exagera un poco. Es verdad que los insectos habitan otro mundo que apenas si somos capaces de imaginar. Y que, cuando lo hacemos, como en esas historias de terror o fantasía que pueblan nuestros sueños de serie B (la araña con la que lucha el «increíble hombre menguante», el hombre-mosca de Kurt Neumann y David Cronenberg en La mosca, el personaje de Ella-Laraña en El señor de los anillos, las hormigas gigantes de ¡Ellas!), ese mundo se vuelve monstruoso y repugnante—hasta el punto de que solemos concebir al alien, al ser de otro mundo, con morfología y costumbres de insecto, o al menos de insecto cruzado de reptil, criando huevos o almacenando larvas viscosas y amenazantes… Escribí una vez que «la naturaleza, por lo general, consigna lo horrible al reino de lo diminuto» y que «ha sido [quizá] tarea del hombre ampliar la escala de lo horrible para atender a sus propios miedos». A eso se refiere el propio Bamforth cuando recuerda que las especulaciones futuristas de Lem «rebosan de insectos, a menudo ominosos y repulsivos». Por no hablar de la dimensión supuestamente «robótica» de sus acciones: seres incontables, casi infinitos, que cumplen su función en el ciclo de la vida y hacen lo que deben o se espera de ellos de manera mecánica, sin emoción. (Por eso mismo he dejado de lado, en este recuento, las series o películas de dibujos animados –Antz, La abeja maya–, que tienen más que ver con el afán del adulto contemporáneo de crear un mundo de colores vivos y amables para sus hijos, una fantasía moralizante).

Cualquiera que haya visto a una mosca darse de bruces con el cristal de la ventana sabe que los insectos también pueden expresar miedo y desesperación, por ejemplo. En todo caso, es verdad que nos mantenemos a una distancia prudente de ellos: nos los tocamos, o casi, tendemos a evitar toda intimidad con ellas salvo, tal vez, en la infancia, que es cuando más cerca vivimos de la tierra. No obstante, antes que matar una mosca que ha entrado en casa, prefiero perder cinco minutos animándola a que salga por la ventana abierta. Las arañas en la bañera son más complicadas, pero he renunciado, por piedad, al viejo recurso de ahogarlas con el chorro de la ducha. Un hormiguero está para que lo dejen en paz, y siempre me indignó esa compulsión de ciertos niños crueles de hacerlo arder o humear con un cigarrillo.

(Hablamos de Occidente, claro. En nuestro mundo urbano y aséptico parece que hasta los insectos se hayan domesticado ligeramente, y nos horroriza leer historias de avispas asiáticas que colonizan una granja o son capaces de provocar la muerte con su aguijón. Y hemos dejado de asociar la picadura del mosquito con la transmisión de enfermedades, salvo en el caso de la leishmaniosis en perros).

Quizá porque los insectos son eso «informe» de Bataille, lo radicalmente extranjero según Bamforth, es la poesía la que nos ha permitido cantarlos, alabarlos o simplemente dialogar con ellos. Ahí está, por ejemplo, la célebre pulga de John Donne, que es «el lecho nupcial y el templo» donde se «mezclan las dos sangres» de los amantes. Donne se recrea en sus analogías y llega al extremo de reprochar a su amada que haya aplastado a la pulga con sus dedos: «Cruel y rápida, ¿acaso enrojeciste / tus uñas con la sangre de inocentes? / ¿De qué puede esta pulga ser culpable / excepto de la sangre que te extrajo?» (la traducción es de Carlos Pujol).

Más cerca en el tiempo, Antonio Machado supo ver en las moscas a «familiares inevitables, golosas», «amigas» que, sin laborar como abejas ni brillar como mariposas, son capaces de acompañarnos y, por tanto, de evocar con su sola presencia las vueltas y revueltas de la vida. El poema es, además, una canción que es un diálogo: vosotras, moscas vulgares, etc. El trabajo en las colmenas y la vida de las abejas fueron un motivo de fascinación para Sylvia Plath en el verano de 1962, poco antes de su muerte. Y, todavía entre nosotros, José Corredor-Matheos ha escrito versos inequívocos:

Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar el universo…

El poeta es un espíritu franciscano que conoce las lecciones de Buda y percibe a cada paso, como en el poema de Guillén, la integridad del planeta. Yo mismo, con un ojo puesto en Donne, escribí hace quince años un poema en el que, saludando a un mosquito, me resignaba a ser despojado de esa ración de sangre –la dosis, más bien– que necesitaba para vivir: «Y volverás a alzarte por el aire / satisfecho y sin rumbo, algo borracho, / con un pico de sangre adormilada». Claro que una cosa es la idea y otra, muy distinta, el resultado final.        

Hay más ejemplos, y todos nos recuerdan que la poesía ha sido benigna y hasta atenta con estos «proscritos», como los llamó Canetti. Quizá –siguiendo al autor de La provincia del hombre y su idea de que la poesía es el «espacio de la metamorfosis» (ya la he citado en estas mismas páginas)– la razón estribe en que el poema nos permite convertir al insecto en otra cosa sin dejar de recoger o plasmar su presencia misma, su ajenidad. Nos permite darle una doble vida, por así decirlo. Y en esa segunda vida podemos deslizar algo de nosotros mismos sin los peligros a los que se exponía Jeff Goldblum en La mosca. La transferencia de ADN sólo tiene lugar en nuestra imaginación—que es, como casi siempre, la potencia que se rebela contra nuestros prejuicios o nuestras ideas preconcebidas. Esa idea, en este caso, no es sino la sospecha de Bamforth de que «nuestra decisión, hace mucho, de que los insectos resultaban incomprensibles [nos dio permiso] para dejar de pensar en ellos».

domingo, diciembre 02, 2018

tardío


Que un libro –y más si es de poemas– nunca termina de cerrarse es algo bastante frecuente y que muchos hemos aprendido a asumir con normalidad. Con el tiempo vamos retocando versos, tachando palabras o ajustando la puntuación o la sintaxis de ciertas frases; hasta surgen poemas cuyo lugar natural es justamente el libro ya editado. De ahí que ese paréntesis que suele abrirse entre la aceptación del poemario por parte de la editorial y su publicación final (que a menudo es de años) pueda ser muy útil para terminar de ajustar cada pieza o añadir alguna ocurrencia tardía.

Lo que nunca me había pasado, sin embargo, es encontrar la cita idónea de un libro dos años después de su aparición. Releyendo hace meses la vieja edición de Taurus de La provincia del hombre, de Canetti, me encontré con esta nota de 1966 (solo un año mayor que yo, por tanto): «No digas: ahí estuve yo. Di siempre: ahí no estuve nunca». Es más: el apunte –apenas un renglón en la página– iba subrayado doblemente a lápiz.

Está claro, al menos para mí, que esta frase tenía que estar rondando mi inconsciente cuando escribí el verso inicial de lo que sería «Suceso» (y que luego se convirtió en el título del libro): «No estábamos allí cuando ocurrió...». Pero ni la recordaba ni tampoco recuerdo haberla subrayado en su día, entiendo que buscando ayuda en mis peleas juveniles con el yo en la escritura. Lo que viene a confirmar, supongo, que las cosas nunca son del todo como uno las piensa. O que, de hecho, uno nunca está «ahí» donde se escribe el poema. Tenemos esa suerte.

miércoles, marzo 23, 2016

elias canetti / contra la muerte




Los apuntes de Elias Canetti se dieron a conocer en España en 1982 con la publicación de La provincia del hombre. Carnet de notas 1942-1972 en la colección de ensayo de la editorial Taurus. En el marco de una serie que dio a conocer libros de Adorno, Eliade, Ricoeur o Benjamin, este «carnet de notas» representaba una cierta anomalía. No se estaba ante un ensayo ni un estudio sistemático, ni siquiera ante un compendio más o menos coherente de piezas sueltas, sino ante un enjambre de apuntes, ocurrencias, notas de lectura y aforismos ordenados cronológicamente que, para colmo, se presentaba como subproducto de una obra mayor (Masa y poder, 1960) cuya primera edición española había pasado desapercibida (Métodos vivientes, Barcelona, 1977). El libro, pues, tenía un aire testamentario que no hacía sospechar que era el primer capítulo de un proyecto más vasto (en el volumen de las Obras completas dedicado a sus Apuntes, La provincia del hombre ocupa un tercio del total). A lo que contribuía el que su autor no dudara en pronunciarse a menudo ex cátedra, con la autoridad que le otorgaba una vida de intensa actividad intelectual.


Quizá lo más anómalo de esa autoridad es que provenía de alguien que se negaba a definirse como filósofo –antes bien, que decía «desconfiar» de los filósofos, digamos, profesionales– o como experto en ninguna de las ramas del saber humanístico. No, Canetti insistía en definirse como un autor de ficciones que había dedicado treinta años a un proyecto titánico: el estudio de la masa como fenómeno ligado a las estructuras de poder y los órdenes sociales. El resultado era un libro desigual, de naturaleza poco académica, que procedía más por el principio de analogía que por el de síntesis, que gustaba más de la anécdota significativa que de la lógica de la argumentación.


Canetti se concibe también como un ensayista puro, empeñado en no dar nada por sabido, jugando a ser un poco el buen salvaje que prefiere hacerse preguntas ingenuas antes que dar por cierto un argumento de autoridad. Por no hablar de la repugnancia que le inspira el cientificismo y cualquier forma de pensamiento dogmático. Su único capital es la curiosidad, la tensión intelectual, su afinidad electiva y una inmensa capacidad para leer y activar con la imaginación la secreta red de correspondencias que rige el mundo. Por ahí se entiende la importancia del mito en su trabajo: el mito como pensamiento originario, como realidad que atrae y repele a la vez las interpretaciones, que genera una plétora de discursos incapaces de agotarlo o de iluminarlo por completo.


Donde Canetti se siente a gusto es en entornos fallidos o incompletos, en el espacio que abren proyectos hiperbólicos como el suyo propio; en este sentido, es un hijo más de Nietzsche, cuya luz recibe mediante el prisma interpuesto, entre otros, por Kraus, Musil o los expresionistas. Lo asistemático alienta también en los relatos de los pueblos primitivos –vivero de incitaciones que encapsulan toda el vigor del pensamiento mítico– o en libros raros como las Vidas breves de John Aubrey, el diario de Hebbel y Specimens of Bush Folklore de los lingüistas Bleek y Lloyd. Hay en él, lector omnívoro, un recelo visceral de la pedantería libresca, de toda forma de afectación destinada a reducir la importancia formativa de la experiencia vital. Y aquí su enemigo explícito es Borges, a quien llama «sus antípodas»: «No me gusta nada Borges. No choca con piedra. La reblandece». De nuevo emerge su vena de buen salvaje que desconfía del intelecto puro y cree ver en sus edificios conceptuales un espejismo. Parece que vislumbraba con claridad –y temía, con una mezcla de espanto y de desdén– el fondo nihilista y disolvente que anida tras la máscara de las ficciones borgesianas.


En sus apuntes, Canetti convierte de manera explícita el odio a la formalización y los sistemas cerrados en odio a la muerte. En rigor, no hay diferencia: el sistema y la muerte son manifestaciones de un mismo fenómeno («Nada hay más horrible que la unicidad. ¡Oh, cómo se engañan todos esos supervivientes!»). Tan pronto trazamos límites o cerramos fronteras, reconocemos la existencia de la muerte y su derecho a actuar sobre nosotros, esto es, a cerrar la frontera de nuestras vidas. El afán de sistematización no es sino deseo de servir a la muerte, despojándola de sus atributos más horrendos, convirtiéndola en un accidente más de la existencia, algo natural y esperado. Se entiende así que dedicara más de treinta años a su estudio de la masa: la magnitud del proyecto impedía un final inmediato y actuaba, en cierto modo, como un seguro de vida. Su resistencia a formalizar datos y extraer conclusiones actúa como razón y fuerza motriz de la existencia: cerrar el libro es rendirse ante la muerte.


La existencia ideal se basa en la agregación. El mapa de los apuntes se asemeja a un racimo o una constelación: todo le rodea, todo excita su curiosidad, todo lo aparta de sí… pero para verlo mejor. Busca la amplitud, la diversidad, pero una diversidad en la que cada elemento se muestre entero, irreducible, sin maquillajes ni artificios. Lo que quiere son frases sencillas pero a la vez duras como pedernales, enigmáticas. Mientras se mantengan a distancia unas de otras, hay esperanza; mientras graviten a nuestro alrededor, la muerte no podrá romper el cerco. Cada frase es un ladrillo en el muro alzado contra la muerte: no sólo ofrecen una resistencia casi obsesiva a ser interpretadas o incluidas en un marco formal que lime sus aristas, sino que el autor vive su distancia de ellas como un retraso forzado del final y, por tanto, como vigilia o motivo de tensión: «Todo lo inacabado era mejor. Te mantenía en vilo y descontento».


Canetti se aparta de manera visible de las vetas centrales del aforismo, signadas bien por un tono sentencioso y cercano a la máxima, bien por el ingenio mordaz, el jeu d’esprit y la observación costumbrista. Esto se aplica no sólo a la tradición francesa –de la que sólo parece salvar a Joubert–, sino a escritores centrales en su formación como Lichtenberg y Stendhal. De Lichtenberg, en concreto, aprecia la sequedad irónica, la dureza de las frases (en las que se «choca con piedra»), su capacidad para juzgarse con la misma impiedad con que mira el mundo. Pero en Lichtenberg las frases, siendo partes de una totalidad conjetural, son autónomas y están completas, contienen las claves que permiten comprenderlas y ponerlas en relación con el mundo al que apostillan. Litchtenberg no amaga: no amenaza con un golpe para luego retirar la mano. En Canetti, en cambio, abunda no sólo la frase incompleta, que amaga un sentido elusivo, sino también la gestualidad pura y dura, esto es: la declaración de intenciones, el brindis al sol, la simple enunciación de un deseo. Sí, los carnets incluyen apuntes muy diversos (notas de lectura más o menos detallada de obras clásicas; mini-cuentos o fábulas truncadas; pequeñas observaciones de este o aquel personaje, convertido en categoría), pero su clave musical es el autor hablando consigo mismo, aplaudiéndose o increpándose, ordenándose decir tal cosa, dirigiendo el movimiento de su conciencia y su deseo. Esta clave se hace más audible conforme pasan los años, acompañada de un gusto creciente por la brevedad y la expresión trunca. El impulso autoexhortativo se alía con una gestualidad que suele complacerse en la mera exposición, frases breves o sintagmas nominales que refieren una realidad desnuda de contexto y desarrollo: «Inventar cosas de poca monta»; «Beneficios de la conciencia»; «Ilusiones como olores»; «Seres vivos hechos de juramentos», etc.


Canetti convierte la nota en un género volitivo: su ser es un querer ser, un acto de fe; y también un movimiento simultáneo de repliegue y de búsqueda del lector, a quien se ignora y se requiere para que complete la propuesta de sentido del texto. Este movimiento alcanza su paroxismo en el libro póstumo Libro de los muertos (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010), summa de las notas, fragmentos y aforismos que escribió sobre y contra la muerte y que leemos, en gran parte, como una acumulación reiterativa de frases en las que se limita a exponer o constatar ese odio. Cierto es –siendo justos– que hay un intento accidental de revisar la noción de la muerte en la Biblia y la mitología grecolatina, en ciertas tragedias clásicas, en la configuración del pensamiento cristiano y nuestro modo de contar(nos) la Historia. Pero tan cierto es que nada dice sobre asuntos como la muerte digna, el dolor y la enfermedad terminal, la indignidad de la agonía y la aflicción de la carne, en absoluto marginales para un repensar contemporáneo de la muerte. Las notas de este Libro de los muertos son momentos de un diálogo continuo consigo mismo en el que su autor se exhorta a seguir y se reafirma en la necesidad de un libro semejante. A veces duda, pero sólo para rehacerse de inmediato: «¿Aún más parloteo? ¿Para qué? ¿Consuelo?». Y luego: «Rechazar a la muerte (rechazar la declaración)»; «Más simulaciones. ¿Salvaciones? Ninguna». Y al fin: «Podría ser que nada cuente, excepto tu convicción. // Podría ser que estés destinado a ser verdugo de la muerte y nada más. // Por eso callas durante tanto tiempo: porque no hay nada más que estés destinado a decir».


La dimensión de brindis al sol se vuelve omnipresente y despierta el fantasma de la megalomanía; se llega al extremo de condenar por «abominables» todos los intentos del pensamiento por reconciliarnos con la idea de nuestra muerte inevitable, que configuran una de las vetas más poderosas de nuestra propia tradición intelectual. ¿Es que Canetti pretende decirnos que basta con negar a la muerte, que basta con que él niegue a la muerte, para exorcizar su influjo? Desde luego, tomada en sentido lato, esta pretensión se nos antoja ridícula; pero en sentido figurado, leída a la luz del pensamiento mítico tan querido por él, se vuelve más fértil: el libro como un elenco de enigmas que inducen a la reflexión –y la identificación– imaginativa, pero que a la vez se sustraen a la tarea disgregadora de la razón crítica. Es decir, que se sustraen expresamente a la labor del tiempo: para nuestro autor, lo deseable es que cada una de sus frases tenga la opacidad y la capacidad de sugerencia de un petroglifo.


La lectura de Libro de los muertos arroja, en fin, una curiosa luz retrospectiva sobre la totalidad de los apuntes; nos permite entenderlos mejor y discriminar su calidad genuina. Pero sobre todo aclara el peculiar modo de modernidad de esta escritura: un querer ser, una proyección de futuro que es a la vez huella fósil, un eco del origen que solo siendo hipérbole se ve capaz de proyectarse sobre el presente.

  
Publicado en la revista Quimera, núm. 388, marzo de 2016, pp. 21-23.





jueves, mayo 07, 2009

elias canetti / figuras en la pared



En una de las secciones iniciales de Historia de una vida, la correspondiente a su breve estancia infantil en Manchester, Elias Canetti (Rustschuk, 1905-Ginebra, 1994) preludia el descubrimiento de los libros, asociados desde un primer instante a los comentarios y enseñanzas de su padre, con el relato de su trato con la gente del «empapelado», en realidad «numerosos círculos oscuros» que tapizan las paredes y que el niño de seis años convierte de inmediato en interlocutores de sus fantasías. Estos círculos, afirma Canetti en una suerte de eco de «The Yellow Wallpaper», el famoso relato de Charlotte Perkins Gilman, «me parecían personajes. Inventaba historias en las que estos aparecían, por una parte yo se las contaba, por otra ellos actuaban en ellas». Lo curioso de estas líneas no es la anécdota en sí, bastante común a muchas infancias, sino el modo en que Canetti parece describir por adelantado el talante que domina el libro y que gobierna su relación con los diversos personajes que lo recorren: «Solo recuerdo que incitaba a los personajes del papel a realizar grandes hazañas, y cuando ellos se negaban les hacía sentir mi desprecio. Los animaba, los increpaba, y como yo siempre tenía un poco de miedo cuando estaba solo, les reprochaba a ellos ser unos cobardes».
Como la obra de creación que es (creación desde la memoria, o mejor: creación de la memoria), Historia de una vida ofrece las claves que permiten interpretarla. El recuerdo del empapelado enlaza con el gusto del escritor maduro por la caricatura hiperbólica y la reducción del personaje a un rasgo que lo envuelve y define. Se trata, en el fondo, de la misma operación: si el niño crea una persona a partir de un círculo, el escritor desvela el trazo definitorio y reconstruye con él al personaje. Así, Hermann Broch es descrito como «un pájaro grande y hermoso, pero con las alas cortadas», que parecía recordar «los tiempos en que aún podía volar». El escultor Fritz Wotruba, al que llama su «hermano gemelo», aparece golpeando «diariamente contra la piedra más dura», como trasunto de la propia agresividad que Canetti había aprendido de Karl Kraus. El compositor Hermann Scherchen le proporciona un modelo químicamente puro de la figura del «dictador», objeto de un estudio que pasa de la antipatía inicial a un respeto casi afectuoso. El breve encuentro con Joyce, que tuvo lugar en Zurich en el transcurso de una lectura pública de La comedia de la vanidad, se reduce a consignar la extraña frase («Yo me afeito con navaja ¡y sin espejo!») con que Joyce reaccionó a la prohibición de los espejos que era el motivo central de la obra. Canetti obtiene un indudable placer de estas caricaturas, que asigna incluso a sus maestros en el oficio: la visita a Berlín en 1928 es ocasión para que George Grosz comparezca como uno de sus propios personajes, «colorado, borracho, en un estado de excitación incontrolable» mientras persigue a una poeta amiga. El gusto por lo grotesco se extiende también a su retrato de Bertolt Brecht, escrito con una mezcla ambigua de respeto y animadversión: ni siquiera la sorpresa de ver a su idolatrado Karl Kraus a la mesa de Bretch suaviza su antipatía por el hombre. […]

Podéis leer el resto del ensayo en el número 28 de la revista mexicana Fractal, aquí.

domingo, diciembre 28, 2008

convergencias


Me pregunto si entre aquellos que construyen su holgada, segura y rectilínea vida académica sobre la de un escritor que vivió inmerso en la miseria y la desesperación, habrá uno solo que se avergüence.

Elias Canetti, La provincia del hombre, nota de 1967

Los eruditos

Calvas cabezas olvidadas de sus pecados,
viejas, doctas y calvas cabezas respetables
editan y comentan las estrofas
que jóvenes poetas, echados en sus camas,
rimaron con amor desesperado
halagando el oído ignorante de la belleza.

Todos bajan la voz y tosen tinta;
todos gastan la alfombra con sus pasos;
todos conocen al vecino de su vecino
y piensan lo que piensa el otro.
Oh Señor, ¿qué dirían
si su Catulo caminara así?

W. B. Yeats, Los cisnes salvajes de Coole (1917), trad. J.D.