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miércoles, diciembre 22, 2010

d. h. lawrence / poema

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Somos los transmisores

Mientras vivimos somos transmisores de vida.
Y cuando no logramos transmitir vida, la vida
ya no logra fluir a través de nosotros.

Es parte del misterio del sexo, es un flujo que avanza.
Las gentes asexuadas jamás transmiten nada.

Y cuando al trabajar logramos transmitir vida a nuestro trabajo,
la vida, ya más vida, corre a nosotros para compensarnos,
para estar preparada
y ondeamos vivientes a través de los días.

Ya sea una mujer haciendo un pastel de manzana
o un hombre un taburete,
si la vida penetra en el pastel, bueno será el pastel
y bueno el taburete,
contenta estará ella, ondeando de vida fresca,
contento estará él.

Da y te será dado,
ésta es aún la verdad de la vida.
Pero dar vida no es tan fácil.
No significa dispensarla a cualquier necio
ni dejar que los muertos vivientes te devoren.
Significa encender el principio de vida allí donde no estaba,
incluso si es tan sólo en la blancura de un pañuelo recién lavado.

Trad. J. D.


Confieso mi debilidad por los poemas de D. H Lawrence (1885-1930). Sé bien que muchos de ellos están malogrados en parte o del todo por la prisa, la impericia técnica y cierto didactismo del que tiene muy claro lo que quiere decir y no pierde el tiempo en formulismos ni reglas de etiqueta. Fuera de las espléndidas piezas que dedicó a plantas y animales (como ese «Gato montés» que publiqué en esta bitácora hace año y medio), el verso es uno de los medios preferidos por Lawrence para divulgar de manera más o menos explícita su credo vital y literario. Así, por ejemplo, las reflexiones y ortigas epigramáticas que le ocuparon hacia el final de su vida y en las que volcó todo el odio y la ironía furiosa que había acumulado contra el establishment cultural de su país, lleno de reprimidos bienpensantes y críticos con almas de burócrata…

Supongo que es precisamente este sentimiento (intuitivo, casi infantil) de rebeldía el que me hace simpáticos los poemas de Lawrence. Pueden estar mejor o peor hechos técnicamente, pero siempre están vivos, tienen fuerza, rebullen y patalean como niños impacientes. Y nada de lo que dicen sobra, sino que exige ser escuchado y pensado y hasta memorizado como un aviso a navegantes. Así este poema, «We Are Transmitters» («Somos los transmisores»), que pertenece a Pansies (1929), su penúltimo libro publicado en vida, y que traduje (el poema, no el libro) hace como cuatro o cinco años mientras releía Hijos y amantes, una de sus novelas que más me acompañan. No se me ocurre mejor mensaje para estas fiestas, para este nuevo final de año, que esta invitación a «transmitir vida», este llamamiento urgente a dar («Da y te será dado, / ésta es aún la verdad de la vida») que me recuerda una frase de una entrevista a Alberto García-Alix: «Artista es el que da». Según este lema, tenemos el deber de ser un poco artistas en nuestra vida, cuidar de los detalles y volcarnos en cada mínima cosa que hacemos. Todo un señor programa, en efecto, aunque rara vez podamos o sepamos cumplirlo. Supongo, al menos, que basta con tenerlo en cuenta o no perderlo de vista mientras avanzamos por el laberinto de los días. Lawrence lo formula con versos claros y rotundos que hacia el final me recuerdan aquella idea liberadora de William Blake:

No premio al enemigo con gestos generosos. […]
Quien con el enemigo es generoso
promueve sus asuntos, y se vuelve
enemigo y traidor de sus amigos.

Esto es, no basta con dar: también hay que saber a quién se da, dejar fuera del reparto al «enemigo» o al «muerto viviente», como lo llama Lawrence. Aquí no hay buenismos ingenuos ni incitaciones a poner la otra mejilla, sino puro y simple control de fuerzas, que el camino es largo (cada vez más, aunque se acorte) y no conviene malograrlo con gente de poco fiar. Lawrence (y Blake) lo sabían mejor que nadie, precisamente porque eran reos de entusiasmos episódicos que los agitaban en todas direcciones y les llevaban a creer en esto o aquello casi a su pesar. En ambos, la fe en la vida fue siempre más fuerte que el diente de roedor del escepticismo.

En fin, lo dicho. Muy felices fiestas a todos, y que sigamos mucho tiempo al abrigo del árbol de la vida.


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viernes, junio 05, 2009

lawrence / gato montés

Más conocido por sus novelas, D. H. Lawrence (1885-1930) fue sin embargo un poeta de enorme altura: sus poemas sobre animales y plantas, en especial los que escribió durante sus estancias en Italia y Nuevo México, marcaron una ruptura casi total con la poesía de sus contemporáneos y fueron muy importantes, décadas más tarde, para ciertos escritores de posguerra como Ted Hughes, Peter Redgrove o la misma Sylvia Plath, que hallaron en ellos una alternativa sugerente al formalismo rítimo y prosódico de la vanguardia poundiana, por un lado, y a los estrechos y hasta asfixiantes horizontes de Larkin & co., por otro. En esos poemas ensaya un verso libre, muy flexible y sutil, que replica sobre la página no sólo el movimiento o la naturaleza de aquello que retrata, sino también el proceso mismo por el que llega a percibirlo. Es verdad que fue un poeta irregular, y que muchos textos, sobre todo hacia el final de su vida, se resienten de su tendencia a pontificar sobre lo divino y lo humano: hay un exceso, más que de ideas, de ideología, y el poema se despeña con frecuencia por los terraplenes del panfleto y la declaración de buenas intenciones.

Sin embargo, poemas como «Snake» o este «Mountain-Lion» [Gato montés] tienen una frescura y un vigor admirables; y una capacidad para apresar la intensidad del instante y celebrar la fuerza de la existencia, de lo que está vivo y nos interpela desde su otredad, su diferencia, que sólo alguien como Ted Hughes ha sido capaz de replicar, aunque Hughes es más oscuro y pesimista. Quizá sobra, hacia el final, esa declaración de misantropía feroz que le lleva a despreciar con ingenuidad la vida de los hombres, pero las palabras que dedica al animal están llenas de empatía, de temblor y de temor reverente, eso que en inglés se llama «awe» y que tanta escritura contemporánea parece haber perdido.

Iré publicando más poemas de Lawrence a lo largo del verano, en general más breves. Pero está bien empezar con este gato americano, este gato de palabras encendidas, tristemente abatido y sin embargo lleno de vida.


Gato montés

Trepando entre la nieve de enero, por el cañón del Lobo,
crecen oscuros los abetos, es azulado el bálsamo, suena el agua
   no helada, y la pista es visible aún.

¡Hombres!
¡Dos hombres!
¡Hombres! ¡El único animal que uno debe temer!

Vacilan.
Vacilamos.
Tienen un rifle.
No tenemos ninguno.

Luego avanzamos, para saludarnos.

Dos mexicanos, dos desconocidos, saliendo de la niebla y la penumbra
   y la profundidad del valle del Lobo.
¿Qué hacen aquí, en esta pista casi borrada?

¿Qué es lo que lleva encima?
Algo amarillo.
¿Un ciervo?

¿Qué tiene, amigo?—
León—

Sonríe tontamente, como si alguien le hubiera pillado en falta.
Y sonreímos tontamente, como si no entendiéramos.
Su oscuro rostro es apacible.

Es un gato montés.
Un fino y largo gato, amarillo como una leona.
Muerto.

Lo atrapó esta mañana, dice, sonriendo tontamente.

Levanta ahora su rostro,
su rostro ovalado y brillante, brillante como escarcha.
Su cabeza ovalada y elegante, con dos orejas muertas,
y rayas en la escarcha brillante de su rostro, finas y agudas rayas negras,
negras e intensas rayas en la escarcha brillante de su rostro.
Hermosos ojos muertos.

¡Hermoso es!

Ellos salen a cielo abierto;
nosotros descendemos a la sombra de Lobo.

Y encima de los árboles divisé su cubil, una oquedad
en el brillo cobrizo de las rocas salientes, una pequeña cueva
y huesos y ramitas, y una escalada peligrosa.

¡Ya nunca escalará esa senda, con la chispa amarilla de su largo ademán
   de gato de montaña!
¡Y su rostro rayado, brillante como escarcha, no dejará la sombra
   de la cueva entre las rocas encarnadas,
encima de los árboles que hay en la oscura boca del valle del Lobo!

Entonces miro atrás.
En dirección al filo del desierto, irreal como un sueño;
a la nieve en las cumbres de Sangre de Cristo, el hielo en las montañas
   de Picoris,
y cerca, al otro lado, en la cuesta nevada, verdes árboles, inmóviles
   entre la nieve, como adornos de Navidad.

Y pienso que en este vacío mundo había espacio para mí
   y un gato montés.
Y pienso que en el mundo, allá lejos, podríamos pasarnos fácilmente
   sin uno o dos millones de hombres
y no echarlos nunca de menos.
¡Pero qué hueco en el mundo, el pálido rostro de escarcha
   de aquel delgado y amarillo gato montés!

LOBO

Trad. J.D.

(Nota: las expresiones en cursiva están en español en el original.)