Mostrando entradas con la etiqueta t.s. eliot. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta t.s. eliot. Mostrar todas las entradas

viernes, abril 08, 2022

eliot y el año de la mayoría de edad


  

1922 fue siempre para T. S. Eliot –y para sus lectores– el año de La tierra baldía, pero también, como diría años después en un festschrift dedicado a Ernst Robert Curtius, «el comienzo de mi vida adulta». Y lo es porque ese mismo año Eliot terminó de poner los cimientos de su trabajo intelectual con la creación de la revista The Criterion, cuyo número inaugural, que vio la luz en octubre, contenía además el estreno del poema en letra impresa. Con la astucia que caracterizaría su labor editorial, Eliot cumplió así un doble cometido: por un lado, ir dejando atrás el estado de ánimo que había motivado La tierra baldía, ese fondo neurasténico que no dejó de afligirle durante los años de aprendizaje y ascenso en el competitivo mundo de las letras londinenses; por otro, abrirse a un mundo de relaciones «con hombres de letras en otros países del continente» y ayudar a la creación de la gran mente europea, capaz de reparar los destrozos no solo de la guerra, sino de una Paz cuyos graves defectos conocía bien por su labor en el departamento de cuentas extranjeras del banco Lloyds.

 

Tras pasar mes y medio en Lausana, en la clínica del doctor Vittoz, donde había recalado como último recurso para salir de su crisis física y mental, Eliot decidió volver a Londres. Eran los primeros días de 1922 y llevaba consigo el original de un largo poema polifónico cuyo origen se remontaba por lo menos al final de la guerra. Aunque el poema se nutría de muchos meses de escritura intermitente, la estancia en Lausana le permitió revisar el conjunto y escribir buena parte de su final. Dolencia y creación estaban, para Eliot, fuertemente unidos, y no era la primera vez que la enfermedad desataba su potencial creativo y le ayudaba a escribir libremente, con naturalidad (algo que percibimos de inmediato en «Lo que dijo el trueno»). Hizo una parada en París para recoger a Vivienne, su esposa, y de paso pedir consejo sobre el poema a Ezra Pound, el gran promotor de la vanguardia anglo-americana. Fue Pound, como sabemos, quien con su vigor característico redujo el material a la mitad, hasta dejarlo en los 433 versos que tiene ahora. Guiado por pautas no solo rítmicas, sino también tonales, de coherencia argumental y simbólica, Pound sacó la mena de un conjunto quizá lastrado por las querencias satíricas de su autor. El veredicto fue tajante: «La cosa fluye ahora desde Abril… hasta shantih sin interrupciones. Son 19 páginas, y digamos el poema mas largo de la lnngua inglesa. No trates de romper ninguna marca extendiéndolo tres páginas más». Todavía a finales de enero, Eliot dudaba si debía incluir el poema «Gerontion» como preludio y suprimir la breve sección IV (el poema de Flebas). Pound volvió a despejar sus dudas. Si admirable es el esfuerzo «obstétrico» del autor de los Cantos, no lo son menos la humildad y la inteligencia crítica de Eliot, muy consciente de las virtudes de Pound. «El mejor artesano» era también un perfecto conocedor de la vanguardia parisina y dio al material un aire cubista que enlazaba con la urgencia calidoscópica de Cocteau, Apollinaire o Dadá.

 

Todo 1922 estuvo atravesado por el esfuerzo de publicar La tierra baldía en buenas condiciones y por dar a la imprenta el primer número de The Criterion. Ambos empeños se hicieron uno muy pronto, cuando Eliot decidió incluir el poema en ese número inicial. Si la revista era un medio para proyectar el ideario intelectual de su director, dialogando así con revistas análogas como Revista de Occidente o La Nouvelle Revue Française, también podía ser la «traducción» en términos ensayísticos de su labor creativa. Como señala Robert Crawford, el poema apareció rodeado por artículos «con los que entraba en resonancia, estableciendo hábilmente un contexto lector que impulsaba y guiaba al lector» (entre ellos, uno de Valery Larbaud sobre el Ulises de Joyce, cuyo «método mítico» había buscado emular). La paradoja aquí es que, frente al pesimismo sintomático y casi terminal de La tierra baldía, The Criterion respondía de manera explícita a una etapa de esperanza en la cultura europea, marcada por la voluntad de intercambio y búsqueda de soluciones. Como recordaría Eliot más tarde, «ninguna diferencia ideológica envenenó nuestro debate; ninguna opresión política limitó nuestra libertad para comunicarnos». Publicar el poema en su propia revista fue el primer ladrillo en el muro que lo iba a separar de él sin remedio.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 18 de marzo de 2022.

 

 


 

lunes, marzo 08, 2021

ciudad irreal

 


Es un libro esbelto, de pequeño formato. La cubierta está un poco apagada por los bordes, pero la tinta azul del título (The Waste Land and Other Poems) resalta con elegancia sobre el fondo color salmón. Es la tercera impresión (1942) de una edición hecha originalmente dos años antes, al comienzo de la guerra. Lo compré en 1989 por libra y media en una librería de viejo de Liverpool y viajó en mi mochila durante las tres semanas de Interrail que nos separaban de casa. Su bajo precio (típico de la colección de Faber & Faber a la que pertenecía, Sesame Books) me hace pensar que fue una edición popular en la época, de la que sigue habiendo muchos ejemplares, y, en efecto, las páginas de respeto abundan en notas escolares hechas por su antiguo dueño. Yo también era o seguía siendo un estudiante, pero aquel librito no fue nunca una lectura obligatoria, sino la imagen misma de la poesía, su enseña más nítida. Y ahí recalaba cada poco no solo para aprender, sino para cobrar fuerzas y asentar mi vocación, que es como decir quién era o podía ser.

 

Ochenta páginas tan solo, pero ahí aparecen algunos de los poemas centrales de la modernidad: «The Love Song of J. Alfred Prufrock», «Gerontion», «Marina» y, claro está, «The Waste Land», esa tierra baldía y mítica que ha configurado nuestra forma de leer y comprender la ciudad del siglo XX. Concebido como una muestra de Collected Poems. 1909-1935, la selección –asumo que del propio Eliot– es impecable salvo por una tacha: falta «Los hombres huecos» y sobran las cuartetas de «Sweeney entre los ruiseñores», con ese sarcasmo forzado que no tarda en volverse contra su autor. Habría estado bien añadir «Rapsodia de una noche de viento» y «Retrato de una dama», pero no se puede tener todo. Para compensar, hacia el final se incluyen tres de los cinco «Paisajes» que Eliot escribió a principios de la década de 1930 y que tienen mucho de reverso pastoral y onírico de sus «Preludios» de juventud.

 

Ochenta páginas, sí, pero ahí está la poesía más alta del siglo, con permiso de Rilke, Lorca o Ajmátova («pero no hay competencia», como escribiría el mismo Eliot años después). Un estilo a la vez fragmentario y memorable, narrativo y gnómico, capaz de sintetizar una emoción o una idea en versos indelebles gracias al poder de esa imaginación auditiva que gobierna su creatividad. Pocos poetas han legado a sus lectores un arsenal tan opulento de imágenes y aforismos: «Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre la mesa» «Abril es el mes más cruel»; «He medido mi vida en cucharadas de café»; «Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur»; «un manojo de imágenes rotas donde el sol bate»; «te mostraré el miedo en un puñado de polvo»; «cada poema un epitafio»; «así termina el mundo / no con una explosión sino con un sollozo»… ¿Debo seguir?

 

Sin embargo, más allá de esta facilidad asombrosa para grabarse en nuestro recuerdo, la poesía de Eliot acoge las inquietudes centrales de su siglo y plasma una versión feroz y precisa, casi quirúrgica, de la carencia de centro y de convicción del sujeto moderno. Ahí comparecen la lucidez y sus hijos, Inacción y Hastío; la ciudad hormigueante de Baudelaire convertida en galería de espejos donde el yo se pierde sin remedio, escindido en mil reflejos; la Babel de lenguas y mitos originarios que conviven bajo el mismo techo celeste; el tiempo cíclico de la naturaleza y la fuerza destructiva del sexo, que nos obligan a morir y regenerarnos casi por decreto; el carro del progreso llevando en procesión al muñeco de trapo de la esterilidad y la ruina ecológica; y todo, en fin, envuelto en una fascinación amorosa por «las mil imágenes sórdidas / de que estaba constituida tu alma».

 

Cien años después de su aparición, la «Unreal City» de Eliot sigue siendo, en gran medida, nuestra ciudad. No hay forma de escapar de ella ni de conjurar su rara belleza. Y cada día que pasa vemos que las palabras que la erigieron se vuelven más reales, más palpables y ciertas, que la sombra de nuestros pasos desorientados.

 

[Publicado en la revista Quimera, núm. 445, enero 2021, págs. 20-21]

 




viernes, julio 26, 2019

t.s. eliot / east coker, 3





Ah lo oscuro lo oscuro lo oscuro. Todos fluyen hacia lo oscuro,
los vacíos espacios interestelares, lo vacío hacia el vacío,
capitanes, banqueros, eminentes hombres de letras,
generosos mecenas de las artes, estadistas y gobernantes,
ilustres funcionarios, presidentes de muchos comités,
señores de la industria y simples contratistas, hacia lo oscuro todos,
y oscuros Sol y Luna, y el almanaque de Gotha
y la Gaceta de la Bolsa, y el Directorio de directivos,
y frío el sentido, y perdido el motivo de la acción.
Y les seguimos todos al funeral callado,
el funeral de nadie, pues a nadie se entierra.
Estate quieta, le dije a mi alma, y deja que la oscuridad te anegue,
pues ha de ser la oscuridad de Dios. Igual que en un teatro
se apagan las luces y cambian el decorado
con un hueco rumor de bastidores, movimiento de lo oscuro en lo oscuro,
y sabemos que enrollan y recogen las colinas, los árboles,
el paisaje lejano y la altiva fachada,
o, cuando en el metro, un vagón se detiene en exceso entre estaciones
y la conversación se anima para aquietarse luego lentamente,
y vemos descender en cada rostro el vacío mental,
dejando a su paso el temor creciente a no tener ya nada en qué pensar;
o cuando hace su efecto la anestesia, y uno sigue consciente,
[aunque consciente de nada.
Estate quieta, le dije a mi alma, y espera sin esperanza
pues la esperanza sería esperanza de lo indebido; espera sin amor,
pues el amor sería amor de lo indebido; queda la fe, no obstante,
pero fe y amor y esperanza residen en la espera.
Espera sin pensar, pues no eres capaz de pensar aún:
y así la oscuridad será la luz, y la quietud el baile.
Murmullo de arroyuelos, y el fulgor del relámpago en invierno.
El tomillo invisible y la fresa silvestre,
la risa en el jardín, éxtasis no perdido
que resuena y requiere, marcando la agonía
de la muerte y el nacimiento.

Afirmas que repito
algo que ya he dicho. Lo diré otra vez.
¿Lo diré otra vez? Para venir allá,
para venir adonde estás, para salir de donde no estás,
   has de ir por donde no hay éxtasis.
Para venir a lo que no sabes
   has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no posees
   has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres
   has de ir por donde no eres.
Y lo que no sabes es lo único que sabes
y lo que posees es lo que no posees
y donde estás es donde no estás.


Trad. J.D. (2001) / el original, aquí.

sábado, julio 16, 2016

verano, descanso, eliot



 


Esta bitácora se toma un pequeño descanso por vacaciones. Volveremos, ella y yo, dentro de un mes por estas fechas. Ha sido un curso largo y riguroso y la cabeza, la verdad, no da para más. La rentrée del otoño se anuncia apasionante y con muchas novedades, pero es pronto para adelantar nada; y casi prefiero que el silencio de estas semanas me permita calibrar las piezas y ordenarlas a gusto.

Os dejo, eso sí, con la versión que hice el año pasado de «El entierro de los muertos», la célebre sección inicial de La tierra baldía de T.S. Eliot. Se incluye en Subir al origen, una antología didáctica y comentada de la poesía moderna occidental que ha preparado mi buen amigo el poeta José María Castrillón y que Ediciones Trea tiene previsto publicar el curso que viene. Creo que no estoy autorizado a decir más. Pero sé, porque he seguido de cerca su escritura, que será un libro importante. Y eso es todo de momento. Feliz verano.


el entierro de los muertos
(La tierra baldía, 1922)

Abril es el mes más cruel, exhumando
lilas de la tierra inerte, mezclando
memoria y deseo, removiendo sordas
raíces con lluvias de primavera.
El invierno nos dio refugio, cubriendo la tierra
de nieve olvidadiza, alimentando
una pequeña vida con tubérculos secos.
El verano nos sorprendió con una breve llovizna
cerca del Starnberger See; nos refugiamos en los soportales
y luego, ya con sol, salimos al Hofgarten,
y tomamos café, y charlamos largo rato.
Bin gar keine Russin, stamm’ aus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos niños, en casa del archiduque,
mi primo, él mismo me llevó en trineo.
Yo tenía miedo. Me dijo, Marie, Marie,
agárrate fuerte. Y nos fuimos cuesta abajo.
En las montañas se respira libertad.
Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur.

¿Cuáles son las raíces qué se aferran, qué ramas crecen
de esta escoria rocosa? Hijo de hombre,
tú no puedes decirlo, ni adivinarlo, pues conoces tan sólo
un manojo de imágenes rotas donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, y el grillo no consuela,
y el agua desertó la piedra seca. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja),
y te mostraré algo distinto
de tu sombra por la mañana siguiéndote a zancadas
o de tu sombra por la tarde alzándose hacia ti;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.
Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind
Wo weilest du?
«Me diste tus primeros jacintos hace un año;
me llamaron la niña de los jacintos».
…Pero cuando volvimos, tarde, del jardín de jacintos,
con tus brazos colmados y tu cabello húmedo, no pude
hablar, y me falló la vista, no estaba
vivo ni muerto, y quedé sin saber,
mirando al corazón de la luz, el silencio.
Oed’ und leer das Meer.

Madame Sosostris, célebre vidente,
estaba muy resfriada, se la tiene no obstante
por la mujer más sabia de Europa
con una vil baraja. He aquí su carta, dijo,
el Marino fenicio, el ahogado
(perlas son lo que fueron sus ojos. ¡Mire!),
y aquí está Belladona, Señora de las Rocas,
la dama de las situaciones.
Aquí va el Tres de Bastos y aquí la Rueda,
y aquí el mercader tuerto, y esta carta,
que está en blanco, es algo que lleva a sus espaldas
y no se me permite ver. No encuentro
al Colgado. Cuídese de la muerte por agua.
Veo grupos de gente que caminan en círculos.
Gracias. Si por algún casual ve a la señora Equitone
dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
toda prudencia es poca en estos tiempos.

Ciudad irreal,
bajo la niebla terrosa de un amanecer de invierno,
una multitud bañaba el Puente de Londres, tantos,
nunca pensé que la muerte hubiera deshecho a tantos.
Suspiros, intermitentes y fugaces, se exhalaban,
y cada figura iba mirando el suelo a sus pies.
Fluyeron colina arriba y King William Street abajo,
donde Saint Mary Woolnoth daba las horas
con un golpe mortecino en el toque de las nueve.
Allí vi a un conocido y lo detuve gritando: «¡Stetson,
tú que estuviste conmigo en la batalla de Milas!
Ese cuerpo que plantaste hace un año en tu jardín,
¿ha empezado a retoñar? ¿Echará flor este año?
¿O la helada repentina ha malogrado su lecho?
¡Ah, mantén lejos al Perro, que es amigo de los hombres,
o con uñas de sabueso volverá a desenterrarlo!
¡Tú, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère!».


Versión de Jordi Doce

viernes, julio 01, 2016

obama, lector de eliot



 © David Levine


En la primavera de 1983 Barack Obama era un joven estudiante de 22 años a punto de licenciarse en Ciencias Políticas por la Universidad de Columbia en Nueva York. Como cuenta David Maraniss en su biografía del futuro presidente de Estados Unidos, seguía escribiéndose con Alexandra McNear, su novia en la pequeña Universidad Occidental de Los Ángeles, donde había comenzado sus estudios. Cuando ella le comentó que debía hacer un trabajo sobre La tierra baldía de Eliot, Obama escribió lo siguiente:


Hace un año que no leo La tierra baldía, y nunca me molesté en consultar todas las notas. Pero me arriesgaré a hacer algunas afirmaciones: Eliot alberga la misma visión extática que fluye de Münzer a Yeats. Sin embargo, nunca deja de hacer pie en el orden o la realidad social de su tiempo. Enfrentado a lo que percibe como una elección entre caos extático y orden mecánico y sin vida, accede a mantener separada la pureza asexual de la cruel y salvaje realidad sexual. Y se enfrenta a ello con estoicismo. Lee su ensayo sobre «La tradición y el talento individual», así como Cuatro Cuartetos, donde se muestra menos preocupado por describir la agonía de Europa, para captar el sentido de lo que digo. Recuerda lo que te comenté de que existe cierta clase de conservadurismo que respeto más que el liberalismo burgués: Eliot pertenece a ese grupo. Por supuesto, la dicotomía que mantiene es reaccionaria, pero ello se debe a su hondo fatalismo, no a la ignorancia. (Contrástalo con Yeats o Pound, quienes, surgidos en el mismo entorno, optaron por apoyar a Hitler y Mussolini). Y este fatalismo nace de la relación entre fertilidad y muerte, que mencioné de pasada en mi última carta: la vida se alimenta de sí misma. Un fatalismo que a veces comparto con la tradición occidental. Pareces sorprendida por la ambivalencia irreconciliable de Eliot; ¿no compartes tú misma esa ambivalencia, Alex?


No está nada mal para un estudiante con problemas de identidad racial y ansioso por encontrar su lugar en el mundo. (Ya habría querido yo hablar así de Eliot a esa edad, con la misma finura, elogiando incluso su modalidad de pensamiento reaccionario marcado por un fatalismo que advierte el vínculo indestructible entre fertilidad y muerte, limitado también por una peculiar honestidad –un «estoicismo»– que le impide aceptar respuestas fáciles a preguntas complejas; aunque Obama, me parece, se equivoca al propinar ese codazo reduccionista a Pound y sobre todo a Yeats). Edward Mendelson, el gran biógrafo y crítico de Auden, cita este fragmento en un breve artículo publicado en The New York Review of Books y lo pone como ejemplo de lo que puede hacer la crítica literaria, o mejor dicho, de lo que debe hacer si quiere seguir siendo necesaria o pertinente:


Obama le pregunta a su amiga: «Pareces sorprendida por la ambivalencia irreconciliable de Eliot; ¿no compartes tú misma esa ambivalencia, Alex?». En vez de aislar a Eliot en una categoría social, étnica o sexual, en vez de oír en él la voz del error político o ideológico, Obama encuentra una honda ambivalencia que puede ser percibida por otros […]. Y en vez de afirmar que su amiga comparte esa ambivalencia, Obama le hace una pregunta retórica, porque nadie puede hablar con certeza de la vida interior de otra persona, aunque la empatía permita jugar a suponerlo. Después de situar a Eliot en su contexto histórico y literario, después de señalar lo que lo hace único, Obama concluye mostrando cómo puede hablarle a cualquier lector individual que esté dispuesto a escuchar. Esto es lo que la buena crítica literaria ha hecho siempre.


A Mendelson le inquieta que un futuro político comparta «con la tradición occidental» esa visión fatalista de la existencia. A mí me parece más bien saludable, aunque es posible que el joven Obama forzara un poco la nota existencialista para impresionar a su amiga; o que siguiera bajo la sombra de sus angustias adolescentes. Pero estoy con Mendelson en que lo importante de esa carta es lo que nos permite vislumbrar de la calidad de una mente en un momento temprano de su formación. Hasta cuando improvisa, el razonamiento crítico del estudiante de políticas procede por astucia y con una conciencia exacta del valor –privativo, irreducible– que tiene la gran poesía. Lejos de acercarse a La tierra baldía con apriorismos estéticos o ideológicos, el joven Obama llega al extremo de reconocer su aprecio por una clase de «conservadurismo» que mira de frente la cruz de la existencia, su reverso oscuro. Ese joven seguramente se definiría como «progresista», pero es capaz de comprender a quienes no creen en las promesas del optimismo humanista, esa idea de progreso infinito que no es otra cosa que la traducción a términos laicos o profanos de la parusía cristiana.

En realidad, es algo más –y más fundamental– que un ejercicio de comprensión. La lectura nos permite identificarnos con lo que leemos sin dejar de ser quiénes somos; es un desdoblamiento, un diálogo con ese reflejo de nosotros mismos que aparece al leer. Por eso decimos que la página es un espejo; pero ese espejo no borra ni cancela nuestro ser de carne y hueso, sino que convive con él, lo completa (de la misma manera que un espejo real nos permite no sólo acicalarnos, sino tener una idea mucho más precisa de nuestra apariencia física –que no siempre coincide, para bien o para mal, con la idea que tenemos de ella cuando no podemos ver nuestra imagen).

No sé si el exhibicionismo ególatra que preside nuestro tiempo ha podido influir en la conducta o las convicciones del actual presidente norteamericano, pero su joven avatar sabía que uno lee no tanto para conocerse a uno mismo –eso va de suyo, pero dicho así es como no decir nada– cuanto para conocer a los otros, incluidos esos otros que están en uno mismo. Incluidos adversarios y antagonistas. Incluidos contrarios y extremos (la fuerza del reconocimiento puede ser mayor en un entorno de desacuerdo). No es forzoso que uno se haga siempre la pregunta con que Obama cerró su carta: ¿no compartes tú lo mismo? Pero tengo la sensación, no del todo injustificada, de que podríamos recurrir a ella un poco más.

viernes, diciembre 13, 2013

700





Abrí esta bitácora en agosto de 2006. Siete años y cuatro meses más tarde, le toca el turno a la entrada número 700. Si hago promedio, significa que he colgado una entrada cada cuatro días, lo que no está mal para una página que nació casi a escondidas, con el solo propósito de compartir traducciones, aforismos, apuntes sobre esto o aquello… en fin, lo que surgiera. Por el camino se han ido creando sintonías, afectos, amistades incluso. Por el camino se han escrito al menos dos libros que no existirían sin la exigencia o mandato interno que encarna esta página. El contador indica que Perros en la playa tiene 300 seguidores, aunque asumo que muchos se habrán bajado en algún momento del viaje; treinta ya me parecerían muchos. Si eres de los que siguen visitando y leyendo esta página, acepta por favor mi agradecimiento. 

Dicen que la del blog es una moda que ha perdido fuelle y que no tardará en desaparecer. No sé. Para mí nunca ha sido una moda, sino un modo de ser más fiel al carácter disperso y diverso de la escritura, un reflejo bastante respetuoso del caos que impera en mi escritorio. Así que no es probable que lo deje en un futuro más o menos inmediato (lo que no quita para que me tome algún descanso de vez en cuando)... Mientras alimentar a la bestia no me condene a pasar hambre, aquí estaré.




Las palabras se mueven, la música se mueve
solo en el tiempo; pero lo que tan solo vive
solo puede morir. Tras hablar, las palabras
alcanzan el silencio. Solo por la forma, la pauta,
pueden palabra o música alcanzar
la quietud, como ahora un jarrón chino
se mueve eternamente en su quietud.
No la quietud del violín mientras la nota dura,
no aquella solamente, sino la coexistencia,
o digamos que el fin precede a su comienzo,
y que fin y comienzo estuvieron presentes
antes del comienzo y después del fin.
Y todo es siempre ahora. Las palabras se tensan,
se resquiebran y a veces rompen bajo la carga,
bajo el esfuerzo, escapan, resbalan y perecen,
la imprecisión las roe, no saben su lugar,
no saben estar quietas. Voces aullantes
que reprenden, se burlan o solo parlotean
no cesan de asaltarlas. La Palabra en el desierto
es atacada, sobre todo, por voces tentadoras,
la sombra sollozante en el baile funerario,
el sonoro lamento de la desolada quimera […]


T. S. Eliot, «Burnt Norton», V (fragmento)


trad. J.D.