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jueves, marzo 04, 2021

la mano abierta

 


 

Los protagonistas de esta fotografía son dos grandes poetas mayores. Digo mayores y no ancianos, y digo bien. José Ángel Valente estaba a punto de cumplir 71 años y Antonio Gamoneda, a su izquierda en la imagen, 69, edades que ahora nos parecen una extensión de la madurez, pero que en su caso ratificaban una vocación decidida de postrimería, la certeza de encarnar o estar asistiendo a un final de época. Una vocación, además, que se veía subrayada por el acecho de la enfermedad y la muerte. Valente se muestra aquí muy delgado, consumido casi por el cáncer de estómago que acabó con su vida. Gamoneda, siempre vital y enérgico a pesar de sus achaques, le confesaba meses antes, sin embargo, que «mi tensión arterial está ingobernable y esto no es poca cosa para quien tiene las carótidas reducidas a la mitad». Por suerte, esas carótidas siguen sirviendo bien a su dueño, pero la imagen nos recuerda que los poetas suelen aflorar a la conciencia pública en el tramo final de su ejecutoria, con la suerte de la obra ya echada.

 

No conocemos al autor de la foto. Sí el lugar y la fecha en que fue tomada, durante un encuentro de poetas y pensadores («Nostalgia de la ciudad, poesía y filosofía en la sociedad tecnológica») que se celebró en el salón de actos del Círculo de Lectores en Madrid el 7 de abril del año 2000, según nos informa la periodista Amelia Castilla en su nota de El País. Han pasado poco más de veinte años, pero ni el Círculo de Lectores ni su salón de actos (aquel espacio diáfano y legendario de la calle O’Donnell que gobernaba con puño de seda la gran Lola Ferreira) existen ya. Tampoco uno de los protagonistas. La fecha importa: esta fue la última aparición pública de Valente en Madrid antes de su muerte, que le sobrevino poco después, el 18 de julio de ese mismo año.

 

En la imagen es él, Valente, quien tiene la palabra, rubricando con la mano izquierda el aparte confidencial. El terno, impecable, le da un aire de alto magistrado. Gamoneda lo escucha con gesto a la vez atento y abstraído, una mezcla difícil que se materializa en los ojos entornados y la nariz respingona. Destaca el contraste entre corbatas, que el poeta de León corrige con el toque pensativo, casi profesoral, de sus gafas colgantes. Al fondo, en un discreto segundo plano, asoma un juvenil José Luis Pardo, otro de los participantes del coloquio junto con Miguel Morey, Tomás Segovia o Andrés Sánchez Robayna. Quizá Antonio recuerde el asunto de esa charla final, pero no quiero preguntarle. Mejor quedarse con el silencio locuaz de la escena, esa mano izquierda de Valente que «presenta, muestra, invita», como hace la doncella en el poema que dedicó en 1994 al San Jorge y el dragón de Uccello. Como si llevara algo escrito en la palma –un fragmento, nada, dos palabras– que al fin puede compartir con su interlocutor.

 

Esa mano abierta es también un foco de luz que alumbra desde abajo el rostro de los poetas y los reúne ante nosotros, sus lectores, cuando ya estaba claro que no habría otro encuentro. «Siento el crepúsculo en mis manos», consignó por esos años Gamoneda en Arden las pérdidas. Mes y medio después de que les hicieran esta foto, el 25 de mayo del 2000, Valente escribía su último poema, que es también una suerte de brevísimo epitafio que cierra en alto una obra de admirable coherencia: «Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo».

 

[Publicado en la revista Ínsula, 889-890, enero-febrero 2021, págs. 45-46]

 

 




sábado, marzo 07, 2020

hispanismes / ticontre





Febrero fue un mal mes para esta bitácora: las tareas editoriales se me acumularon y dispuse de poco tiempo para actualizarlo y darle la vida que a mí me gusta. Con todo, y aunque no me gusta convertirlo en un tablón de anuncios, han ido apareciendo en la red algunos trabajos de los que parece conveniente dar noticia.


El número 13 de la revista HispanismeS, editada por la Société de Hispanistes Français, está dedicado íntegramente a la poesía española contemporánea e incluye un amplio dossier –coordinado por las hispanistas francesas Laurence Breysse-Chanet y Laurie-Anne Laget– que recoge poemas y poéticas de autores de distintas generaciones: José Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Arcadio Pardo, Antonio Gamoneda, Clara Janés, Pere Gimferrer, Antonio Colinas, Olvido García Valdés, Jaime Siles, Miguel Casado, Juan Carlos Mestre, Blanca Andreu, Eli Tolaretxipi, Jordi Doce, Esther Ramón, María Ángeles Pérez López, Carmen Díaz-Maroto y Julio Prieto, así como artículos de Julio Neira, Juan José Lanz, Marie-Claire Zimmermann y José Teruel, entre otros. Se incluye también una extensa entrevista con Miguel Casado:

Se accede al número pulsando aquí, y cada sección o capítulo se puede descargar individualmente en PDF.


Por otro lado, acaba de ver la luz el nuevo número (que hace el número 12) de la revista académica Ticontre, editada por la universidad italiana de Trento, que incluye un amplio dossier sobre la obra de José Ángel Valente que he ayudado a coordinar con los profesores Pietro Taravacci y Julio Pérez-Ugena. Se titula «El sueño de la nada (a Valente en los noventa años de su nacimiento)» e incluye colaboraciones de Antonio Petre, Armando López Castro, Eva Valcárcel, Ángel Luis Prieto de Paula, Paul Cahill, Carlos Peinado Elliot, Stefano Pradel, Margarita García Candeira, Adrián Valenciano y José Luis Gómez Toré. Me parece, modestamente, que ha quedado muy bien.

Se puede leer en línea o también descargar en forma de PDF, aquí.

domingo, noviembre 04, 2018

josé ángel valente / los colores del sacrificio







San Jorge es apenas un niño
sobre un blanco caballo de cartón.

En el cielo azul pálido
hay una luna mínima, cortante,
y discurren distraídas las nubes.

La boca de la cueva se abre enorme,
apenas defendida por el dragón
con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.

Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.

La mujer, roja y verde
como el dragón, apenas
lo sujeta con una leve cuerda
que nada tensa.
                              Dócil, el animal
se presta al vencimiento.
La mano izquierda de ella
presenta, muestra, invita
a la entregada bestia.
                                        Mientras,
la prolongada lanza
del san Jorge inocente
perpetúa la oscura
penetración.

                                                 (Paolo Uccello) [1]


Incluido en el poemario póstumo Fragmentos de un libro futuro (2000), «[San Jorge…]» es un poema relativamente sencillo, descriptivo y hasta prosaico en algún tramo. Un poema que sigue de cerca muchos de los motivos del cuadro con el que enlaza desde su primer verso, y que la acotación final no hace sino confirmar: San Jorge y el dragón, óleo sobre lienzo de Paolo Uccello pintado hacia 1470 y conservado ahora en la National Gallery de Londres [2]. La descripción que hace el poeta es tan precisa que no cabe relacionarlo con una representación del mismo motivo que Uccello pintó unos diez años antes, entre 1456 y 1460, y que ahora se exhibe en el Museo Jacquemart-André de París. El tono suelto de algunas frases, su sintaxis enumerativa y el orden pausado con que cada estrofa se hace cargo de los elementos de la escena hacen pensar que quizá surgiera de alguna entrada de diario o de un cuaderno de viaje. Desde luego, se distingue netamente de otros ejercicios de écfrasis de Valente, y en concreto del otro poema de tema pictórico incluido en Fragmentos…, que es una lectura igualmente descriptiva pero bastante más densa y tensionada verbalmente del cuadro Der Lyriker [El poeta] de Egon Schiele; un poema en prosa en el que la adjetivación cobra desde el arranque mismo una fuerte dimensión connotativa.

Distinto es este poema, que parece surgir, como se acaba de apuntar, de unas líneas volanderas escritas en presencia del cuadro de Uccello. Lo indica el hecho de que la obra es leída siguiendo el sentido habitual de la percepción, de derecha a izquierda. Así, a pesar de la atracción indudable que la silueta herida del dragón ejerce en la mitad izquierda del lienzo, el poema se fija en la mitad contraria para centrarse en la figura de San Jorge, «apenas un niño / sobre un blanco caballo de cartón». Es una imagen amable, digna de un cuarto de juegos (reforzada, además, por su alusión al «[era un] niño que soñaba / un caballo de cartón» del célebre poema de Antonio Machado), que a su vez conlleva una fuerte dimensión teatral. Esto que vais a ver, se nos recuerda, es una puesta en escena, un cajón de marionetas que cobra vida cada vez que observamos el cuadro. Resulta curioso que Valente, que no solía dejar nada al azar, repita el adverbio «apenas» en las estrofas tercera y quinta: en un caso lo hace para matizar, poniéndolo en cuestión, el modo en que el dragón defiende su cueva; en el otro, lo que se califica es la forma en que la mujer «sujeta una leve cuerda / que nada tensa». De modo que San Jorge es, apenas; y tanto el dragón como la mujer que tiene secuestrada y que San Jorge ha venido presuntamente a salvar hacen, apenas. El desplazamiento no es sólo revelador, sino que enriquece sutilmente el efecto de la reiteración.

Sin entrar en un análisis detallado del poema, que se parecería demasiado a un comentario de texto escolar, sí cabe incidir en dos o tres aspectos que, a mi juicio, ayudan a comprender la poética de Valente en este tramo final de su obra. El poema, que parece discurrir algo distraídamente, como las nubes de la segunda estrofa, da un brinco en la siguiente con la mención a las alas de «encendidos colores / como el pavo real» que porta el dragón. Esta referencia explícita a los colores despierta uno de los nudos de sentido del conjunto: la íntima vecindad del rojo y el verde en las figuras del dragón y la mujer. Se rubrica así el carácter complementario de ambos protagonistas, la gravedad del vínculo que los une. No es casual, por lo demás, que la mención a estos dos colores suponga el afianzamiento de un patrón métrico que incluye, en última instancia, guiños aliterativos (tiñe tierno) y anafóricos (sangre roja / convencional la sangre):

con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.

Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.

Es justo decir que este primer brinco musical supone el ingreso en el poema de marcas de estilo que tensionan el lenguaje y lo llevan, primero con timidez y luego de manera decidida, al registro habitual de la poesía de Valente. Si el léxico de la primera mitad está muy pegado al cuadro –sus formas evidentes–, el de la segunda, sin dejar de ser fiel a la obra de Uccello, incorpora sustantivos, epítetos y hasta sintagmas nominales que todo lector de Valente reconoce al instante como suyos: «vencimiento», «entregada bestia», «prolongada lanza», «del San Jorge inocente», «oscura penetración». Por no citar de nuevo esa «leve cuerda / que nada tensa» que supone un breve descanso rítmico antes del asalto de los versos finales.

¿Qué pasa aquí, exactamente? Es como si el poema mismo fuera una preparación, un marco verbal que va cobrando fuerza y erizándose conforme avanzamos al centro del lienzo, disponiendo uno a uno los elementos con tensión creciente hasta llegar a la imagen –el instante– de la muerte del dragón, esa «oscura / penetración» que Uccello ha perpetuado para nosotros. Y ese sacrificio ritual que ahí se representa, y que Valente describe también para nosotros en el poema, nos dice algo sobre la relación entre naturaleza y cultura, selva selvaggia y sociedad. Que es también un decir sobre la naturaleza humana y la relación, en ella, entre imaginación y razón, ser y hacer, espera y búsqueda, pasividad y actividad… Nociones todas ellas que gravitan, como sabemos, sobre la forma en que Valente concebía la escritura y la creación poética, y que sondeó con lucidez en su escritura crítica. Bien es verdad que una cosa es la red de símbolos y correspondencias que parece haber creado el pintor y otra distinta la lectura adicional de nuestro poeta, que justificaría su interés o atracción por el cuadro.

Y al cuadro debemos volver. Los datos que hemos ido acopiando parecen sugerir que mujer y dragón, más que figuras complementarias, son dimensiones de una misma realidad espiritual o simbólica. Es la mujer la que, lejos de haber sido secuestrada por el dragón, ha logrado domesticar al monstruo y lo entrega, sumiso y «dócil» –así lo define el poeta–, a la lanza guerrera de San Jorge. El rojo y el verde de sus ropas son espejo y prolongación del rojo y verde del monstruo. La proporción se invierte en cada caso, y la abundancia de rojo en la mujer se refleja en los círculos rojos –los «ojos»– de las alas del dragón y el reguero de sangre que cae de sus fauces abiertas. A su vez, ese rojo es una extensión, lanza mediante, de la silla de montar de San Jorge: el joven caballero está sentado –casi literalmente– sobre un charco de sangre que preludia la sangre derramada en el combate. Así pues, a nuestra izquierda nos hallamos con una figura doble hecha de verde y rojo, que –como nos recuerda Cirlot en Diccionario de los símbolos– son los colores, por un lado, de la naturaleza, de «la fuerza creadora de la tierra», del suelo nutricio (el verde), y por otro, «de la actividad per se y de la sangre» (el rojo) [3]. Cabe leer esta dupla, simbólicamente, como una imagen del principio femenino que ha logrado amansar –reconciliarse con– su lado oscuro, ilimitado, ese vínculo feroz con la tierra, el fuego y los ciclos estacionales de germinación y muerte que le es propio. La mujer lleva al dragón atado con una cuerda que, como dice el poeta, «nada tensa»; en ese sentido, es justamente lo contrario de la «prolongada lanza», la dura lanza fálica que esgrime San Jorge.

Hay más, no obstante. Expone Cirlot, en una entrada dedicada específicamente al «Verdor vegetal», que «el eje cromático verde-azul (vegetación-cielo) es perfectamente naturalista y expone un sentimiento concorde con el sentido de estos colores y con el que emana de la contemplación de la naturaleza. En ese sentido es contrario al eje negro-blanco, o al blanco-rojo, de carácter alquímico, simbólico de procesos espirituales que “alejan” de la naturaleza» [4]. A esta luz, los dos ejes del cuadro –el vertical, hecho de verde y azul; y el horizontal, hecho de blanco y rojo sobre un fondo verde que, como aclara Cirlot, «domina en el arte cristiano por su valor de alianza entre […] grupos de colores» [5]– se corresponderían respectivamente con el plano de la naturaleza, lo dado, y con el plano de lo social y cultural, es decir, lo engendrado por la unión –en términos antropológicos– de mujer y hombre, de los principios femenino y masculino. Pero si esta lectura es correcta o al menos plausible, ¿quiere esto decir que la unión de mujer y hombre exige por fuerza el sacrificio del monstruo y el consiguiente derramamiento de sangre? Pregunta que también puede formularse así: si el dragón ya había sido amaestrado, domesticado por la mujer, ¿por qué San Jorge se empeña en clavarle la lanza ejecutora?




Demos un pequeño rodeo. John Fowles (1926-2005), novelista inglés contemporáneo de Valente conocido por sus novelas El coleccionista y La mujer del teniente francés, ambas llevadas al cine con cierto éxito comercial, publicó en 1974 una novela breve titulada La torre de ébano [6]. En ella, un joven crítico y pintor abstracto inglés viaja a una comarca de la Bretaña francesa para visitar a un venerable maestro pintor, Henry Breasley, sobre el que debe escribir una monografía. El viejo pintor resulta ser un bon vivant solitario, irascible y algo sátiro que odia la vieja Inglaterra, la abstracción geométrica y la hipocresía de las buenas maneras. Vive en un caserío en el resto de lo que fue el antiguo bosque mítico de Brocelianda con una joven colaboradora, Diana, de la que el joven crítico, como era de prever, se enamora casi al instante. Se establece así un triángulo de sospechas, secretos y celos mutuos que convierte al joven crítico en un nuevo San Jorge dispuesto a liberar a la doncella del yugo del dragón, personificado en Henry Breasley. El esquema se vuelve explícito en la versión televisiva de la novela, estrenada en 1984, donde Laurence Olivier se encarga de dar vida al viejo artista (en el que sería, por cierto, su último trabajo como actor) [7]. Una de las escenas culminantes del telefilme, que sin embargo no aparece en la novela original, es un encuentro entre los dos protagonistas masculinos en el que el joven crítico acusa directamente al pintor de tener «encadenada» a Diana. A lo que Breasley-Olivier, sin reprimir su desdén o su displicencia, responde con estas palabras:

Cuando vuelva a Londres, vaya a la National Gallery y busque el cuadro de San Jorge… Ahí está, el caballero con su armadura reluciente, cargando contra el pobre y viejo dragón y la princesa… Pero ¿sabe usted? La princesa lleva atado al dragón con una correa… Es su mascota, su compañero amaestrado, y llevan viviendo juntos y felices muchos años, ¿no lo ve? Vaya, vaya a verlo y pregúntese, ¿no es un poco ridículo San Jorge, no está actuando como un estúpido entrometido?




 
La pregunta de Breasley-Olivier confirma nuestras sospechas, que son en parte las del poema. El viejo artista se presenta a sí mismo en esa historia como el dragón ante la voluntad inexorable, abstractiva y en última instancia destructora de San Jorge, reivindicando la fuerza elemental –original y nutricia– de la tierra y el fuego (en la novela, Fowles insiste, no por azar, en que el color dominante en la paleta de su pintor es el verde). San Jorge, según su lectura, sería el símbolo del principio masculino embebido de sí, ciego a todo lo que no sea su empresa, incapaz de prever las consecuencias de sus actos, atento únicamente a su deseo de intervención en el mundo, del que se siente desligado y ajeno.

Valente, más ceñido al cuadro y quizá por ello más pesimista, nos muestra a una mujer que «presenta, muestra, invita» –verbos ambiguos que parecen denotar complicidad a la vez que la difuminan– y a un San Jorge «inocente» que parece reiterar el crimen por razones ajenas a su voluntad: él simplemente interpreta su papel en la función mítica. Es sintomático que el único elemento del lienzo que no comparece en el poema es el torbellino de nubes que parece empujar o dirigir, desde atrás, la lanza de San Jorge, y que tradicionalmente se ha entendido como una señal de la intervención divina. En el poema esa intervención brilla por su ausencia. En realidad, no es necesaria. Bastante maldición tiene el hombre, el «san Jorge inocente», al «perpetua[r] la oscura / penetración», la incursión guerrera que sella su condición de intruso y de recién llegado a un mundo que no comprende.

Valente, como el viejo pintor Breasley, parece decirnos que la fuente de la creatividad está en el dragón, el habitante de la cueva oscura, el bulto que se oculta en lo negro y dormita y espera y echa humo y cobra fuerzas antes de salir de nuevo al exterior. No otro, de hecho, es el sentido de un célebre texto de poética más o menos contemporáneo de «[San Jorge…]» que parece responder, desde su mismo título, «Cómo se pinta un dragón», a las preocupaciones que dramatiza el poema. Uno de los fragmentos más citados del conjunto, que es también el más extenso, funciona no sólo como poética sino como testimonio –moral, espiritual– o carta de creencia de una relación con la escritura y el arte que Breasley suscribiría sin vacilación:

La poesía no sólo no es comunicación; es, antes que nada […] incomunicación, cosa para andar en lo oculto, para echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, para encontrar un vacío secreto, para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se pueda cerrar desde dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el muro, y para estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos, sin que nadie aparezca, sin que nadie nos saque a la luz pública, desnudos e indefensos, nos saque y nos suplicie y nos repita la sorda letanía cotidiana, la letanía aciaga de la muerte. [8]

Ese era el ideal, esa «cosa para andar en lo oculto [y] echar púas de erizo», que es como decir «escamas de dragón», evitando la «letanía aciaga de la muerte» que encarna la lanza de San Jorge, la pica del hombre que llamamos, irónicamente, «de mundo» –pues sabemos o hemos descubierto que San Jorge no es del mundo, sólo un intruso que se siente fuera de él–.

Sin embargo, Valente, poeta crítico donde los halla, conocedor escéptico de la distancia que las palabras establecen con el mundo, sabe que es difícil escapar del estigma definido por el mito, repudiar del todo la parte de San Jorge que le toca por nacimiento, casi por definición. Y quiere la paradoja –pero es una paradoja luminosa, fecunda, aunque seguramente no querida ni buscada por el autor– que sus palabras, en el poema que dedica a esta leyenda, se conmuevan y se exalten justamente en las inmediaciones, no del dragón y de su cueva, sino de esa lanza «del san Jorge inocente» que reitera el crimen en el tiempo cíclico del mito. Es una excitación contradictoria, en efecto, pues sus palabras saben como él que el crimen es inútil, innecesario. O que, si es necesario, sirve para eternizar una forma de estar en la vida y en el arte que está en las antípodas de la fuente –negra, furtiva, oculta– que debía alimentar su poesía.


1. Fragmentos de un libro futuro (1991-2000), en José Ángel Valente, Obras completas I: Poesía y prosa, ed. Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, pp. 556-557.
2. Paolo Uccello, San Jorge y el dragón, c. 1470. Óleo sobre lienzo. 55.6 cm × 74.2 cm. National Gallery, Londres.
3. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 2006 (1997), p. 462, 141.
4. Ibídem, p. 462.
5. Ibídem, p. 142.
6. Existen dos ediciones de esta novella. Una, muy temprana, del recientemente fallecido escritor uruguayo Álvaro Castillo: La torre de ébano, Plaza y Janés, Barcelona, 1976. Y otra, publicada hace apenas un año: La torre de ébano, traducción de Miguel Ros González, Impedimenta, Madrid, 2017.
7. The Ebony Tower (telefilme), 1984, 80 min. Dirección de Robert Knights y guión de John Mortimer sobre la historia original de John Fowles. Con Lawrence Olivier, Roger Rees, Greta Scacchi y Toyah Wilcox en los papeles protagonistas.
8. Notas de un simulador (1989-2000), en José Ángel Valente, Obras completas II: Ensayos, ed. Andrés Sánchez Robayna, recopilación e introducción de Claudio Rodríguez Fer, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2008, p. 460.


[Texto leído el 17 de noviembre de 2016 dentro del ciclo «Valente, naciente sombra», organizado por la Facultad de Poesía José Ángel Valente de la Universidad de Almería. Gracias a Isabel Giménez Caro y Raúl Quinto por su amable invitación.]


Jacobo Pérez Enciso, Serie Bosque (2018)


miércoles, enero 16, 2013

piedra y cielo / segunda etapa





El año 2013 ha empezado un poco más tarde de lo debido en esta bitácora. De vez en cuando conviene tomarse un respiro y dejar de alimentar a la fiera. Pero ya era hora de volver, y qué mejor que hacerlo anunciando el primer número de la revista virtual Piedra y Cielo, que coordinan desde Tenerife mis admirados Francisco León, Alejandro Krawietz, Ismael García y Régulo Hernández. Debería añadir: primer número de la segunda etapa, porque Piedra y Cielo tuvo una existencia anterior, en papel, allá por el 2004-2006; se publicaron cuatro números que guardo como oro en paño y que son un ejemplo de cómo debe hacerse una revista literaria: marcando –sin dogmatismos, pero con firmeza– una línea estética clara, decantada, bien audible para quien quiera oírla.

Así que Piedra y Cielo vuelve, ahora en la red, y lo hace a lo grande, con textos y poemas de George Herbert, Melchor López, Alejandro Krawietz y José Luis Gómez Toré, entre otros. Un servidor también contribuye con una reseña del Diario anónimo de J. A. Valente que Galaxia Gutenberg publicó a finales de 2011. Aunque el plato fuerte de este número es, sin duda, la entrevista que Michael Silverblatt le hizo al escritor alemán W. G. Sebald y que se recoge en el libro La emergencia de la memoria: conversaciones con W. G. Sebald (2010). Que yo sepa, el libro no se ha editado en nuestro idioma, así que esta entrevista sirve estupendamente de adelanto o cata previa.

Ah, si la lectura en pantalla os incomoda, existe la posibilidad de descargar la revista en formato pdf.

Buena lectura. Y que el 2013 nos sea propicio, que buena falta nos hace.

domingo, diciembre 04, 2011

el guardián del fin de los desiertos

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Entre los meses de abril y diciembre del año pasado (ese 2010 que comienza a parecerme remotísimo, como de otro siglo) tuvo lugar en Almería, la ciudad en la que pasó sus últimos años, un ciclo de conferencias quincenales dedicado a José Ángel Valente. Sus organizadores, Antonio Lafarque y José Andújar Almansa, le dieron un título sugerente y atinado: Desde la ciudad celeste, y tuvieron el acierto de convocar a un elenco plural de poetas y críticos para que habláramos de las distintas facetas creativas e intelectuales del autor de Fragmentos de un libro futuro. Yo tuve la fortuna de participar en ese ciclo con una conferencia sobre la tarea crítica de Valente (La búsqueda de lo propio) que di el 20 de mayo, con un aire y una luz ya de lo más veraniegos, aunque –por desgracia– sin tiempo para acercarme al mar y hacerle los honores como es debido.

Las actas del ciclo acaban de ver la luz en la Editorial Pre-T
extos con el título casi cirlotiano de El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente. Las voy leyendo con admiración y curiosidad. Para empezar, me compensan de no haber podido asistir en persona a las conferencias (y no solo las conferencias: espero escuchar algún día la grabación de la lectura de poemas de Valente que realizó Juan Carlos Mestre). Pero, además, permiten adivinar por dónde se moverá en el futuro inmediato la lectura de esta obra, las inquietudes y vetas interpretativas que empiezan a cobrar vigencia. Se incluyen en este volumen textos, entre otros, de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Fernando García Lara, José Guirao, Miguel Gallego Roca, Carlos Peinado Elliot, Marcela Romano, José Andújar o Lorenzo Oliván. Como añaden sus editores, «estas páginas de reconocimiento crítico representan una tentativa de reflexión sobre los principales cauces expresivos transitados por Valente: la poesía, la prosa de creación, concebida como ‘poesía extramuros’, el ensayo, abismado en las diversas disciplinas artísticas y las infinitas curiosidades intelectuales… En realidad no existen géneros, sino deslumbrantes prismas de creación y pensamiento, a lo que vino a sumarse, como un modo de ensanchar y renovar el personal mundo literario, la necesidad íntima de las traducciones, la música de otros convertida en respiración propia».

En mi caso, hablé no sólo del Valente crítico literario, sino también del articulista político que dio testimonio, en tiempo real, de las derivas y dejaciones de una transición mucho menos exportable de lo que nos han vendido. Como detallo en el texto mismo de mi conferencia, «su posición, que en la época pudo parecer incómoda, intransigente o poco realista –pues señalaba la falta de legitimidad de un régimen que, quiérase o no, surgía de la muda o piel reseca del anterior, y censuraba de paso el cúmulo de renuncias y cesiones que la oposición franquista hubo de realizar para entrar en el juego parlamentario (que era el suyo de facto)–, se ha revelado con el tiempo lúcida y premonitoria. Su denuncia de la política como representación y simulacro, como gestión de máscaras que ocultan el rostro rapaz o directamente carroñero de los poderes económicos, y su definición del ejercicio político partidista como labor cada vez más exclusiva de un funcionarizado cuyo empeño principal es la obtención y tenencia a toda costa del poder –ideas que recorren algunos de sus escritos de los años ochenta–, han adquirido una pertinencia innegable».

No sé qué habría pensado Valente del movimiento 15-M –y conjeturarlo sería un atrevimiento imperdonable–, pero sí tengo claro que muchas de las páginas que escribió el poeta durante finales de los años setenta y comienzos de los años ochenta resultan premonitorias y deberían ser lectura recomendada para entender –más allá o más acá de los espantajos economicistas– de dónde vienen estos lodos que ya trepan sin descanso por nuestra espalda. Tampoco sé cómo se propagó la imagen –falsa, amén de absurda– de un Valente ensoberbecido, despreocupado de las cuestiones políticas y subido a una atalaya de alta y exquisita poesía (la misma tergiversación, por cierto, que envuelve la imagen de Juan Ramón Jiménez, a quien debemos, sin embargo, uno de los mejores intentos de reflejar objetivamente –con un afán de coleccionista que no deja de recordarme a Benjamin– los desmanes y desastres de nuestra guerra civil: su libro Guerra en España). Lo cierto es que no conozco ningún poeta español del pasado siglo más feroz y lúcidamente político que Valente: basta leer toda su poesía hasta mediados de los años setenta, y todos sus artículos no estrictamente literarios a partir de esa fecha, para comprender que nunca dejó de pensar en términos políticos, o mejor, que todo –empezando por la palabra poética– estaba sometido en él a la tensión y la expectativa del espacio comunitario. Pero más fácil o menos cansado que leer es dejarse llevar por la rutina y ahogar la obra entre rumores, prejuicios y lemas mediáticos. Por fortuna, libros como El guardián del fin de los desiertos (gracias, Antonio y José) ayudan a orear el ambiente y repensar lo que importa. Sólo lo que tiene vigencia es discutible, así que ahí seguiremos, discutiendo una obra sin la cual todos seríamos un mucho más pobres.
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miércoles, septiembre 07, 2011

el diario de valente

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Una de las novedades inexcusables de la rentrée poética es sin duda el Diario anónimo de José Ángel Valente, que publica Galaxia Gutenberg en la edición (siempre modélica) del poeta Andrés Sánchez Robayna: cuarenta años de escritura privada o secreta que ahora, de pronto, surge a la luz de los lectores. Ayer nos llamaron a Marta Agudo y a un servidor de la redacción de Público para que habláramos un poco de Valente y de la significación que puede tener su nuevo libro, y este es el resultado.
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martes, marzo 01, 2011

palabra de jeremías

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Lo primero que condena el satírico es su propia debilidad. El impulso denigratorio siempre comienza por uno mismo, debe hacerlo, si es que queremos que la escritura fluya sin trabas. Todo lo que el satírico denuncia en el mundo lo encuentra, cercano y redoblado, en su mismo interior, como un tumor que le define parcialmente y que no termina nunca de purgar: de ahí la violencia de sus ataques, su carácter obsesivo y amargo, y –por último– la legitimidad que obtiene así –o cree haber obtenido– para lanzar sus condenas a los cuatro vientos.

Pienso, no por azar, en el José Ángel Valente de
Siete representaciones o El inocente. Toda su denuncia del literato burgués y ambicioso, su desprecio por una concepción decorativa o sentimental de la escritura, nace precisamente de la sospecha –incluso la certeza– de que él ha cometido tales pecados y podría seguir incurriendo en ellos si no se mantiene alerta. Él es sensible a la tentación del reconocimiento mediático, sabe lo que implica, reconoce en sí la capacidad o el talento para moverse por el plano social o mundano de la literatura, de ahí que destine gran parte de sus fuerzas a vigilarse, controlar o reprimir sus peores impulsos… Y una manera fecunda de controlarlos es situarlos frente a sí como diana de sus invectivas, convertirlos en motor mismo, por reacción, de una escritura feroz y batalladora. Lo que denuncia en tercera persona es algo que él mismo encontró en su seno y que le fascina y le repugna al mismo tiempo. Hay ahí un ejercicio de desdoblamiento que está en la raíz de cualquier sueño o voluntad de perfección, pero que de momento sirve para cumplir una primera etapa purgativa, de limpieza. Incompleta, por supuesto, porque el tumor malévolo no desaparece a corto ni a largo plazo, sino que simplemente es identificado como enemigo y puesto en cuarentena.



Es este carácter parcial o inconcluso del examen de conciencia, así como el desdoblamiento anterior del yo, lo que puede confundir a algunos lectores y suscitar una posible acusación de hipocresía. ¿Con qué derecho denuncia el poeta, qué legitimidad le asiste, si aquello que condena está en él, no se ha disipado, sigue latente en algunos de sus actos y reacciones? Él sabe que no es ningún santo, pero tampoco es el demonio hipócrita en que algunos, por despecho, pretenden convertirle. Es el castigo por sus jeremiadas, su tronar a diestro y siniestro con acusaciones generales en las que no parecía incluirse. Quien rompe los consensos tácitos y no escasamente corruptos de la convivencia social, y además da la impresión –errónea– de no contarse entre los acusados, no puede esperar que lo traten con equidad. Hasta los lectores más fieles o acérrimos tienden, en ocasiones, a apartar los ojos de ciertas páginas con impaciencia o irritación mal disimuladas: ¿Por qué insiste una y otra vez en
reprendernos? Hasta que recordamos que la bilis afecta primera y fundamentalmente a su dueño, que toda su rabia proviene de una úlcera testaruda que lo hace retorcerse en su butaca y le obliga por fuerza a la acción (y es una acción, sin duda, aunque se exprese sólo en palabras).

El satírico es reo de sus propias debilidades. No sabe dominarse, de modo que se desdobla para combatirse mejor y realizar, siquiera en parte, su fantasía de perfección. Hay, obviamente, una dimensión narcisista en su exigencia: él odia lo que hay en sí de los otros, o aquello en su interior que juzga contaminado por el trato con los otros. Aunque en sus momentos más lúcidos se da cuenta de que él también es y debe ser
los otros. Que el yo «es otro», en suma, y que todas sus palabras violentas, todas sus censuras higiénicas, no son sino la expresión individual de una aspiración universal; la necesidad que tienen los hombres de creer que pueden ser mejores.

Quizá valga la pena recordar, en este punto, que las confesiones más detalladas y exigentes han salido por lo común de boca de los santos. Santos que no querían serlo, como San Agustín, porque sabían que estaban muy lejos de serlo y que además no había cura a su aflicción. Que cualquier pretensión de santidad es por fuerza un acto de hipocresía. También por ahí las constricciones y limitaciones de la existencia conspiran para acrecentar la rabia, hacerla más viva y más intensa. Esperanzas truncadas, sueños que no se cumplirán. No es de extrañar, por tanto, que en 1974, apenas cuatro años después de la publicación de
El inocente, su autor diera a las prensas su ensayo sobre Miguel de Molinos: a la purga sucede un acto de humildad, de recogimiento y contemplación íntima. Hay que modificar el volumen y la altura de los sueños, reducirlos al tamaño de la palma de una mano o la punta de la lengua. Y así humillado, reducido a una escala inferior, confiado a las potencias comunales y salvíficas del lenguaje, empezar a escapar de uno mismo.


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viernes, mayo 14, 2010

pájaros raíces / valente

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Bueno, ya está en librerías. Es un libro, obviamente, se llama Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente y, como el título indica, reúne reseñas críticas, artículos, ensayos y poemas sobre y alrededor de la obra del poeta José Ángel Valente. Lo publica Abada Editores con su elegancia característica y su edición culmina más de cinco años de trabajo discontinuo pero constante desde que allá por agosto de 2004, mientras compartíamos descanso y sol tinerfeño con los poetas Francisco León y Alejandro Krawietz, se nos ocurriera la idea de reunir en libro todo lo que llevábamos escrito sobre Valente y que andaba disperso por revistas y hojas volanderas. Al final el libro ha rebasado ampliamente su horizonte inicial y se ha convertido en un homenaje en toda regla a la obra del autor de Mandorla. Una reparación, también, porque se quería desmentir, en más de un sentido, la idea (interesada) de que esta poesía se habría movido lejos de los intereses de los poetas y críticos que empezamos a publicar en la última década del siglo pasado. La idea, sin embargo, era actuar con naturalidad, sin esa impostación agresiva con que se manejan las cuestiones estéticas en este país, como si una y otra vez hubiera que encender velas a los santones de turno; ya hemos tenido, y tenemos, demasiado olor a incienso entre nosotros. Creo que lo que nos ha movido es la necesidad de saldar una deuda de gratitud con una obra que, quiérase o no, está en el centro de nuestras lecturas, de nuestras inquietudes, y de la que seguimos aprendiendo cada vez que nos acercamos a ella.

No lo negaré: ha sido mucho trabajo. Más de quinientas páginas que Marta Agudo y un servidor hemos revisado y vuelto a revisar hasta la extenuación. Pero el resultado es sólido y elegante gracias a los buenos oficios de la editorial y, cómo no, gracias al estupendo trabajo crítico y creador de los participantes. El libro es todo aquello que esperábamos hace años, y más. Ese más me preocupa, porque puede hacer que reincidamos en el futuro, y no sé si quiero volver a pasar por un esfuerzo semejante. En cualquier caso, ha valido la pena.

Además de los editores mismos, han colaborado en Pájaros raíces los siguientes poetas y críticos: Jordi Ardanuy, Marcos Canteli, Daniel Casado, José María Castrillón, José Manuel Cuesta Abad, Rafael-José Díaz, Diego Doncel, Manuel Fernández Casanova, Agustín Fernández Mallo, María José Flores, Pilar Fraile, Eduardo García, José Luis Gómez Toré, Ana Gorría, Isidro Hernández, Amalia Iglesias, Julián Jiménez Heffernan, Alejandro Krawietz, Francisco León, Antonio Lucas, José Antonio Llera, Juan Carlos Marset, Antonio Méndez Rubio, Luna Miguel, Eduardo Moga, Vicente Luis Mora, Luis Muñiz, Marianela Navarro Santos, Antonio Ortega, Julio Pérez-Ugena, Carlos Peinado Elliot, María Ángeles Pérez López, Jaime Priede, Raúl Quinto, María do Cebreiro Rábade Villar, Goretti Ramírez, Esther Ramón, José Luis Rey, Jorge Riechmann, Ada Salas, Vicente Valero, Joan de la Vega, Javier Vela, José Luis Zerón Huguet e Ibon Zubiaur. A todos ellos, gracias de nuevo por su contribución.
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sábado, diciembre 05, 2009

plantar cara

7de7, la espléndida revista virtual del poeta y crítico Marcos Canteli, estrena nuevos formato y cabecera con textos de y sobre José-Miguel Ullán, Eloísa Otero, Esther Ramón, Fruela Fernández, Javier Vela y Juan Soros, entre otros. Uno de ellos es «Plantar cara», el breve escrito (apenas tres folios) que leí ayer en el homenaje que tributamos a José Ángel Valente en el Centro Cultural del Círculo de Lectores en Madrid. En realidad, no es más que un apunte personal sobre «Lo sellado», poema de El inocente que siempre me ha intrigado por su cortante ironía, su furia contenida. Gracias, Marcos, por tu generosa hospitalidad.

El acto, por cierto, resultó muy bien; quizá demasiado largo para algunos (casi dos horas, incluyendo el epílogo musical), permitió sin embargo la convivencia de acercamientos y asedios muy distintos. Una forma de demostrar, de nuevo, que la gran poesía acoge y espolea a los lectores más diversos, como un prisma que recibe y devuelve la luz desde cualquier ángulo.

miércoles, diciembre 02, 2009

presencia de josé ángel valente


Sí, no se puede negar: la convocatoria cae en uno de los peores días del año, nada menos que víspera del puente de la Constitución. Pero, como se suele decir, es por una buena causa. El próximo viernes, 4 de diciembre, a las 19.30 h., en el Centro Cultural del Círculo de Lectores (Calle O’Donnell, 10, 28009 Madrid), un grupo de poetas y críticos más o menos jóvenes (en ese menos me incluyo) rendimos homenaje a José Ángel Valente con motivo de la publicación del segundo volumen de sus Obras completas. Participamos Marta Agudo, Jordi Doce, Manuel Fernández Casanova, José Luis Gómez Toré, Antonio Méndez Rubio, Carlos Peinado Elliot, Esther Ramón y un servidor, con Claudio Rodríguez Fer y Andrés Sánchez Robayna de maestros de ceremonias. Cada cual leerá en público un brevísimo texto (no más de dos folios y medio) a partir de un poema de Valente escogido para la ocasión. No haya miedo: prometemos ser concisos y amenos. El día lo merece y casi lo exige, a la vista de que casi todo Madrid piensa marcharse de puente. Pero si alguno queda rezagado, sabe que lo acogeremos con los brazos abiertos.

martes, junio 30, 2009

la página: dossier valente


Acaban de llegarme los primeros ejemplares del último número de la revista canaria La Página, dedicado íntegramente a la figura y la obra de José Ángel Valente. Un dossier que comencé a coordinar hace unos meses y en el que se incluyen ensayos de (los cito por orden de aparición en la revista) Antonio Méndez Rubio, José Luis Gómez Toré, Marcos Canteli, Marta Agudo, Luis Muñiz, Carlos Peinado Elliot, Pietro Taravacci, Julio Pérez-Ugena y María do Cebreiro Rábade Villa, además de un servidor. Se incluyen también no pocas imágenes y fotografías: alguna, de Antonio Gálvez, aunque la portada es para una foto de Uly Martin.

Copio el índice:

«Palabra y agujero: La poesía imposible de José Ángel Valente», Antonio Méndez Rubio
«Formas y ausencias de lo sagrado en la poesía de José Ángel Valente», José Luis Gómez Tore
«Fragmentos para una lírica negativa», Marcos Canteli
«Arduo sobrevivir a lo vivido», Marta Agudo Ramírez
«Hurgar en el limo», Luis Muñiz
«La influencia de Boehme en Tres lecciones de tinieblas: ‘Alef’ y ‘Bet’», Carlos Peinado Elliot
«Hacia el saber de la nada en Valente», Pietro Taravacci
«Lecturas inglesas: José Ángel Valente traductor de John Donne y G.M. Hopkins», Jordi Doce
«Muerte, piedad y memoria», Julio Pérez-Ugena
«Los límites del poema no son los límites del mundo. Una lectura de Cantigas de alén», María do Cebreiro Rábade Villa


Estoy muy contento con el resultado. Ha sido una ocasión, como digo en el texto de presentación, para dar la alternativa a críticos y poetas jóvenes que iniciaron su actividad intelectual cuando Valente se acercaba al final de su vida y que, en consecuencia, tienen otro horizonte histórico y hasta vital (o emocional) a la hora de abordar su obra. En todos ellos, sin embargo, hay una profunda admiración por Valente y una conciencia aguda de que estamos ante una de las realizaciones mayores de la poesía española, y europea, del siglo pasado.

Incluyo seguidamente el texto de introducción del dossier, en el que me permito una breve (y ojalá que no impertinente) digresión autobiográfica. Creo que a veces estudiar cómo llegamos o cómo llegó a nosotros una obra puede ayudar a entenderla. Nada existe en el vacío, y menos que nada la literatura, las palabras. En última instancia, declarar esa raíz biográfica no es otra cosa que hacer justicia a la capacidad de una obra para modelar nuestra sensibilidad, hacerse parte de nosotros.

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Valente en La Página

Cuando se cumplen ochenta años de su nacimiento, y nueve de su muerte −fatalmente anunciada− en Ginebra, la obra literaria de José Ángel Valente tiene mucho de aquella altura y majestuosidad que Basil Bunting, tomando los Alpes como término de comparación, atribuía a los Cantos de Pound, pero es también un cuerpo vivo, recorrido por fuerzas que no han perdido un ápice de su fertilidad, su aguijadora capacidad de alumbramiento, su pertinente impertinencia. Otros creadores, al morir, se convierten en algo parecido a la estatua de Ozymandias del poema de Shelley, dueños crispados de su propia soledad desértica, pero no así Valente. La reciente publicación de sus Obras completas en dos volúmenes que recogen la totalidad de sus poemas, traducciones y ensayos nos ha permitido calibrar con precisión hasta qué punto su trabajo está en el centro de los conflictos, tensiones y líneas de fuga de la modernidad occidental; una modernidad que en España, al menos en el ámbito literario, siempre ha sido cosa precaria, casi vergonzante o clandestina. Por decirlo con rotundidad: los poemas y ensayos de Valente nacen de una reflexión profunda −una reflexión que incluye, como es obvio, abundantes intuiciones y elementos de orden inconsciente− sobre el paisaje en ruinas de la posguerra española y, por extensión, europea, un fruto singularmente decantado y responsable de una tradición cultural que, por los años en que el poeta da a conocer sus primeros trabajos, se esfuerza en digerir el impacto desmedido de nuestra guerra civil y de dos guerras mundiales cuya entraña de vileza todavía perturba nuestros sueños. Tengo la sospecha de que la peculiar perfección y belleza de muchos poemas de El fulgor o Mandorla, en los que Valente retoma la herencia simbolista por vía de una soberbia actualización del lenguaje de la mística, ha oscurecido aquel tramo de su obra −en concreto, el que va de La memoria y los signos a Treinta y siete fragmentos− en el que se ofrece un examen impiadoso y lleno de amargura, casi nihilista, del tejido sociocultural de una Europa que, sin ser ya del todo la nuestra, la antecede y constituye. Esta obra, con sus particulares acentos y modulaciones, se mueve por derecho dentro de esa poesía de la austeridad con que un perspicaz Michael Hamburger caracterizó a finales de los años sesenta propuestas tan diversas como las de Paul Celan, Zbigniew Herbert, Tadeusz Rosewicz, Franco Fortini, Bertolt Brecht, el último Montale o el Ted Hughes de Cuervo y Gaudette. Propuestas que coinciden en su sesgo irónico −una ironía trágica y a menudo, como en Valente, de expresión violenta−, una consideración ambivalente y llena de desconfianza de la palabra −a la que se reprocha su carácter maleable, su lastre de lenguajes envejecidos o fosilizados, su tendencia a vestirse con los brillos engañosos de la retórica− y una noción de compromiso que impugna las adhesiones partidistas o ideológicas para convertirse en una especie de Pepito Grillo que, con escrúpulo alerta y mucho de mala conciencia, vigila hasta la extenuación cada movimiento del poeta.

En este sentido, y sin ánimo de incurrir en fáciles o inexcusables personalismos, no puedo dejar de evocar mi primera impresión de la poesía de Valente, el modo en que aquella obra se presentó a los ojos de un lector inexperto y adolescente cuyo bagaje de lecturas no pasaba, en el mejor de los casos, de la generación del 27. La frecuentación de Punto cero en la biblioteca del instituto fue un ejercicio de perplejidad y extrañamiento que, de un modo u otro, ha seguido estando presente en todas mis lecturas posteriores. Apenas comprendía muchos textos, su abanico de referencias, los nombres y realidades que latían detrás de sus elipsis, la causa y el alcance de sus desplantes irónicos. Pero la materialidad misma de los poemas era fascinante, el modo en que las palabras, acorazadas bajo capas de pudor y reticencia y lúcida cautela, bullían con violencia contenida, suspicaces y amenazantes. Lo confirmó años después en sus Notas de un simulador: «La poesía… es, antes que nada o mucho antes de que pueda llegar a ser comunicación, incomunicación, cosa para andar en lo oculto, para echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea […]». Pero ya en «Lo sellado», un breve poema de El inocente, había sugerido «cer[car] el amor y cuanto poseemos / con muy secretas láminas de frío». La lectura de Punto cero, revivió una experiencia que, en el orden musical, sólo había sentido hasta entonces (hablo de mi adolescencia) con algunos discos del gran Robert Fripp: la percepción inmediata, más acá de dificultades de comprensión y desciframiento, de un chorro de energía controlada y difícil que inquietaba certezas heredadas y lugares comunes.

Cierro aquí este paréntesis confesional, no sin añadir que la obra de Valente, más allá de su innegable belleza, ha constituido para numerosos creadores −y en concreto, me atrevo a afirmar, para todos los que han aceptado participar en este número de homenaje− un ejemplo moral e intelectual de primer orden, un testimonio aleccionador de compromiso con la palabra poética. Ningún otro poeta español de su tiempo, con la posible excepción de Jaime Gil de Biedma, ha concitado de tal modo adherencias que van más allá del aprecio estético. Y esto es así porque, como en el caso de su admirado Luis Cernuda, Valente plantea su apuesta simultáneamente en tres órdenes o planos que a su juicio no admiten separación: así, la fuerza emotiva del poema es inextricable de la finura intelectual y de la vigilancia moral que acompañan y condicionan –filtran, matizan, ajustan– su aparición. Su actitud se resume, en gran medida, en una sola palabra: reserva. Nuestro autor tuvo siempre muy presente el ejemplo de Cordelia y su respeto intransigente por la palabra. Un respeto en el que tienen igual peso la hipersensibilidad y la desconfianza: mejor no decir nada o decir poco a que lo dicho mienta o nos traicione. Valente fue siempre un poeta lacónico, sabedor de que las palabras pueden ser infinitamente manipuladas, tergiversadas e instrumentalizadas. Su obra ha sido, ante todo, una lucha contra las imposiciones del poder y sus fantasmas: la demagogia, la servidumbre, la mentira. Cordelia se niega a halagar a Lear y su negativa encierra un rechazo tácito a satisfacer las demandas del poder, esto es, a utilizar su lenguaje: Lear espera una declaración incondicional y Cordelia pone la condición de su reserva. Este rechazo de la palabra instrumentalizada constituye el eje de lo que Andrés Sánchez Robayna ha llamado «la dimensión moral» de su obra.

Han sido muchos los poetas y críticos que se han ocupado con inteligencia y pasión (la pasión crítica de que hablara Octavio Paz) de esta obra, empezando por el mismo Valente, muchos de cuyos textos críticos pueden entenderse como glosas y paráfrasis interesadas −no siempre, por cierto, fiables o transparentes− de los poemas mismos. La bibliografía al respecto es extensa y cubre los asuntos y los acercamientos más diversos, desde trabajos sólidamente académicos a ensayos literarios de certera y punzante brevedad. A punto de cumplirse los diez años de la muerte del poeta, sin embargo, parece razonable y hasta conveniente privilegiar el punto de vista de creadores y críticos jóvenes, dar la alternativa, como si dijéramos, a quienes comenzaron su itinerario intelectual cuando Valente enfilaba ya el tramo final de su producción. Es una prueba, por último, de la perduración de estos poemas en el tiempo, de su facultad para generar nuevas lecturas y extraer lo mejor de sus comentaristas. Así este dossier de homenaje que publica ahora la revista La Página. Además de escrutinios de libros concretos (No amanece el cantor, Cántigas de Alén…) y estudios más generales de orden conceptual, se ha reivindicado la mirada comparatista, el examen de las relaciones de Valente con otros escritores y tradiciones poéticas: su lectura de Jacob Boehme, su acercamiento a Montale, sus versiones de poesía inglesa… El resultado es un acercamiento poliédrico, de facetas diversas pero complementarias, que permite indagar no sólo en la naturaleza de esta escritura sino también en su potencial de impregnación. Resulta difícil, desde luego, predecir las posibles formas que podría adoptar su herencia, pues carecemos de perspectiva para cartografiar tales cambios, pero estos ensayos señalan, al menos, ciertos motivos recurrentes que sus autores comparten con el autor de Fragmentos de un libro futuro. Un libro futuro, por cierto, el de nuestra poesía, que no será posible escribir sin dialogar con el ejemplo de Valente, siquiera para avanzar en otra dirección. Contribuir a ese diálogo, fundamento de cualquier ejercicio creador o crítico digno de su nombre, es la primera responsabilidad que estas páginas reconocen.