jueves, noviembre 21, 2019
entre
sábado, diciembre 22, 2012
listas, listas
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Alec Soth, Minnessota, 2007 / © Magnum Photos |
jueves, noviembre 29, 2012
epifanía de lo cotidiano
domingo, noviembre 11, 2012
2+1 reseñas
Son dos reseñas: la primera (en la imagen: hay que hacer click en ella para aumentarla), en El Cuaderno, de Eduardo Moga sobre Conjeturas y esperanza, la antología de John Burnside publicada hace medio año por Pre-Textos; la segunda, en La Nueva España, de José Luis Argüelles sobre la Poesía completa de Paul Auster (Seix-Barral). Las dos, cada una en su estilo, son modélicas. Lo que confirma una vieja idea: en poesía, al menos, y con las debidas excepciones (Antonio Ortega, Jaime Siles...), la mejor crítica no se hace en los suplementos de tirada nacional. No entraré en las causas. Me basta con ratificarlo y pensar que los márgenes tienen algunas ventajas: el lugar está en proporción con la importancia del trabajo de uno, los malentendidos son menos.
Posdata: añado, en diferido, la estupenda reseña de la poesía de Auster que ha escrito el poeta Óscar Curieses para El Imparcial. Otra prueba más, por si hiciera falta, de que la crítica (literaria o no) respira con más fuerza en las afueras.
martes, agosto 28, 2012
ortega, burnside, nayagua
sábado, julio 14, 2012
lunes, abril 23, 2012
lunes, marzo 26, 2012
anuncio x tres
sábado, marzo 03, 2012
valverde + burnside
Álvaro Valverde escribe por extenso, y por profundo, sobre la antología de John Burnside que acaba de ver la luz en Pre-Textos. No sólo consigue reunir en las mismas líneas a Aníbal Núñez, Adam Zagajewski y Arthur Terry, sino que resume con emocionante perspicacia las líneas maestras de la poesía de Burnside. Gracias, caro. Es un honor contar con amigos y lectores así, generosos y alertas, que siempre esperan con interés lo que uno quiere compartir con ellos. Para celebrarlo, ahí va otra miniatura del poeta escocés; un poema de su primera época, la huella verbal de una epifanía que, en su caso, suele tener lugar en invierno, bajo la luz más tenue del frío.
lunes, febrero 06, 2012
conjeturas y esperanza
martes, octubre 25, 2011
burnside / nosotros
nosotros
Así debiera ser:
la calle azul, el carro de la leche,
olor a tinta y grano.
Nada conforta al ojo
como las vallas y los muros
salpicados de lluvia verde
o crestados de nieve, en
el alba que rezuma.
Nada nos calma tanto
como los setos y las puertas,
la sensación de ser
cuartos secretos
al fondo de la casa única,
dedicados al tiempo y el espacio.
No sé cómo es para los demás, pero el trabajo de producción de un libro me resulta cada vez más difícil. Y no digamos ya si se trata de una traducción. Corregir pruebas es lo de menos; pero es un menos por el que uno, casi sin querer, empieza a dudar de todo, a cotejar obsesivamente la traducción con el original, a preguntarse por qué tradujo este o aquel verso de un modo que ahora –tres o cinco o siete años más tarde– le resulta sospechoso… Se lanza uno a corregir y hasta reescribir versos enteros, y es como si se hubiera abierto la caja de Pandora: cada cambio provoca a su vez media docena, y pronto las ramas (si al menos fueran árboles) impiden ver el bosque. Digo esto porque desde hace días ando inmerso en la corrección de las segundas pruebas de la antología del poeta John Burnside, Conjeturas y esperanza, que Pre-Textos tiene previsto publicar antes de que acabe el año (creo que ya he hablado de ella en esta página). Inmerso es la palabra. Traduje los primeros poemas de Burnside hace como quince años; los últimos, hace dos. Su trabajo me ha acompañado de forma intermitente desde 1993. Y, sin embargo, sigo insatisfecho con el resultado, tocando y retocando los poemas, remiso a enviar el libro a imprenta y darlo por concluso. Es falso que los años den más seguridad. Lo que dan es cierta capacidad de distanciamiento, de resignación: bueno, se dice uno, ya has vivido esto antes y al final el trabajo sale adelante, parece funcionar. Pero la incertidumbre crece con cada nueva entrega, también el recelo, hasta el punto de que debo –no es retórica– obligarme a poner los codos en la mesa antes que el libro se envenene sin remedio.
Entretanto, conjuro el miedo compartiendo en esta página el poema inaugural de la antología; un poema de The Hoop (Carcanet, 1988), el libro con que Burnside se dio a conocer a los lectores y que resume, en apenas unos versos, muchas de las constantes de su obra. Un poema otoñal, sí, también una especie de mantra con el que el propio Burnside se educó para la normalidad (sic) después de muchos años de trastornos vitales y psicológicos. Además, y sin que sirva de lenitivo, creo que dice o habla también en español.
us
This is what ought to be:
blue street, milk float,
the smell of ink and grain.
Nothing soothes the eye
as walls and fences do,
speckled with lilac rain
or snow-ridged, in
the seeping dawn.
Nothing soothes us more
than hedges and doors
and the sense of ourselves
as secret rooms,
deep in the one house,
busy with space and time.
.
jueves, junio 30, 2011
john burnside / poema ocasional

Antes de que los nombres de las cosas
se adentren en su mente,
no hay más que una secuencia de ecos:
el pelo color óxido y los ojos acuosos,
el ángulo y pivote de los huesos
bajo la piel oscura y blanda,
y ella habita otro estado
donde somos fluidos e indistintos,
caprichos de sonido y alimento
que se encienden y apagan,
y lo que sabe de los perros,
o de la luz, o el agua, es un misterio a nuestros ojos,
que los hemos nombrado y extraviado,
verdad resuelta en la gramática
que viste y mina nuestro pensamiento
y oscurece su asombro ante éste, el imposible mundo.
Revisando pruebas de la amplia antología del escocés John Burnside (1955) que he preparado para la editorial Pre-Textos, y que debería ver la luz este próximo otoño con el título de Conjeturas y esperanza, me doy cuenta de que nunca he colgado este poema, uno de los que más me gustan de su primera etapa. Una pieza breve que encarna todas las virtudes de su escritura: precisión y misterio, fluidez y elipsis, y una mirada curiosa y alerta, llena de delicadeza, hacia las cosas del mundo. También una concepción ambivalente de la palabra, que viste y mina nuestro pensamiento, sí, pero que también es capaz de concebir o conjeturar el asombro rotundo, absoluto, con que siente su entorno una niña de dos meses.
.
miércoles, septiembre 01, 2010
john burnside / zorro blanco

Fue cuestión de suerte, imagino,
aunque me pareció otra cosa
cuando dejé la carretera
y me detuve en un arcén de nieve
para estirar las piernas
y el zorro blanco
llegó en silencio desde la distancia,
en ruta hacia el verano, hebras de rojo
y castaño en la piel
plateada, el hocico
indiferente, cuando atrajo mi atención
y me observó un minuto
–estudiando mi olor,
tanteándome–,
aunque sólo, pensé,
por cortesía,
sin rastro de sorpresa,
acostumbrado,
al contrario que yo,
a la ley de la tundra,
la lógica salvaje según la cual
donde nada parece suceder
todo el tiempo
lo que sucede es la oportunidad
de que algo suceda.
lunes, diciembre 14, 2009
john burnside / piscis
Le encantaba el húmedo susurro del limo
cuando el agua de la marea se escurría
y el estuario se alzaba hacia la ciudad
entre la luz de cobre,
una gabarra de vidrio y escamas
y madera flotante barnizada de sal,
un círculo que recorría durante millas
buscando conchas
o recogiendo asterias de una sábana
de tensión plateada, intrigada por las huellas
de vísceras, los hilos de la carne exangüe
y formas renacidas que no tenían nombre
pero brindaban parentesco, memoria, pesadumbre,
un pulso entre el agua y su mano,
el tacto de algo antiguo y enterrado en lo hondo,
la visión y el latido haciendo movedizas las arenas.
Traducción J. D.
Ahora que ha llegado de verdad el invierno a esta ciudad mesetaria, echo de menos el color de la estación junto al Atlántico norte, que no es sino una versión más decantada y feroz, como reducida a sus rasgos más esquemáticos, del invierno asturiano. Así que he recurrido a un poema de un viejo conocido de esta página, el escritor escocés John Burnside (1955): un poema marino, de título curiosamente zodiacal, que me ayuda a recordar el parche tensionado de la arena cuando hay marea baja, el gris plomizo de la piedra del muelle y del cielo que la mira o la duplica, el frío en manos y nudillos mientras paseamos junto al agua expectante y nos agachamos para hacer girar esta o aquella concha, este o aquel fragmento de madera, la visión y el latido (dice Burnside) haciendo movedizas las arenas. Aunque el original es, como casi siempre, mejor: heartbeat and vision quickening the sand (la traducción tiene en cuenta que quicksand significa literalmente arenas movedizas, lo que me obliga a una paráfrasis que ojalá no resulte del todo inelegante).
viernes, enero 23, 2009
john burnside, «dos poemas»

SEÑAL DE STOP, CERCA DE HORSLEY
Humo en el bosque
igual que un personaje de película muda
que caminara junto a los raíles.
Una forma que reconozco; no es humo, o no es sólo el humo,
y tampoco es la nieve sobre los avellanos
o las huellas de un zorro entre el andén y los árboles,
sino el invierno, ni amigo
ni extraño, como la niña que a veces vislumbro
al alba, cerca de la barrera, con un vestido
de bayas y aguanieve, viendo pasar el tren.
*
PERDIDO
El bosque donde desaparecía
durante horas, aquellas tardes de domingo:
extraviado a conciencia, rastreando la hierba
en busca de la ágil comadreja,
detenido sobre mis pasos como quien se detiene
a percibir un eco. Perdido en el frescor
del verano, cruzando la frontera
donde la luz del sol se enredaba entre ortigas,
quería a la asesina
de colmillos rosados, la experta
improvisada, la memoria tribal de quien
se cuela en los corrales de la mente
y se planta con algo de mi propia
furia resplandeciente en la locura de las condenadas.
Trad. J.D.
domingo, diciembre 21, 2008
john burnside, «ratones de campo»
Pienso en ellos como invitados.
Lo más cerca que estamos, en este pulcro barrio, de lo salvaje,
ese olor en el cobertizo
como a cicuta, o estos jirones de papel
donde una vez tuvimos bulbos o semillas;
ese deslizamiento de hueso y piel
que persiste, en un sueño semiolvidado,
durante semanas, no más
consistente que el viento que escuchamos
detrás de las tertulias y los telediarios; una corriente oculta
de calidez y espanto, viva bajo el hogar
que sólo es nuestro a medias, compartiendo su miedo,
como si nuestras vidas estuvieran escritas en el aire
o cifradas en polvo
igual que almizcle, o un rastro.
Trad. J.D.
martes, octubre 28, 2008
el "rinoceronte" de durero

Así concibe a este animal: triste
y peligroso, y tan distinto de sí mismo
que le añade armadura y otro cuerno
para hacerlo creíble.
..............................Criatura que conoce de oídas,
vacila al borde mismo de la geometría
o evoca El caballero, la muerte y el diablo;
y ser preciso es menos de lo que pretendió
al tomar pluma y tinta, nombrar las partes
y esbozar sombras deliberadas en el cráneo
y vientre, como las grietas de oscuridad
en el plumaje de las alas de un ángel.
No llegó a conocer la bestia de primera mano
sino que la ensayó a partir de un apunte
o el recuerdo borroso de un tercero;
y aunque sin duda oyera que el barco donde navegaba
había zozobrado, no pensó en dibujar
su pausada caída en el agua asfixiante,
alzando la cabeza para entrever la luz salvaje
de la creación divina, encerrada entre cielo y sal.
John Burnside
trad. J.D.
miércoles, octubre 01, 2008
un poema de john burnside

Domingo por la tarde pasado por agua; después de la lluvia un viento bíblico riza los charcos de Station Road; por los setos que rodean el colegio femenino un trino elaborado fluye a través del húmedo aroma de las rosas, como una nueva forma de música que hubiera evolucionado del agua.
La historia espiritual de las afueras: tablas flamencas de loros y cacatúas, damascos chinos, porcelanas estilo Kraak, naturalezas muertas de especias y fruta, cochinilla, ruibarbo y jengibre importados; botellas de pepinillos y sirope de arce en mesas de cocina, helado y limones, radios sonando en cuartos vacíos, como cuando el director busca una atmósfera de suspense en una película de misterio de los años cincuenta; las afueras tienen siempre una calidad abstracta, como una frase aprendida de memoria que repetimos hasta que las palabras se vuelven mágicas.
De noche las afueras se transforman. La acción de baja intensidad que tiene lugar durante el día bajo la superficie se intensifica, como madera de mala calidad alabeándose bajo la chapa: en el jardín irrumpen zorros que hozan en cubos de basura tirados, el vacío toma forma y se aproxima desde el centro del césped, un demonio blanco que sonríe en la oscuridad, y comprendo al fin que resido en un lugar inventado cuyo único propósito es la evitación, y lo que quisiera evitar es lo que llevo conmigo, siempre.
Solíamos pasear por las afueras, espiando en las casas de la gente que parecía tener dinero: interiores de perfecta quietud, dueños de un orden insoportable; cuencos Imori y pianos de cola domésticos; guantes en la entrada; espejos; pinturas de barcas y paisajes; las personas, los perros falderos a los que peinaban, hasta el espacio en el centro de cada estancia no parecían sino un elemento más del mobiliario al que sacar brillo y asegurar con una póliza.
En invierno el barrio de las afueras se vuelve japonés. Es tranquilo y formal: hay mesas de piedra y criptomerias en los patios vallados, envueltos en mangas firmemente cosidas de nieve inmaculada. Algo falta, no obstante: una ausencia que sólo se llena por un tiempo con el rojo de la furgoneta de correos en el callejón, o el sonido de unos pasos haciendo crujir el hielo. Al borde del bosque, más allá de lo que puede llamarse razonablemente las afueras, en la linde ya mítica del campo, un buzón de correos se yergue entre ventadas de la misma blancura, llenado su espacio con un color y una solidez que las afueras no pueden emular.
Por tal razón, los últimos rituales verdaderos sólo suceden aquí: los habitantes de las afueras están obligados a una atención al detalle que una vez fue religiosa y que ahora carece de sentido. El barrio tiene sus propias pautas: ordenamientos de botellas en los peldaños de la puerta principal y hielo rascado en los senderos de entrada, promulgaciones de tareas y deberes, conversaciones en las verjas y en los setos, movimientos de barrido y atado, cálculos arcanos de coste y distancia. Toda esta actividad está diseñada para hacerlo parecer real –un lugar común–, pero sus residentes no pueden evitar la idea, como la idea que a veces surge en sueños, de que nada es sólido, y de que el barrio de las afueras no es más corpóreo que un espejismo en una ventisca, o las ondas temblorosas de una carretera de salida donde las manchas de gasolina se evaporan al sol.
El sueño recurrente es también un recuerdo: salgo del humo y el ruido de una fiesta en las afueras al frescor de un jardín que huele a lirios y hierba santa; las estrellas están cerca, frías, centelleantes, y quiero estirarme y frotar los dedos en sus puntas. Doy un paso y me subo a las ramas más altas de un manzano, a la humedad y el aroma donde una muchacha con un vestido blanco está de pie, medio en sombra y medio iluminada, perfumada de lirios, como si perteneciera al jardín y pudiera alzarse y fundirse en él a voluntad.
No hay necesidad de hablar; nos oímos mutuamente los pensamientos; fluyen juntos a través de la música y las voces, no sólo sonidos, sino también fragancias y fragmentos de visión: luces, polillas, perfumes, túneles, corrientes. Ideas a medias: la anotación de una tendencia a lo circular, una pulcritud que he conocido durante años, expresada en una extraña álgebra de topónimos y símbolos en mapas de carretera.
Pasado un tiempo, en el sueño y en el recuerdo, ella desaparece. Regreso al interior de la casa y la cocina está vacía, salvo por una ausencia donde algo acaba de ocupar mi sitio, dejando un vaso de leche a medio beber en la mesa, algún ángel de pesos y medidas que pasó por aquí y acaba de marcharse; oigo el ruido de su motor en la oscuridad, una brillante configuración de viejos dioses, Pan-Shiva, Perséfone-Ishtar, el Jano-Cristo de umbrales y encrucijadas, la huella de un niño que nunca ha entrado en casa y nunca lo hará, que permanece a la intemperie haga el tiempo que haga, que nunca ha de crecer o morir, que está siempre, en toda circunstancia, jugando fuera.
A última hora de la tarde, la gente en casa; zarpas gatunas de luz en las hojas del melón dulce, aspersores activándose y siseando en céspedes desiertos. A una milla de distancia, la estación de tren en desuso está sepultada entre parras y laurel cerezo, medio entregada al bosque, como un templo erigido a un dios casi olvidado; a media milla en la dirección contraria, cruces y ángeles de piedra se yerguen cubiertos de líquenes de camposanto, las ágiles serpientes musculosas están envueltas en hiedra, el agua gotea todo el anochecer de un caño oxidado; es otra forma del mismo verdor, más inmóvil y familiar, pero aquello que lo embellece es aquello que lo vuelve peligroso, como el espíritu de un estanque de peces que prende en llamas y mancilla a nuestros hijos.
A veces me seduce su identidad más primitiva: un lugar donde puedo cultivar plantas; una cocina caliente donde puedo sentarme sin ser molestado, esperando la leche y el correo, mientras el sol se alza detrás del manzano y tejidos de agua desbordada discurren por la hierba más allá de mis fronteras. A veces su sencillez es un engaño: la distancia llega en una hebra de aroma fresco entre dos cortinas, y pienso que ya estoy presente en otro lugar después de una suerte de viaje, como si se pudiera viajar a un destino que no sea éste, las afueras, donde todo está implícito: ciudad, polígono industrial, parada nocturna, bosques que emergen de entre la bruma como recién creados, lo mismo que esas flores de papel japonesas que se abren en el agua, carreteras secundarias de noche donde, por un momento, un susurrar de alas pasa muy cerca en la oscuridad, seguido de un tirón de silencio, la sensación de campos de espigas moviéndose al viento, y más allá una lámpara en una ventana donde alguien ha estado sentado toda noche, bebiendo té, recordando algo así.
Las afueras acumulan accidentes: libros sobre topología o nomadismo que parecían interesantes en la tienda; jardines descuidados de menta y buglosa; cobertizos llenos de fragmentos de arcilla y harapos coagulados, como el suelo de una tumba egipcia. Densos y oscuros licores permanecen años bajo las tapas de botes de mermelada y botellas de limonada, como recetas de cuentos de hadas para la invisibilidad o el amor.
El lugar no es importante; aun si los detalles son seductores, la noche es lo que importa: la constante de la noche en Chantilly o Cherry Hinton, una noche que podría poblarse con criaturas de Grunewald o Richard Dadd pero que se revela, en cambio, como una hermandad siniestra y juguetona de objetos cotidianos: céspedes mojados, setos en penumbra, gatos que caminan por el borde de los muros y carpas gordezuelas y silenciosas en estanques que parecen pintados por Hiroshige; el aroma del tabaco de Virginia, el dulzor de mi propia boca, una calidez moviéndose en mi piel, una sensación en mi cuero cabelludo de estar emergiendo, ahora y siempre, a la superficie del instante.
Me despierto de noche y oigo a alguien moverse en la oscuridad, cerca de la cama, o veo, con bastante claridad a la luz de la luna, a un delgado, malicioso o alegre niño que una vez fue mío pero que ahora se ha ido a colaborar con el ser de esos ángeles carroñeros que embrujan las afueras, indiferentes a la noción de que este espacio, con sus puertas cerradas con llave y sus persianas bajadas, pertenece a mi sencilla idea de orden, que no es más que una noción de riesgo valioso y calculable.
de Common Knowledge (Conocimiento comunal; Secker & Warburg, 1991)
trad. J.D.
miércoles, julio 23, 2008
periódico de poesía
Por cierto, hay en un número atrasado del periódico unas traducciones del poeta escocés John Burnside que tal vez puedan interesaros.