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jueves, noviembre 21, 2019

entre




Mañana viernes se presenta en Oviedo el número 18 de la revista de creación y crítica Anáfora, que dirigen desde Asturias Pablo Núñez y Candela de las Heras. Se incluye en sus páginas una larga entrevista que el joven poeta Carlos Iglesias Díez me hizo este verano (por escrito) a propósito de La puerta verde y que recoge algunas de las ideas que exploramos en la presentación del libro en Oviedo.

Como tiendo a ser prolijo y hasta exhaustivo, la entrevista original se me fue de las manos y hubo que «cortarla» ligeramente. No me resisto a compartir uno de los fragmentos que han quedado fuera. No solo es el más autobiográfico de todos, Burnside mediante, sino que rima –me parece– con el tono de algunas entradas recientes de este blog (en realidad, las explica parcialmente). Aprovecho para agradecerle a Carlos Iglesias su interés y su lectura atenta. No fue fácil responder a algunas de sus preguntas, pero el esfuerzo valió la pena.



Carver Street, Sheffield, ca. 1992


En tu glosa de la poesía de John Burnside, haces referencia a esos espacios suburbiales donde no están bien definidos los límites entre el campo y la ciudad, el adentro y el afuera, el transcurso del tiempo y su detención. Son escenarios frecuentes en tus propios poemas («Paris-Texas», «Highland», «Lugar del amor», «Desierto de los Monegros», «Invernal», entre otros muchos) y en los de los autores a quienes traduces. ¿Qué significan para ti esa clase de «no-lugares»? ¿Crees que su carácter mestizo y fronterizo guarda alguna similitud con el proceso de traducir?

Creo que tienes razón al señalar esa correspondencia entre mi interés por Burnside y mi fascinación por esos lugares intermedios, esos espacios suburbiales que ya aparecen en un libro tan temprano como La anatomía del miedo («Carver Street» es otro ejemplo que me viene a la cabeza). Por un lado, es una fascinación de orden fotográfico y cinematográfico: crecí con toda esa mitología norteamericana del cine y el rocanrol (desde Badlands de Malick a Paris, Texas de Wenders pasando por la mirada urbana de Cassavetes o el primer Scorsese). Esa imagen de la «tiniebla en el confín de la ciudad», por citar el célebre disco de Springsteen, ha sido icónica para mí. Pero hay también una raíz de índole biográfica: cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, la ciudad salía de una crisis socioeconómica y de identidad muy intensa por culpa del nuevo orden thatcheriano. Parecía un escenario de una película de Ken Loach. La ciudad se extendía en infinitos barrios residenciales a partir de un centro diminuto, tomado por franquicias comerciales, bloques de oficinas y edificios administrativos. El campus de la universidad era un segundo foco de actividad que rivalizaba con el centro de la ciudad, y recuerdo muy bien que entre esos dos nudos se extendía una red de calles y callejas casi vacías, sin apenas comercios ni viviendas: solares abandonados, viejos garajes y fábricas de ladrillo rojo, edificaciones de la época victoriana que habían albergado talleres, almacenes, destilerías… Te confieso que dediqué muchas tardes a caminar por esos barrios, fascinado. Y no tardé en establecer una correspondencia entre ese Sheffield decadente y el Gijón post-reconversión industrial, esas zonas del Gijón portuario y suburbial que se extendía hacia Veriña… Llegué a escribir un libro de poemas con el título de Las ciudades rotas a partir de esta correspondencia. Los poemas no eran gran cosa y el libro quedó inédito (o lo destruí, no me acuerdo bien).

Esos lugares entre, esos espacios intermedios (no me gusta mucho la expresión no-lugar, o al menos me parece más apropiada para ámbitos como los pasillos y las salas de espera de los aeropuertos, por ejemplo), siempre me han seducido. Y los sigo buscando una y otra vez aquí en Madrid; me doy cuenta al leer muchas de las entradas de mi blog. Me parecen espacios llenos de posibilidades, espacios a medio hacer que la imaginación puede colonizar más ampliamente. Supongo también que son espacios que convienen a mi soledad o mi misantropía… Además, el que sean lugares humanizados (y también, en ocasiones, fuertemente urbanizados) hace que el tipo de apertura, de iluminación, que ofrecen tenga una fuerza muy particular. A veces me parece que escribo porque no puedo ser pintor…

Respecto a esa analogía que estableces entre mi búsqueda de esta clase de lugares y mi trabajo como traductor, la verdad es que no lo había pensado. Está bien visto. En general, nunca me ha gustado aparecer en primer plano o estar en el centro de la escena: prefiero los márgenes, la banda, el pasar ligeramente desapercibido. Si a eso le sumas el componente didáctico, el afán de compartir descubrimientos… Si hubiera una explicación psicológica para lo que hago, o cómo lo hago, iría por ahí.

martes, febrero 12, 2019

la tarde





Releo La tarde de un escritor en una tarde, mi tarde de lector, podría decir. Hacía años que no leía a Peter Handke, y este librito, reencontrado de pronto entre las cajas de la mudanza que estaban por abrir, ha tenido algo de viaje en el tiempo, como una música que oímos en la radio y despierta presencias impertinentes.

Ciertos pasajes del libro, los que lo abren, por ejemplo, me han hecho recordar mis largas jornadas en el estudio de Netherfield Rd., en Sheffield, hace más de veinte años, donde traducía o trabajaba en la tesis en la más perfecta soledad: apenas se oía algún ruido, y uno tenía en ocasiones la impresión de ser el último habitante de la tierra; en los días más cortos del invierno, sobre todo, se percibía con absoluta nitidez la caída de la luz y el repliegue del jardín ante la noche, como un polvillo que fuera depositándose sobre las cosas y las dispusiera para su ingreso en la oscuridad; los gatos merodeaban por el muro y el viento mecía las ramas de un pequeño abeto que apenas cambió durante los cuatro años que ocupamos la casa. Handke describe una ciudad del norte, con suburbios extensos y silenciosos, y a veces, de no ser por las referencias a un río que la cruza, me ha dado la impresión de que hablaba (me hablaba) de Sheffield. Ciertas jornadas tenía la sensación de haberme hecho invisible a los demás: podían pasar dos o tres días sin que apenas saliera de casa y sin que cruzara una palabra con mis vecinos, y, cuando N. llegaba a casa por la noche, después de las clases, yo tenía que hacer un esfuerzo para procurarle conversación y vencer mi inicial indiferencia por la vida ajena. A veces salía y daba una vuelta por algún parque cercano, pero el frío me derrotaba pronto y maldecía la falta de cafés en mi barrio donde entrar en calor y ver pasar la vida. Inglaterra es un país poco acogedor para el flâneur.

He disfrutado mucho con el libro, pero me pregunto si en parte mi placer no se desprende de que he leído, al menos en parte, una autobiografía velada de mi vida en Sheffield. Ciertos gestos, incluso, me han recordado algunos de mis arranques maniáticos: el cambio a última hora de una palabra y la sensación de trabajo cumplido que eso me procuraba, la extrañeza con que miraba la casa después del largo día de silencio y cuartillas escritas, la pereza malsana antes de salir de casa y dar una vuelta, la sensación de navegar a la deriva por un aire hecho cámara de resonancia de mi conciencia… A veces, los fotogramas de Sheffield se me mezclaban con los de una ciudad centroeuropea, como la Praga que he visitado más tarde: Handke hablaba de un puente y un café y de inmediato me venían al recuerdo los puentes y cafés de Praga, la quietud ruinosa y deslavazada de la falsa isla de Kampa, donde tratamos inútilmente de encontrar huellas de Holan, aunque la memoria haya logrado reconciliar algunos de sus poemas con las callejas de esa tierra de nadie en la que nada nos llamaba. Aunque era marzo, el invierno seguía reinando y sumía las aguas del río en un negro pesado y revuelto que arrastraba las ramas y los despojos de la orilla. El frío palpaba la piel y se cernía sobre los tejados de Hradcany como un pájaro a la espera. De vez en cuando entrábamos a refugiarnos en un café y tratábamos de leer los periódicos checos, más bien de adivinar por ciertas palabras de qué hablaban. Hoy el recuerdo de esa semana salva acaso medio año de mi vida que ha caído en el olvido, sin duda propiciado por una rutina demasiado rígida.

La facilidad con que he logrado superponer imágenes de mi vida al texto de Handke me intriga. Sentí algo semejante al leer Poema de la duración: Handke lograba conjugar lo particular de cada situación (de lo que derivaba su poder inmediato) con una vaguedad descriptiva que permitía o más bien exigía la apropiación ajena. Sus escenas tienen rango de símbolos, cifran ideas o estados de ánimo que todos hemos asociado alguna vez con escenas análogas. Pero lo extraño, o al menos a mí me lo ha parecido en esta relectura, es que no resulta predecible, que sus identificaciones no son obvias. Todo sigue la lógica del sueño, natural y sorprendente a la vez, y vagamos por sus paisajes con la sensación, creo que no infundada, de que todo está a punto de cobrar –de revelarnos su– sentido.