Ciertas renuncias personales
pueden ser convenientes y hasta liberadoras para quien las asume, pero dejan un
yermo, un vacío intratable, a quienes le rodean o le suceden en el tiempo.
Claro que, ¿quién puede medir o evaluar las consecuencias de nuestro hacer –o
mejor, de nuestro no-hacer– en el futuro? De manera que a la renuncia le siguen
toda clase de pequeñas compensaciones con que variar o subsanar, siquiera un
ápice, el rumbo establecido. Al final, el conjunto de añadidos corre el riesgo
de desdibujar la abdicación inicial. Por eso decimos que la vida es una suma de
pequeños gestos, de detalles solo en apariencia incongruentes. No vemos la dejación
ahí detrás, pero está, existe, alienta desde el hueco mismo que ha dejado igual
que un agujero negro gobierna más allá de su horizonte de sucesos. Y el término
de los astrónomos no puede estar mejor escogido: sí, la renuncia implica
–paradójicamente, acaso– un horizonte de
sucesos, un marco de proyecciones y posibilidades al que no es posible
sustraerse y que da la medida de nuestros pasos, de todo cuanto hacemos y
dejamos de hacer. Pero el problema, para las estrellas vecinas, es que su luz o
su materia no se curven hasta caer en el agujero, no dejarse arrastrar por el
campo gravitatorio del gran hueco.
Los que tenemos hijos sabemos
bien hasta qué punto ciertas renuncias –empezando por las más triviales– pueden
ser un privilegio del que es obligado, a su vez, renunciar, para no interferir en
su desarrollo o reducir el número y la calidad de las herramientas con que han
de entrar en la vida. Dicho crudamente: ellos no tienen la culpa de nuestras
limitaciones. Aunque si algo distingue a los hijos es justamente su destreza
para ubicar la limitación de los padres, su flanco débil, y golpear ahí cuando
es preciso (todo hijo acaba siendo un cuervo para sus padres, al menos por un
instante). ¿Así que, haga lo que haga, está uno condenado a hacerlo mal? En
gran medida, y la única forma de reducir o amortiguar el golpe es mantener
abierto el abanico de vida comunicable, hacer que el aire fluya. They
fuck you up, your mum and
dad. / They may not mean to, but they do, escribía con humor exasperado
Larkin (en la traducción de Francisco Rico: ¡Anda que tus papás bien te jodieron! Queriendo o sin querer, la jorobaron), pero el axioma no está escrito en piedra ni es irrevocable. Hay un
grado de consciencia que supone admitir, sin derrotismos, nuestra naturaleza
falible. Sí, todos nuestros actos, también nuestros no-actos, nuestras dimisiones,
están sujetos a la injerencia de ese trickster
que llevamos dentro y que malogra eso mismo que tratamos de fundar. Somos
nuestro enemigo más íntimo y no obstante, como la paloma de la metáfora
kantiana, sin la fricción y el debate con ese enemigo seríamos muy poco, tal
vez nada. Retirarse, renunciar, significa en el mejor de los casos fundar un
centro invertido, sombrío, que tira de su entorno y lo deforma; en el peor, dejar
un terreno baldío que la maleza inundará muy pronto, hasta asfixiarnos.