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miércoles, noviembre 30, 2022

para vivir aquí

 

 

En un poema de la escritora estadounidense Linda Pastan (1932), dos voces debaten sobre un precepto rabínico que prohíbe tocar a un moribundo, pero aclara (es una salvedad que no esperamos) que si su casa se incendia debe ser sacado de ella. La primera voz pregunta: «¿A quién podría tocar yo entonces, / no estamos todos / moribundos?». A lo que la segunda responde con «vieja sonrisa de conciliador»: «¿Pero no están todas nuestras casas / quemándose?».

 

Tengo la sensación de que la poesía de Olvido García Valdés es de las pocas entre nosotros que sostiene, como una balanza de dos platillos, la conciencia de esa doble amenaza, que en realidad es nuestro estado natural, la raíz patente de nuestra fraternidad: somos seres caducos, hechos para la muerte, pero entretanto vivimos, estamos vivos; y reconocemos ese mismo destino en todo aquello que nos rodea y comparte nuestro existir. Ese reconocimiento, ese sabernos fraternalmente entre las cosas, es lo que llamamos belleza en un sentido profundo (y es belleza porque es verdad, como dice Keats): «la hermosura, el sufrimiento, lo / que nos hace pertenecer siendo otros».

 

Este es el punto de partida. Y, a partir de ahí, se trata de acercar los ojos, los oídos, de estar alerta y mirar y escuchar con la perpetua curiosidad de quien sabe que la existencia se juega en este instante, ahora, sin lamentos ni elegías regresivas ni vagos futuribles. Se trata, en suma, de ensanchar el cauce de la vida –la propia, la de todos– y acoger, dar cobijo: «No puede / la carencia ser reparada mas no impide vivir, mide / cielos vuelos pulmonar ansia, dibuja / ramificaciones nerviosas…». La poesía de Olvido se juega en ese campo y con esas reglas: es una medición o inspección de los tiempos y espacios donde a pesar de todo podemos vivir, hallar briznas de asombro o de sentido, llenarnos los pulmones.

 

Es lo que ella misma, en su último libro, define como «gracia» y que tiene que ver con una cierta disposición de ánimo, una forma de estar en el mundo («voy por el mundo como en un sueño»), una confianza innata en la naturaleza misma de esas presencias que no dejan de estar con nosotros y acompañarnos: su variedad incesante, sus rasgos peculiares, el modo que tienen de hablar y de moverse, el detalle llamativo o incongruente… Pueden ser los animales, tan importantes aquí («todo lo que tiene alas es ángel, mosca / golondrina mirlo cucaracha –puede / volar–»), el mundo vegetal, las voces que se oyen por la calle («¿comiste ho?»), o un obrero que cojea bajo la luz lavada de Lisboa y que despierta intriga, curiosidad: «¿Por qué lo miras así, por qué / lo sientes cerca si está allá abajo?, ¿por qué cojea?».

 

La mayoría de los poetas nos dan una foto fija, una imagen estática. A veces esa imagen va acompañada de una sensación, una atmósfera que envuelve al lector y lo conduce a otro plano de lo real. Pero Olvido hace algo más: nos muestra una pequeña película, descompone la escena en planos minuciosos, a menudo abruptos, sin solución de continuidad, en los que parpadean dudas, apartes, preguntas. Aquí lo importante es la sintaxis, la estructura casi analítica del decir, que le permite deslindar con infinito miramiento cada detalle («ramificaciones nerviosas»), dosificando a su gusto las observaciones, el fluir de la emoción, jugando con la velocidad de la transiciones, que a veces son yuxtaposiciones violentas, como si jugara con piedrecitas y las hiciera entrechocar en su mano para crear un efecto de disonancia, de pensada cacofonía.

 

«El poema es en sí mismo soledad / tiene contacto con lo vivo», dicen dos versos de su libro más reciente, Confía en la gracia. Es una soledad fraternal, pero también sanadora, porque el poema –la creación– le ofrece a la humanidad un conocimiento de sí, le dice cosas de sí misma, que no tendría de otra forma. Me parece que eso mismo es lo que Olvido quiere decirnos al final de tantas palabras: «recibe este objeto en tu corazón, mira / en él algo que ames, mira de nuevo».

 

Publicado en La Nueva España, 27 de noviembre de 2022

 

 


domingo, junio 24, 2012

lo solo del animal


Ayer sábado, gracias a la hospitalidad de Angélica Tanarro, se publicó en La sombra del ciprés, el impecable suplemento cultural de El Norte de Castilla, mi reseña del nuevo libro de Olvido García Valdés, Lo solo del animal (Tusquets, Barcelona, 2012). Un texto necesariamente breve pero en el que he intentado sintetizar algunas de las vetas del libro, quizá el más rico y flexible de los suyos. Muchas de las cosas que aquí se dicen se ensayaron en el coloquio que Marta Agudo y un servidor mantuvimos con Olvido en La Casa Encendida a finales de mayo. Pero luego el ritmo de la escritura introduce su propia lógica, aunque sea en el espacio reducido de un folio y medio. En última instancia, no importa demasiado si queda algo fuera o por decir; lo importante es que lo dicho –lo que queda dentro– se entienda y tenga coherencia. Y que sirva, claro está, para que los demás se acerquen al libro. Ojalá estas líneas lo consigan.




Que acoja y que no niegue

Recordemos la escena: Zaratustra despierta de su letargo después de siete días de postración y los animales, al ver que toma una manzana y es capaz de disfrutar con su olor, se le acercan y le incitan a que se ponga en pie: «Sal de tu caverna: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti y todos los arroyos quisieran seguirte en su carrera… Sal de la caverna. Todas las cosas quieren ser tus médicos». Leo este pasaje y advierto en él una de las raíces de la escritura reciente de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950). La propia autora tituló así, El mundo es un jardín, la lectura comentada de su obra que el Círculo de Bellas Artes publicó hace dos años. El jardín, pues, no sólo como cifra del mundo, sino también, siguiendo a Nietzsche, como espacio de una conciencia que no quiere ignorar nada, que se niega a embellecer con adornos o elisiones interesadas la belleza de lo vivo. Una belleza, desde luego, que no excluye lo terrible. García Valdés ha citado a menudo la frase de John Donne según la cual «el hombre no tiene más centro que la desdicha». Saber vivir pasa por aceptar por igual ambas caras de la moneda, mirar de frente lo que la vida tiene de muerte y viceversa. Es un aprendizaje, un proceso gracias al cual disipamos los fantasmas castradores del narcisismo, esa insistencia nuestra en ser la medida de todas las cosas, cuando ellas mismas deberían ser nuestros «médicos».

Lo solo del animal ahonda sin estridencias en las claves de entregas anteriores y nos entrega una escritura que nunca ha sido más dúctil ni más capaz de acoger la riqueza inexplicable del mundo. En la poesía de García Valdés la percepción está en el origen de un pensar que es también un sentir, una disposición afectiva: los sentidos (el ojo, el oído) proponen y la sangre dispone. Más que nunca, este libro tiene algo de diario que baraja tonos y prosodias: el ensayo, el apunte del natural, el chispazo iluminador, el fragmento enigmático o desgajado de su contexto, la espiral abstraída de la meditación, la estampa narrativa… También las voces se barajan y confunden, como si se quisiera difuminar la presencia del yo y acoger la pluralidad de sujetos, de percepciones, que acompañan su paso por el mundo. Lo que se oye en la duermevela o en una tienda, lo que alguien dijo en un sueño, el ruido del agua o el graznar de un pájaro, todo comparece en un plano de igualdad que completa la visión y la hace más cercana, más inmediata.

Lo solo del animal toma su título de unos versos de su predecesor, Y todos estábamos vivos (2006): «dónde / ocurre la vida y es libre y no / benigna, dónde con su herida / lo solo del animal», y subraya desde el arranque mismo su condición de bestiario cotidiano, de cuaderno de campo donde el animal es una presencia común, obsesiva casi. Como la autora decía en una entrevista reciente, «me parece que el animal es el que viene como es»: en él no hay conciencia que lo desgaje de sí, no hay escisión, nada puede apartarlo del centro en que respira. Pero el animal es también objeto de una piedad –un ponerse en su lugar– que no se hace ilusiones sobre el carácter feroz de la existencia. Si en los versos antes citados se habla de la vida como «no benigna», aquí se dice que «benigna es / la muerte para lo frágil / de piel finísima y huesecillos». Volvemos a lo mismo. Y hay incluso, salpicando estas páginas como aviso a navegantes, un afán deliberado por recordar al lector la «verdad desagradable» que tarde o temprano «asoma»: «a los enfermos e / impedidos diles ea / solos estáis».

Conocemos ya el decir inconfundible de Olvido García Valdés, esa sintaxis que ha ido depurando con cada libro y que es su modo de ser fiel a las complejidades de la percepción y el pensamiento, pero en esta nueva entrega la respiración se ensancha y sutiliza de manera extraordinaria, como si pudiera poner en todo momento el dedo en la llaga, completar la música de lo que ocurre. Lo dice ella misma en versos que son, más que una poética, una lección de vida: «Buscar una mirada, un punto para ver, que acoja y / que no niegue, que vea luz en la noche, y la huella / de la noche en el profundo azul del mediodía».

viernes, julio 11, 2008

olvido garcía valdés en valdediós

Como anuncio y avance de la lectura que Olvido García Valdés dará en el Monasterio de Valdediós el sábado 19 de julio, recupero una breve lectura crítica que escribí con motivo de la concesión del Premio Nacional de Poesía a su libro Y todos estábamos vivos. Me la pidió Miguel Barrero para Les Noticies, donde se publicó en una cuidada versión en asturiano, y pocas veces he disfrutado tanto con un encargo.


Doble exposición

Tal vez ninguna otra expresión se ajuste mejor a la naturaleza y alcance de la obra de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950) que el título de su penúltimo libro, Del ojo al hueso, publicado en 2001 en Ave del Paraíso, la añorada editorial de Manuel Ferro y José-Miguel Ullán. Por un lado, el ojo, el impulso contemplativo, la distancia que se establece con la mirada y que se traduce en una fascinación por las superficies: paisajes naturales o urbanos, pinturas y dibujos, y hasta en ocasiones el contorno difuso y escurridizo de los sueños. Por otro, el hueso, la presencia obsesiva del cuerpo, el afán por indagar en sus pliegues e impurezas, en su gravidez y fragilidad. Lo de afuera y lo de dentro, una pareja que ya comparecía de manera fulminante en uno de sus primeros poemas, “La caída de Ícaro”: “Verde. Verde. Agua. Marrón. / Todo mojado, embarrado. / Es invierno. Es perceptible / en el silencio y en brillos / como del aire. […] // Un cuerpo caminando. / Un cuerpo solo; / lo enfermo en la piel, en la mirada. […] / La descompensación / entre lo interno y lo externo […]”. Esta descompensación es el motor primero y reiterado de una escritura que se ha mantenido estrictamente fiel a sus postulados iniciales, pero que no ha dejado de madurar y acendrarse a lo largo del tiempo. Veintiún años y cinco libros después de El tercer jardín (1986), su estreno editorial, la poesía de Olvido García Valdés se nos aparece como un conjunto de rara lucidez y coherencia en el que no disuenan las excursiones a otros géneros como el ensayo biográfico (Teresa de Jesús) y la traducción (Pier Paolo Pasolini, Anna Ajmátova, Marina Tsevetáieva), convertidas en parte integral de un mismo proyecto, de una misma apuesta literaria.

“La caída de Ícaro” apareció originalmente en Exposición (1990), su segundo libro, con el que muchos lectores (entre los que me cuento) accedimos por vez primera a esta escritura. El título no es casual. “Exposición” hace referencia, en un primer momento, al ámbito de la pintura, tan querido y frecuentado por Olvido, y que aparece una y otra vez en forma de mención, de cita, como una señal indicadora que permite encontrar paralelos o correlatos visuales de lo que el poema nos cuenta. Pero la presencia de la pintura es algo más que un guiño o un apoyo textual. Muchos poemas parecen replicar, desde su estructura, desde su organización interna, el modo en que leemos un cuadro, captando de un golpe su tema o su atmósfera para ir luego sumando detalles, matices o contradicciones que corrigen la visión primera, o incorporando a la escena del pintor nuestra propia ensoñación, los fantasmas que nos dictan el deseo o la memoria. Todo un libro, caza nocturna (1997), se divide en secciones presididas por tres pintores (Kasimir Malevich, Paolo Uccello y Arshile Gorky) que encarnan, a su vez, posibilidades expresivas muy presentes en esta poesía: de una forma arcaica y casi fantasiosa de perspectiva (esa “Cacería en el bosque” de Uccello a la que alude el título mismo del libro) a la abstracción más violenta, del gusto por la geometría plana a la tentación expresionista. Los poemas de Olvido suelen comenzar con una gran sencillez, una claridad elegante y pausada que se va complicando e incluso rompiendo a medida que los versos enumeran y profundizan en sus obsesiones. A menudo esa complicación se resuelve de nuevo en sencillez, o en versos rotundos que participan por igual del enigma y el aforismo: “Hoy alguien en un sueño dijo: / ten, en esta garrafa / hay agua limpia, por si toma moho / la del corazón”.

En otros poemas, sin embargo, esa complicación se lleva hasta el final, o se deja como en suspenso, incompleta, irresuelta, no sabemos si por pudor, por negarse a imponer ninguna conclusión al lector, o si por una resistencia íntima a obtener respuestas fáciles, apresuradas. Uno de los poemas de caza nocturna (uno de mis favoritos, y creo que también de su autora, pues se lo he oído decir en público varias veces, como una especie de clave o introducción de toda la lectura) tiene la forma de un apunte, de una simple lista que, a riesgo de acabar en falso, va descendiendo los peldaños del cuerpo, fijándose en lo cada vez más pequeño, hasta dejarnos a solas con su fragilidad, su aparente (y engañosa) insignificancia:

escribir el miedo es escribir
despacio, con letra
pequeña y líneas separadas,
describir lo próximo, los humores,
la próxima inocencia
de lo vivo, las familiares
dependencias carnosas, la piel
sonrosada, sanguínea, las venas,
venillas, capilares

Aquí la palabra “exposición” cobra otro sentido: el del cuerpo que se expone al dolor y el miedo, el de los protagonistas de estos poemas que, por el mero hecho de estar vivos (Y todos estábamos vivos), están expuestos a toda clase de amenazas, de ultrajes y peligros: el paso del tiempo, el dolor de la lucidez y de las relaciones personales, la caducidad corporal, la enfermedad… Vivir es exponerse, nos dice Olvido, someterse a la inclemencia de elementos que escapan a nuestro control. Esta conciencia aguda de la indefensión en que transcurren nuestros días se tensó al máximo en Del ojo al hueso. El título mismo, que evoca, no sé si a sabiendas, un memorable verso de Günter Grass (“Dejadme con el hueso”), deja traslucir el afán de la poeta de afincar o entrañar su reflexión existencial en el cuerpo, en lo más denso, secreto y esencial del cuerpo: esos huesos, con sus “medulas” de larga tradición barroca, tan duros como quebradizos, que nos sostienen en pie y son lo último de nosotros en borrarse o desaparecer.

Frente al carácter enigmático o abiertamente incomprensible de la propia existencia, de todo el abanico de sucesos, vínculos, decisiones, esperanzas, etcétera, que conforma nuestro vivir, está el consuelo o el alivio de la existencia ajena, en especial la del mundo natural (árboles, pájaros), las extensiones de paisaje, los juegos de la luz y de la sombra, la alternancia de las estaciones, las huellas de lo humano (caminos, surcos, aperos…) dialogando con el tiempo. En esta cercanía a las cosas se cifra uno de sus rasgos más atrayentes de esta poesía, el que más hace por crear un vínculo o un lazo de complicidad con el lector. Es también uno de sus rasgos más clásicos, pues se liga a una vieja tradición de diálogo con la naturaleza y a un no menos viejo deseo de encontrar ahí, en la naturaleza, respuesta a nuestras dudas y remedio a nuestras penas. Abro al azar Y todos estábamos vivos, el libro que ha merecido este año el Premio Nacional de Poesía, y leo lo siguiente: “Gotas detenidas en la resina, flores / de luz, o si no, vivirá como invitada / de los campos, hallará el cuervo / que tuvo un ala blanca. / Pronto girará el año, vendrán / atardeceres silenciosos que se prolongan”. Más allá del movimiento sinuoso del verso, del encabalgamiento y la ambigüedad sintáctica (¿quién es la que “vivirá como invitada”? ¿qué hace saliendo al poema sin ser notada?), queda una forma de mirar y de relacionarse con el mundo, una concepción de la existencia y de la poesía para la que somos, en efecto, invitados, huéspedes de una realidad que nos excede y que sólo podemos empezar a comprender desde la paciencia, la atención puntillosa y humilde. Aceptar las cosas no significa ignorarlas, practicar la indiferencia, sino transformarlas en parte de nosotros, parte interesada, algo de lo que esta poesía es fruto y testimonio privilegiado.