Abro mi ejemplar de El muro
de Mandelshtam (Bartleby Editores, 2017), el nuevo libro del poeta y
profesor Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), y me encuentro
con una escritura que trata de romper o forzar por lo menos las costuras de eso
que entendemos habitualmente por lírica: secciones en prosa que colindan con la
narrativa y el documental, diálogos fragmentarios, pasajes oníricos, anacronismos
deliberados, ramalazos de crudeza expresiva y casi expresionista, ironía
trágica y piedad a raudales, todo un compuesto impuro y lleno de grumos –de
extraños pliegues y repliegues– que desafía las expectativas del lector e
incluso las que el libro parece crear al desplegarse. De «complejo artefacto
poético» lo califica Gina Saraceni en el texto de contracubierta. Sin embargo,
si la lírica es –como apunta Eliot Weinberger– «celebración
y vituperio, asombro ante el mundo y furia por cómo suele ser», entonces este muro se
nos aparece como un ejemplo deslumbrante del poder que tiene la lírica para
contar, cantar y plantar cara al mundo. Estamos ante un libro crudo, feroz, perturbador,
que invoca zonas muy concretas de la tradición literaria reciente –el ejemplo y
la figura de Mandelshtam, desde luego, pero también la Antología de Spoon River de Lee Masters, la inquietud cívica del último
Yeats, las iluminaciones de Rimbaud, Pavese, Éluard, etc.–, y que a la vez está
intensa, exasperadamente centrado en el daño y el padecimiento humanos, que
intenta forjar por todos los medios un relato plausible y poderoso de la
existencia en la favela caraqueña –el gueto, se dice aquí– de Ojo de Agua.
En una reseña reciente de la Poesía
reunida de nuestro autor, Martín López-Vega decía que «Barreto no es un poeta de la torre de marfil, sino del ágora, y
los lenguajes que prefiere aprender y hablar a menudo no son los preferidos por
el gremio de los poetas». Podríamos añadir o matizar que
en este libro Barreto traslada ese ágora a un cruce de calles cualquiera, una
esquina techada por árboles castigados y marañas de cables y transitada por las
víctimas de la pobreza, la precariedad y la violencia arbitraria. Un mundo de
talleres, colmados y cuchitriles en las lindes de Caracas, «la capital del rencor», «la ciudad quebrada», «sarcófago / de cemento gélido»… Y los sucesos que aquí se cuentan –porque este es un libro con
una profunda vocación narrativa, con personajes que van y vienen sin aviso, que
surgen y se esfuman dibujando un curioso mapa de calamidades– se tiñen del
color de los sueños y las premoniciones, del peligro y la sospecha. Leyendo
estas páginas, recuerda uno esos versos terribles de la «Canción última» de Miguel Hernández: «Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y
desgracias». Y así son
los trazos que levantan este libro. Pero lo hacen sin patetismo, sin incurrir
en aspavientos ni excesos sentimentales. La distancia –una distancia en
ocasiones irónica, cuando no brutal– es justamente lo que permite mirar de
frente ese mundo, verlo en su integridad, capturar sin miedo a la exageración
su riqueza terrible, su demasía. Vuelvo a subrayar esta dimensión documental,
testimonial incluso, porque es ella la que da espesor verosímil a la lectura y
permite luego el trabajo propiamente lírico de la imaginación y el sueño.
Hay una expresión inglesa, the writing is on the wall –literalmente: la escritura está en el
muro–, que parece hecha a propósito para este libro. Se refiere a ese momento fatídico
en el que ya no hay vuelta atrás, cuando los signos de que algo malo o al menos
desfavorable va a ocurrir son evidentes. Y así la escritura que aparece en este
muro particular: sus personajes ya no esperan ningún remedio, ningún alivio,
han abandonado toda esperanza y se limitan a sobrevivir… y a veces ni eso,
porque «total, en el gueto de Ojo de
Agua / el inocente es un ser invisible», sujeto a «la cólera sin
razón» («La fiesta de Jaiker»). Ese es el
tono resignado, inapelable, que impregna muchos poemas, y aun cuando estoy con
López-Vega cuando menciona la «ironía tierna y triste,
siempre inteligente» de Barreto, «cuya mordacidad nunca es mayor
que su ternura», tengo la sensación de que aquí la mordacidad le ha ganado la
partida a la ternura; y de que la tristeza, lejos de ser un condimento de la
inteligencia, se ha convertido en un veneno que amarga el corazón. No puede ser
de otra manera cuando se entiende –se asume– que la precariedad y la violencia
son condiciones propias de la vida en el barrio. Hay momentos de solidaridad,
sí, de rara tregua (ese partido de fútbol con el que los bravos de Boca de la
Virgen y los guardianes de El Estanque resuelven sus agravios y en el que nadie
anima demasiado «a fin de no comprometerse con parcialidades que pudieran derivar
en otras consecuencias», anota Barreto con humor), pero
todo parece colgar de un hilo muy frágil y hasta cuando la belleza de los
fenómenos naturales visita el barrio –esa repentina
nevada que no sabe uno si sucedió en sueños– lo hace para congelar a los
gatos y fulminar a los perros, que «mueren como esculturas
acurrucadas / contra el dorso de los escalones en las veredas».
En este infierno del gueto, en esta espiral de callejas y veredas
que trepa por las montañas de la ciudad, el guía del poeta, su Virgilio, es un «hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam». El protagonista no se hace demasiadas ilusiones sobre la
identidad de su interlocutor («el rostro verdadero de
Mandelhstam, el que había conocido a través de tantas fotografías, su cara
ancha de ojos agrisados y juntos, con labios delgadamente rectos, ese rostro se
disolvió con nostalgia sobre otro de cabello entrecano que tenía una ligera
cicatriz en su boca como la marca de alguna operación de origen leporino
ocurrida quizás en su primera infancia»),
pero prefiere seguirle la corriente y entrar así en un estado de extrañamiento
del que va brotando, casi a su pesar, como quien no quiere la cosa, la
totalidad del libro: «Así que me dije: por qué este
señor no podría querer llamarse y ser el desterrado poeta que recitaba mirando
al cielo colocándose la mano derecha tras la nuca. Era posible, y yo debía
abstenerme de ponerlo en duda a riesgo de pronunciar un llamado a las furias
que deambulaban por los callejones del barrio con violenta firmeza».
Este texto inicial en prosa, «Rayas
sobre el muro», que hace las veces de pórtico, es como la chistera de la que va
emergiendo la ristra de pañuelos multicolores (pero en última instancia
armónicos) que conforman los poemas de la sección siguiente y central del
libro. Mandelshtam va y viene por estas páginas como una figura espectral, a
veces actor protagonista, otras interlocutor, otras narrador, otras sombra invisible,
pero dotado siempre de una astucia traviesa que le permite leer como nadie las
claves de la vida en el gueto. Más que un Virgilio, el Mandelshtam ideado por
Barreto es una variante del trickster
o pícaro divino definido por Jung, un embaucador que no para de hacer trucos,
desobedecer normas de comportamiento y entorpecer o desbaratar los actos del hombre.
Entre sus funciones principales está justamente la de abrirnos los ojos a la
paradoja y el absurdo del vivir, y esto es algo que sucede una y otra vez, generalmente
con carácter trágico, en estos poemas.
Un eco de Spoon River resuena en los epitafios en prosa –también
hay alguno en verso, como el estremecedor «Trascendencia»– donde un puñado de difuntos cuenta su peripecia vital y la razón
de su muerte. Lo trágico, aquí, deviene a veces tragicómico, pero la piedad y
la compasión nunca están lejos y permiten a Barreto contar con sabiduría la
historial plural y colectiva del gueto. En esto sigue el ejemplo de esas
golondrinas a las que él mismo describe sobrevolando el paisaje y que son
capaces, como pequeños diablos cojuelos, de seguir la vida de los habitantes a
través de tejados y azoteas.
El lector sale del libro con la impresión de que podría haber sido
mucho más extenso, de que el material publicado es sólo una parte de una totalidad
que, en rigor, no tiene fin. Y quizá sea cierto. Los títulos de algunos poemas
hacen pensar que faltan piezas, que hay lagunas en la transcripción o que el
poeta ha preferido pasar por alto ciertas historias. Con todo, el final cobra
un cierto aire elegíaco, como si se quisiera suavizar y tal vez redimir la
crudeza del conjunto. Si Eliot, en «Los hombres huecos», decía que el mundo acaba «no
con una explosión, sino con un sollozo»,
Barreto nos dice que la ciudad, al llegar la noche, se cierra y se resume en «un arrullo», un habla seductora o un cantar
monótono, en voz muy queda, como el que hace dormir a los niños. ¿Pero es
realmente así? En ese mismo poema final se dice lo siguiente:
La ciudad
con sus autopistas
y el celaje de sus taxis,
y la tiniebla de una
montaña
al fondo
para que Caracas se refleje
y brille
en la verdad de su
violencia.
Pero ese zumbido de la
ciudad
y su atareado caracoleo,
luego…
¿nos dejará dormir?
Da la impresión de que ese arrullo, lejos de dormir al poeta
Barreto, lo mantuvo insomne durante un largo periodo de escritura frenética,
enajenada. Un arrullo que fue arroyo sonoro y que vertió en sus oídos las
cadencias febriles de la ciudad y sus pobladores. Este libro, surgido del
molino de la mirada y la conciencia, es su traducción en palabras.
Igor Barreto, El muro de Mandelshtam, Madrid, Bartleby Editores, 2017.
[El muro de Mandelshtam de Igor
Barreto es uno de los libros que más me han impresionado de un tiempo a esta
parte. Tuve el honor de presentarlo junto a Marina Gasparini, Manuel Rico y su
autor en Casa de América, en Madrid, donde leí una primera versión de este
texto. Y, puesto que Igor ha sido una de las personas que más me han animado a
retomar esta bitácora, parece oportuno que él sea el protagonista de una de las
primeras entradas de mi rentrée.]