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viernes, enero 10, 2020

la farola


Es una pendiente suave en la trasera del parque. Una escalera ociosa que casi nadie frecuenta a estas horas del anochecer y que lleva hasta la calle –más bien carretera, por la velocidad con que algunos coches pasan por ella– de la Rosaleda. Hay dos farolas, dispuestas a grandes intervalos, que solo alcanzan a iluminar el círculo de empedrado que hay a sus pies. El resto, vegetación y oscuridad. Quiero pensar que estas farolas permanecen alumbradas toda la noche, aunque solo sea para acompañar remotamente a los dos o tres travestis que dentro de unas horas andarán paseando y ofreciéndose por el arcén. Desde aquí arriba, la farola más cercana luce solitaria, casi huérfana, y parece extraño que alguien quiera pasear por la negrura que la rodea. Pero de pronto surge un golden robusto, con la mueca bonachona de su raza, y detrás su dueña, una mujer de pelo corto que sube con esfuerzo y evita nuestro mirar. Sigue el rumor del tráfico, su parpadeo autista. Ahí echamos los ojos, como si estuviéramos al pairo y hubiera que entretener la espera. Y algo de eso hay.

Una farola que alumbra lo justo, que pocos agradecen y que brilla lejos de los caminos principales. Una farola que se enciende puntualmente cada tarde. Una luz para nadie, casi para nada, y que solo echamos de menos cuando se funde o no está. ¿Una imagen de la poesía?

jueves, diciembre 05, 2019

cuenta atrás





Llevaba medio año ausente (alguna vez lo eché de menos), pero el chino que hace ejercicio caminando hacia atrás ha reaparecido. Así es la cosa: da vueltas en torno al parque en modo retroceso, moviéndose con paso firme y volteando la cabeza cada poco para evitar tropiezos y despistes. Podría hacer una consulta para conocer el motivo –si es una práctica venerable o está recomendado para prevenir algún mal específico–, pero me quedo con la imagen de este hombre más bien bajo, escueto y reconcentrado, que circunvala el damero de parterres y jardines avanzando de espaldas, como si quisiera regresar infinitamente a la noche de donde proviene –sin lograrlo. Una forma de penitencia. La sospecha, quizá, de que este caminar inverso ayuda a expiar (¿a corregir?) los errores de la víspera. El reloj en hora. Borrón y cuenta nueva.

(Una semana después me lo encuentro acompañado de su mujer, que imita su caminar hacia atrás, pero sin la firmeza ni la gracia del hombre. Tiene el pelo alborotado por las rachas de viento y lleva de la mano a su hijo, que intenta zafarse cada poco para no perder el equilibrio. El día, ciertamente, no ayuda. Pero ellos insisten y me los cruzo diez minutos después, más acompasados. Una práctica familiar).

viernes, noviembre 15, 2019

quicio


Estos gorriones que picotean entre arbustos son los mismos que el año pasado. También los perros, que se renuevan cada curso sin dejar de ser idénticos. Pinos y cedros y arces y abedules son los de siempre, no se han movido de su sitio. Y así la hierba, el agua del estanque, los colores de la rosaleda… Sólo nosotros –testigos inquietos, insatisfechos, reos de una impaciencia que patina sobre la superficie de las cosas– crecemos y cambiamos, nos salimos del quicio, no coincidimos con nosotros mismos.

martes, noviembre 12, 2019

el resplandor


Subo con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.

Arriba, la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.

miércoles, junio 05, 2019

instrucciones para subir una escalera


Lo veo en un descansillo de la escalera, entre dos tramos infinitos de peldaños. Un viejo conocido del albergue. Está en posición de descanso, como rendido, los brazos gandules, la lata de cerveza en una mano, el cuello flojo y suspicaz. Mira a los turistas que suben delante de él, la agilidad injuriosa de sus piernas, y el contraste con las suyas propias lo atornilla aún más a tierra. Le oigo rugir entre dientes: «Coño… estas putas escaleras…». Lo adelanto con disimulo, para no añadir sal a la herida, pero está demasiado ido para darse cuenta. Eso sí, sostiene la cerveza con mimo infinito, como si toda su atención hubiera resbalado a la mano izquierda, a esos dedos abiertos –es puro instinto– que evitan calentar la lata con el tacto.

Me lo vuelvo a encontrar una hora más tarde. Al parecer, logró salvar la pendiente y aquí está de nuevo, paseando con ceño reconcentrado por los jardines que rodean el Templo de Debod. Tiene adonde ir, o esa impresión quiere dar. Un encargo discreto, cuyos detalles sólo él conoce. La lata sigue colgando mágicamente de sus dedos. Se la lleva al morro con fruición, como si fuera el inhalador de un asmático. Quizá es que le sigue faltando aire. Me sorprende una vez más la delgadez del borracho sistemático: el rostro curtido y enjuto, los hombros frágiles. Lo miro alejarse por Pintor Rosales, solitario y resuelto. Si lo que quiere es volver al albergue, está dando un rodeo.

jueves, enero 28, 2016

limpio


Venga, ya vamos, masca la madre por lo bajo, y el pescozón subraya el pronto, el paso cambiado de la impaciencia. Nadie se mira en este juego de malestares. El bóxer corretea junto al niño con la cabeza gacha. Sabe de ira. La huele. La voz es correosa y salta donde menos se la espera, con esa rabia acumulada que ya conocen bien. Nada de rebuscar entre las hojas, de investigar en los bolsillos. Nada de alzar los ojos hacia fachadas cavernosas. El reverso de la complicidad se llama tiempo. Un tiempo largo y vacilante como un túnel. El niño busca al perro por lo bajo. Tiene el pelo revuelto y las rodillas sucias. Saliva en la juntura de los labios. El perro no le mira. El perro es limpio como un amanecer. El perro es la zancada que se cuida a sí misma.

viernes, marzo 14, 2014

ahora


Se recuestan en los bancos de madera despintada y dejan que el sol de marzo les acoja lentamente: el punzón vivo del aire, la cabeza en ningún sitio, los rostros como agua clara donde no se toca fondo. Van quedando atrás la noche, los ventisqueros del cuerpo, esos erizos de frío que hibernaron en la sangre. Cada minuto que pasa estoy más cerca del día. Pesa el tacto de las llaves, su dibujo memorioso. Me voy a esperar un rato.

martes, marzo 11, 2014

cielo / suelo


La explanada, con forma de T, es breve y prolonga un pequeño parque que quiere ser francés pero se queda en una mala imitación arruinada por la incuria o la falta de gusto de los urbanistas: una extensión de arena mustia con un par de estatuas vulgares, una fuente historiada pero sin agua, setos con forma de cipreses enanos… Sólo unas hileras de castaños de indias, a punto de florecer, le dan algo de luz al espacio, lo hacen más habitable.

En un extremo de la T, restos de la lluvia de hace días: grava suelta, ramitas, trozos de ladrillo y erizos de castañas, hojas sucias y migas de caucho de los coches que aprovechan el abombamiento del trazado para aparcar o darse la vuelta. Es una constelación oscura o invertida sobre el cielo negro del asfalto, la huella de un estallido que tuvo lugar en secreto, cuando nadie miraba, y que ahora exhibe sus grumos, su terca materialidad, con la rara simetría de lo que nació por capricho, disgregado por el agua: todo gira y queda flotando para siempre en este negativo de la carta celeste, este mínimo delta de formas dispersas que nos permite, una vez más, recordar cómo es el mundo cuando no estamos en él.

sábado, julio 13, 2013

en la plaza


Están jugando al fútbol en la plaza, no muy lejos de la fuente. El balón sale disparado del pequeño rectángulo de juego y uno de los niños echa a correr tras él. Pasa por debajo de un par de bancos laterales y el niño los sortea con agilidad. Rebota en el zócalo de la fuente y el niño corrige el rumbo sobre la marcha sin dejar de correr. Pasa por debajo de un tercer banco y el niño improvisa otro salto de gacela. Por fin, cuando el balón está a punto de escurrirse bajo la marquesina de la parada del autobús y salir al asfalto, el niño extiende la pierna, tuerce el tobillo para atraparlo y se da la vuelta con pose triunfal, todo en un rotundo paso de ballet… para nadie, porque ninguno de sus compañeros seguía su carrera y sólo yo, desde el otro lado de la fuente, me he dado cuenta de su maña. No he visto decepción en su rostro; con el balón en los pies, ha vuelto con sus amigos dando voces, tratando de que el juego no perdiera ritmo. Pero algo en su carrera le delataba: una leve rigidez de los hombros al ponerse de medio lado, el contoneo chulesco de los brazos mientras arrastraba, más que empujaba, la pelota. Ese punto donde el descaro todavía no se ha convertido en fanfarronería. Ese descubrir que ciertas satisfacciones no requieren testigos.

lunes, junio 20, 2011

dejeuner sur l'herbe


Está leyendo, recostado en la hierba. Con los pies toca el verde, la sábana de sombra. El arco de la espalda, la mano bizca. Dónde tiene los ojos, no lo sabe.
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viernes, enero 14, 2011

madrigal

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Anselm Kiefer, Sternenfall [Lluvia de estrellas], 2007


Volver a casa oliendo el aire dulzón, irrespirable, de la tierra empapada, los grumos opulentos de la fermentación. Volver mientras las hojas descosidas liberan sus metales y el agua del estanque es un bozal de plomo que nos sigue con la mirada. Esto es lo que insiste, lo que existe en nosotros. Ácido y frío. El ascua silenciosa del invierno. La hoja que penetra y adormece la piel. La cara y cruz del hielo. Y todo por vivir aún, y la promesa torva de otro día, y un cielo de nevada donde la luz entrechoca sus huesos con un hilo de sangre. Es la noche rapaz, que viene a someternos. Es la noche rapaz, que está en nosotros.
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jueves, noviembre 18, 2010

tijeras de sombra

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Iba andando de noche por el paseo del estanque, siguiendo la hilera de farolas anaranjadas que separa el camino de asfalto de los setos y los pequeños recuadros de césped arbolado. Cada vez que dejaba atrás una farola, mi sombra enflaquecía y me adelantaba con rapidez hasta desvanecerse, pero justo entonces, al acercarme a la siguiente farola, una sombra compacta, negrísima, se formaba detrás de mí y empezaba a crecer y aclararse y ponerse a mi altura. Y así sucesivamente: sombras que no dejaban de crecer a mi espalda y de rebasarme luego velozmente hasta borrarse en el asfalto. Como si estuviera enviando emisarios en misión de reconocimiento que caían abatidos tan pronto alcanzaban un misterioso límite invisible, o como si mis sombras quisieran protegerme y les pudiera siempre la urgencia, el deseo de abrir camino a toda costa. El juego de adelantamientos y desapariciones tenía cierta gracia rítmica, como la oscilación de un émbolo o los tijeretazos de una mano avisada. Un juego, sí. Una forma de hacer más habitable el camino de vuelta a casa; de hacer a un lado cansancio y ansiedad. Pensé, por un instante, que andaba por un claro abierto por mis sombras. Algo así como un buen poema: un centro de claridad bajo palabras oscuras.
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jueves, octubre 14, 2010

ráfaga


En ocasiones, al sentir de reojo el salto repentino de una urraca entre dos troncos o detrás de una verja, me ha parecido que era una lagartija, algo frío que repta clandestina o culpablemente para evitarme. Sólo entonces, entre dos parpadeos, cuando no estoy atento, se me aparece el origen reptiliano del pájaro, su linaje de escama y furtivismo, como si rastrear gusanos bajo tierra fuera una penitencia por haber traicionado su clase original, no recordar la mugre que manchaba sus vientres.
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miércoles, mayo 12, 2010

verde

De los tres olores que Jean Cocteau calificaba de principales: olor a lápiz, olor a puerto y olor a circo, sólo este último ha perdido su fuerza o su capacidad de sugerencia para mí. Quizá porque nunca estuvo muy presente en mi vida. Lo sustituiría, sospecho, por el olor a tierra húmeda, o más bien, para quienes entiendan que la tierra está demasiado cerca del lápiz, por el olor a hierba segada. Breve es el respirar / de las briznas cortadas, decía Philip Larkin, pero no tan breve como para no conmoverme mientras cruzaba esta mañana el parque y veía el temblor de oruga de las cortadoras eléctricas, el puño blanco de sus morros siguiendo el perímetro de los setos. Un aire verde, aún más denso bajo la densidad de las nubes como de tormenta que se agolpaban arriba. Así todo es más fácil, pensé, o me obligué a pensar. El día, claro, no tardó en desmentirme, pero por un instante estuve en paz con sus apariencias.

jueves, febrero 25, 2010

historias de niños / 1


Con el tiempo, la niña ha desarrollado una discreta sabiduría en el trato con sus padres. Alterna comportamientos y actitudes según la compañía: más vivaz y sociable, también más nerviosa, con la madre; pensativa y relajada y hasta acomodaticia con el padre. Percibe un cambio en el aire, otra inflexión de voz, otras palabras, y rápidamente se incorpora al carril que tiene previsto y que conoce bien de otras veces. El padre ha creído percibir incluso cierto agrado en su manera de afrontar el cambio, como si esta duplicidad la permitiera vivir con más fluidez, previniera el aburrimiento o la monotonía. La niña descansa de su padre en compañía de su madre, y viceversa. Descansa, se aleja, toma perspectiva y conoce quién es quién. Así también se va conociendo ella, en el trato alternado y sucesivo con unos padres que advierten y disfrutan del cambio, como si en esta capacidad de adaptación de su hija cifraran la intensidad del amor de ella, la naturaleza y alcance de su afecto. (Hay también, desde luego, una dimensión narcisista en este disfrute; lo saben, son incluso tan conscientes de su existencia que pueden desterrarla a un segundo plano.)

Acostumbrado a llevarla desde pequeña al parque, el padre observa con aprensión que la niña ha empezado a ignorar la zona de juegos; incluso los rechaza abiertamente cuando él, temeroso de contagiarle ese virus de la soledad que tanto daño le ha hecho, la anima a subirse al columpio o a trepar con otros niños por una torre hecha de cuerdas y plataformas de plástico y hierro que han dado en llamar «la jaula de los pájaros». Prefiere pasear, dice ella. Acercarse hasta una zona del parque que bautizaron hace meses como «el jardín japonés», un nombre que la niña repite con gusto, como un conjuro o una contraseña: un breve parche de tierra poblado por arces, bambúes y sauces llorones, rodeado por un arroyo que solo puede cruzarse gracias a dos gráciles puentes de madera donde siempre hay gente reclinada, fumando y charlando o simplemente viendo pasar el agua borrosa en silencio. Así que caminan y hablan (las historias de la niña son una infinita concatenación de anécdotas escolares que él oye como de lejos, asintiendo sin comprometerse, preguntando cuando siente que debe hacerlo) y los pasos compartidos son en sí mismos un juego con reglas que no por tácitas son menos inflexibles. Ella sabe que caminar por el parque es uno de los placeres de su padre y se adapta a él, le complace y aprende a encontrar placer en esa complacencia. Él se asusta, avergonzado por esta respuesta sumisa, y finge una jovialidad que al final se vuelve genuina e invade cada nervio, cada poro de su piel. Él mismo se sorprende de la rapidez con que su sangre cobra otro brillo, otra soltura, como si le indicara a su dueño un camino que pocas veces ha emprendido: la disciplina de la alegría, la voluntad de gozo como preludio de una visión más ligera, más luminosa; la felicidad transformada en una meta deportiva.

Pasado el jardín japonés, caminan sin rumbo, cogidos de la mano, alternando el silencio y la charla cómplice sobre lo que van encontrando a su paso: los perros que se husmean mutuamente, el grupo de practicantes de Tai Chi, la familia de gemelos idénticos, el joven que lee el periódico con actitud displicente y al mismo tiempo defensiva, esgrimiendo las páginas abiertas como un escudo. De vez en cuando, él la mira de reojo: el óvalo del rostro, la sombra del bozo en los rasgos suaves y formados, la expresión confiada, la absoluta seguridad en sí misma que fluye de la mano enlazada a su mano. Sus miedos son infundados, se dice, ella no resiente esta soledad de dos que parece una simple prolongación de la suya propia, tan maniática, tan llena de reservas y silencios difíciles. Lo haría, tal vez, si no tuviera con qué compararla, si no pudiera alejarse de su padre y vivir en el aire más ligero, también más frívolo y salubre, de su madre. La separación se le aparece entonces como un estado no del todo indeseable, al menos para la niña. Una forma de ganar elasticidad y también de no ahogarse en las atmósferas de dos seres tan rotundos, tan ellos mismos, como son sus padres. Aprieta ligeramente la mano de la niña y mira a otro lado, para esconder la mueca de su rostro. Le dice: ven, vamos a tomar algo.

(2008)

domingo, noviembre 15, 2009

looking for someone

Días como hoy, un domingo de mediados de otoño, cuando el parque se convierte en un inmenso panal de gentes muy diversas, en el que me parece que bastaría con fijarse por turnos en cada persona o grupo humano para reconstruir casi por entero el abanico de nuestras acciones y actitudes: miradas de desdén o indiferencia, carreras alegres, gestos de inquietud, distancias invisibles que sostienen el andar de una pareja, sonrisas y soledades, familias que establecen complejas coreografías de atracción y rechazo…

Basta abrir un poco los ojos para vernos representar, a cada instante, una faceta marcada de nuestra naturaleza. A veces esta riqueza me aturde, se me viene a la cara hasta dejarme sin aliento. Otras simplemente me abandono al flujo, discurro entre rostros y muecas y andares sin dejarme manchar o importunar por su riqueza, parte de un río que avanza hacia ningún sitio, que da vueltas sobre sí mismo hasta adelgazarse o desaparecer con la llegada de las sombras. Cada fragmento de ese río es una imagen de la totalidad, y basta cruzarlo en cualquier sentido para hacerse –literalmente– con los personajes de una novela: un fragmento de mundo arrancado para nuestro examen. Un estudio que es también diversión, formas de pasar el tiempo para que el tiempo no se nos vaya demasiado pronto de las manos. Hasta que torcemos el rumbo y otro fragmento se cruza con nosotros, sin tiempo para desarrollarlo. Todo queda en apuntes, briznas que tan pronto sugieren una hipótesis se dispersan en el aire. Así ocurre cuando no hay tiempo ni paciencia para unirlas más estrechamente.

Cuando quiero darme cuenta ya estoy fuera del parque, camino de casa. Pero mi pensamiento tarda en seguirme, es como un niño que se entretiene rebuscando en un seto mientras sus padres le reclaman diez metros más adelante. Un espacio abierto donde no hago pie y en el que aparecen, lentamente y con esfuerzo, estas palabras. Un poco de tierra tapando los baches.

lunes, septiembre 28, 2009

en el parque 10

Suena el primer trueno, un bramido potente, como venido de muy atrás, y un segundo más tarde el aire se opaca y una ráfaga de viento barre las hojas con su largo brazo invisible. La tarde gira de pronto sobre sí misma para ser su sombra. Un tiempo en germen, un paréntesis abierto. Y aquí seguimos, inquietos, a la espera, como si sólo las primeras gotas, el fardo pesado y lento del aguacero, fueran capaces de completarnos.

domingo, septiembre 27, 2009

en el parque 9

Recuperar de nuevo esa terquedad, el no querer marcharse de los niños mientras la noche avanza. Insistir en el juego, las carreras a ciegas sobre el tablero en sombra de la hierba. Fidelidad, qué alientas. Árboles empastados, el silencio que poco a poco va cayendo igual que una campana de cristal. Brillos de bicicletas, el ascua de un cigarro en los dedos del padre, un barrunto de frío en la verja impasible. Que no haya más verdad que este momento. Que bajo el mismo cielo farolas mortecinas nos cuiden de regreso a casa: voces, hoyuelos negros, la tierra y su calor de terciopelo.

miércoles, junio 24, 2009

en el parque 8

Iba rastreando el recuadro de hierba con el periódico bajo el brazo y la camisa desabrochada, girando lentamente sobre sí mismo, buscando un sitio donde sentarse a leer con el mismo ansioso miramiento con que un perro escoge el árbol o la esquina más propicios donde hacer sus necesidades.
   

lunes, junio 15, 2009

en el parque 7

Ahora, mientras observo el azul sombrío y denso del cielo o el resplandor maduro de la hierba bajo las farolas del Retiro (con esos hoyuelos de negrura que parecen charcos plantados, a modo de avance o de aviso, por el mar de la noche), compruebo una vez más que hay colores que son de tal forma ellos mismos que inevitablemente empiezan a ser o a deslizarse en otro.