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lunes, diciembre 21, 2015

reseñas


Poco a poco van viendo la luz algunos comentarios que recogen la reacción de los lectores a los dos libros que he tenido el atrevimiento de publicar recientemente. El que más fortuna está teniendo de los dos (no sé si debo añadir: curiosamente) es Don de lenguas, mi librito de entrevistas literarias editado con mimo por Confluencias. Creo que el más madrugador fue Francisco León, que reunió algunas citas significativas en su bitácora. Una especie de aperitivo de la reseña (lúcida y atenta) que le dedicó por esas fechas Carlos Alcorta. Y, más recientemente, Eduardo Moga ha publicado en su bitácora un generoso comentario del libro que es también una breve antología del mismo. Los tres son poetas, claro, y los tres han sabido apreciar a la perfección el carácter ensayístico y reflexivo de estas conversaciones, muchas de las cuales giran precisamente sobre el arte poético.

Así también Álvaro Valverde, que hace unas semanas escribía por extenso sobre Don de lenguas en su bitácora, ha tenido la gentileza de reseñar mi antología Nada se pierde (Prensas de la Universidad de Zaragoza) en El Cultural del pasado viernes 18 de diciembre. A todos ellos, gracias de corazón.

lunes, noviembre 23, 2015

grajos



Ante mi cuarto,
al otro lado de la calle,
una vieja pared de piedra
es un nido de grajos:
pequeñas muescas,
negros resquicios en la fábrica
de donde cuelgan hilos,
restos de barro y grano
escondido hace días,
a resguardo del viento.

Algunas tardes,
con la luz de febrero,
los grajos bajan a la tierra:
un solar descuidado,
zanjas enfermas,
arena y grava.
No hay nada que mirar,
nada
que llevarse a la boca:
sólo chillan y chillan,
holgazanes,
jactándose de su alboroto.

Ser quien se ocupa
de bajar las persianas.
Así la tarde se completa,
ocupa su perímetro.
El punzón del temor
va luego, más oscuro,
por la sangre,
y todo es un deseo
de estar en otro sitio,
otra vida. De noche,
atados al sedal del sueño,
vuelven los grajos al baldío,
pero allí su chillar
es inaudible,
una misma sílaba que percute,
taimada,
a ras de piel.

Es mi nombre, dice la sed.
Es mi nombre, dice la espera.


1993 / 2013


Más, aquí.




lunes, noviembre 02, 2015

laurel






A Fernando Menéndez


Tiramos la pared al cuarto día.

Allí, junto a la piedra y el cerco de maleza,
olorosos y oscuros,
crecían los laureles. Eran viejos,
tanto quizá como el establo,
pero mucho más firmes. Nada
se podía con ellos. Fue preciso
cavar bien hondo
y extraer la mellada roca de los cimientos,
comprobar de qué forma la raíz
había prosperado,
descendiendo entre láminas de grava
y tierra negra,
abrazándose al muro húmedo
bajo la superficie. Encendimos la hoguera
poco después, en la penumbra,
y agotados y absortos
contemplamos la tarea del fuego. Las llamas
se abrieron paso como garfios,
pero tampoco así las grandes piedras
quedaron libres… Al hacerlas rodar
sobre la hierba, sobre
la tierra blanca, la ceniza
echó raíces.


1993-2013


 


Dediqué parte de la primavera pasada a seleccionar y ordenar mis poemas con vistas a una antología que está a punto de ver la luz (gracias a la invitación generosa del escritor Fernando Sanmartín) en la colección La Gruta de las Palabras de las Prensas de la Universidad de Zaragoza. El título de la antología es Nada se pierde y se incluyen en ella 77 poemas escritos entre 1990 y 2015. Veinticinco años, pues, de dedicación intermitente y variable a la poesía resumidos en un libro que es un poco, para mí, el hermano mellizo del poemario en el que ando trabajando desde hace años (y del que, por lo demás, doy en esas páginas un brevísimo adelanto). La experiencia ha sido como ordenar la mesa de trabajo (guardando libros, tirando papeles y metiendo otros en carpetas) o encender una pequeña hoguera con las hojas secas del jardín. Todo sea por quitar lastre.

Algo que siempre me había hecho cuestionarme la conveniencia de publicar una antología (aparte del carácter inevitablemente prematuro de la empresa) era la pregunta de qué hacer con mis primeros libros, y en especial con La anatomía del miedo, escrito mayormente durante mi primer año en Sheffield, entre septiembre de 1992 y el verano de 1993. Un libro irregular y primerizo, lleno de torpezas expresivas; y, sin embargo –me parece–, no carente de intensidad y de buenas ideas que fui incapaz de interpretar bien en su día. Fuera de algunas piezas breves que he ido corrigiendo ligeramente a lo largo de los años, el libro era un escollo intratable, que no me decidía a dejar atrás. Hasta que hace dos o tres años me embarqué en una relectura del conjunto y vi que había media docena de poemas que podían salvarse del desastre.

Uno de ellos es este «Laurel», que rescribí de principio a fin, verso a verso, como si volviera a armar un puzle que había resuelto por las malas hace ya más de veinte años. El resultado es paradójico: un poema que nunca se me ocurriría escribir ahora, quizá por falta de atrevimiento, pero que tira de algunas argucias que he aprendido (el dichoso oficio) desde entonces. Un poema mestizo, pues, hijo de dos fechas y dos momentos distintos de una vida. Eso no lo hace necesariamente mejor, claro está, pero al menos sí me ayuda a convivir con él. Y esa es en mi caso la prueba del algodón. Compartir con los demás lo que uno no quiere para sí me parece menos un error que una muestra de descortesía. Y no están las cosas como para contribuir a la aspereza natural del mundo.