lunes, marzo 29, 2010

2 poemas

Una vez más, y si no me equivoco ya van tres, el poeta José Luis García Herrera ha tenido el detalle de acoger algunos de mis textos en su bitácora. Ahora ya no es una coctelería, como hace un año, pero la hospitalidad sigue siendo la norma de la casa. Gracias de nuevo, José Luis. Sí, lo visual es importante en nuestra poesía, la recreación de atmósferas y escenarios y superficies: leer la realidad como un cuadro, pero sólo a condición (o eso se intenta) de entrar luego en él y dejarnos tentar por sus impurezas, sus limitaciones.

viernes, marzo 26, 2010

jeffrey yang / eñe

Hace unos días recibí el último número de la revista Eñe. Un número estupendo, dedicado a los «Nuevos escritores de Norteamérica», en el que aparecen, entre otros trabajos, un curioso diario princetoniano / berlinés de Alan Pauls, dos buenos relatos de Junot Díaz y Jonathan Franzen, y uno brevísimo (y desternillante) de Dave Eggers. Todavía no he podido leer los cuentos de Carolyn Park Hurst o Yiyun Li, por ejemplo, pero todo el conjunto es muy recomendable, la verdad. He tenido la buena fortuna, gracias a la generosa invitación de Doménico Chiappe, de participar con algo de poesía traducida: un largo poema en prosa del último libro de Reginald Gibbons (lo «colgaré» aquí tan pronto caduque este número) y diez poemas de An Aquarium, el primer y sorprendente libro de un joven poeta neoyorquino (y editor en la legendaria New Directions), Jeffrey Yang.

Conocí el trabajo de Yang gracias a la recomendación de mi buen amigo el poeta, traductor y editor Aurelio Major. Me habló de su libro en términos tan elogiosos que a las dos horas ya me había hecho con él en Amazon. Y, desde luego, no me defraudó: una variación sobre el género del bestiario que toma los nombres de distintos seres marino para tejer una intrincada y sorprendente malla de referencias, una red argumental tan lúcida como lúdica que salta en zigzag por los asuntos más diversos sin pararse un instante. En el libro hay un poco de todo: desde piezas epigramáticas a otras más reflexivas o meditativas, pero el tono general (no sé bien cómo definirlo) es una mezcla de distanciamiento y humor, de curiosidad y sorna inteligente, que atrapa desde la primera página y nos obliga a pensar deprisa, furiosamente, para encajar las piezas del puzzle.

Los diez poemas que publica Eñe eran originalmente once, pero el último (y también el más extenso) se cayó por falta de espacio en la maqueta, así que lo recupero aquí para anunciar el número y hablar un poco de Yang: «Foraminíferos». No os ocultaré que una de las dificultades de este trabajo fue traducir los términos científicos que emplea Yang, tratar de que no perjudicaran el ritmo, el fluir del poema. Espero haberlo conseguido.




Foraminíferos


La prueba de un foraminífero
es su concha: membranoso,
aglutinado o calcáreo
endoesqueleto
citoplasma que fluye
por la cámara del foramen

hacia la cámara de
una única célula, movimiento de
seudópodo granuloreticuloso,
palacio del recuerdo de Ōkeanós.
Los foraminíferos se encuentran
en todas las latitudes y hábitats
marinos: blanco foraminífero
en los acantilados blancos de Dover.
En las pirámides de Gizeh

Herodoto vio «lentejas petrificadas»;
el ojo de Aldrovandi se desplazó
de Aristóteles a Galileo:
las conchas romboides
tienen rígidos tubérculos epigenéticos.
Para Oppen
una prueba de la poesía es
sinceridad, claridad, respeto…
Para Zukofsky, la gama de placer

que proporciona en cuanto vista, sonido e intelección.
En sueños
Vishnú visitó a Appakavi,
quien recibió los secretos de
la gramática de Nannaya: La poesía
es el saber definitivo.


Trad. J. D.


jueves, marzo 25, 2010

a la espera

Por mucho que te resistas, lo que al final perdura son los tics. Desaparece la carne, el nervio que animaba el gesto, el hueso que le daba relieve y cimiento, y sólo queda un rastro de piel reblandecida que de vez en cuando salta como por un resorte, un eco traidor e irreprimible que sigue latiendo mucho después de tu ausencia. Un reflejo animado, una ruina móvil, el retrato póstumo de tus defectos por todo testimonio. La momia hedionda de aquello que llamabas estilo.

miércoles, marzo 24, 2010

dos

Hace años, las acusaciones que escuchaba le dolían por injustas, por excesivas. También porque confirmaban, oscuramente, sus peores sospechas. Ahora no hacen mella: él mismo se dice habitualmente cosas mucho peores; la sospecha se ha vuelto certidumbre, y convive a diario con ella.

*

La paternidad cabalmente asumida nos arroja al circo de las emociones primarias, de los sentimientos que se tocan por intuición. De ahí al sentimentalismo de cartón piedra hay un paso, que conviene trascender o sublimar si queremos ofrecer un retrato veraz de nuestros miedos y afectos.
   A los escritores que han decidido no tener hijos, o para quienes estos han sido figuras prescindibles, se les suele distinguir, me parece, por cierta sequedad de humor, cierta acritud casi palpable que pone un punto ciego, un charco de sombra, en el cristal de diamante, admirable y riguroso, de su escritura.

lunes, marzo 22, 2010

óscar curieses / dentro


Todo sucede dentro: de la carne, de la imaginación, de la palabra: de la carne que sueña y dice, de la imaginación sonora, de las palabras que son carne y vibran, y respiran, y sangran.

Máscaras, voces, fantasmagorías, los cuerpos se aparean y luchan con sus sombras en este nuevo libro de Óscar Curieses, su segundo después de
Sonetos del útero, en el que ya quedaba perfilado el mundo preambular o regresivo que recorre estas páginas como un cable en tensión: el ámbito larvario de la perpetua posibilidad, ese lugar abierto y anterior a la vida donde alienta, no obstante, el tizón de la ruina, la violencia y la muerte.

Las palabras, en
Dentro, son espejos que duplican figuras y confunden los tiempos, los sentidos. Nada es lo que parece ni puede ser otra cosa. En lucha con sus dobles, con sus sueños y miedos y carencias, la voz de estos poemas nunca es más ella misma que cuando abraza sus ficciones, la vida que concibe para poder vivir.


Así reza el texto de contraportada que he tenido el honor de escribir para el nuevo libro del poeta Óscar Curieses, Dentro (Bartleby, Madrid, 2010), lleno de poesía genuina, de imaginación y fuerza expresiva, en el que la capacidad para generar imágenes y figuras perturbadoras va de la mano de un pulso narrativo digno de la mejor literatura expresionista. Lo podéis comprobar vosotros mismos leyendo esta breve muestra. Aviso: no es un libro para cualquier estación ni para cualquier estado de ánimo. Hay que abrirlo con cuidado, a debida distancia, porque ya se encargará él de vencer nuestras resistencias desde el primer poema. Un libro, más que recomendable, necesario.


Traducción de Ulises o los heroicos buzos de piedra

El lenguaje yace en lo más hondo del océano, piedra eterna indiferente a las mareas. Lo miran las sirenas con sus profundos ojos, y lo pronuncian cosiéndolo en la boca de los hombres naufragados. Ellos luchan por hacerlo aire en su lengua, carne en su viaje. Pero la palabra siempre les alcanza, no la alcanzan ellos.

Toda lengua es un anzuelo. Todo anzuelo una pregunta. Las sirenas gritan con labios pétreos y tiran de la lengua de los hombres para que éstos digan su lenguaje bajo el agua.

Ellos, que no entienden nada, balbucean el único aire que les queda hasta ahogarse. Después, van regresando muertos poco a poco hasta la superficie donde flotan y son pasto de los peces.

Óscar Curieses

viernes, marzo 19, 2010

ted hughes / campanilla de invierno

.

Ahora que el globo se ha encogido hasta ceñirse
al lento corazón del roedor que hiberna,
cuervo y comadreja, como fraguados en metal,
vagan por las tinieblas exteriores
con el juicio perdido,
entre las demás muertes. También ella
persigue su propósito,
brutal como los astros de este mes,
su pálida cabeza pesada como acero.


Trad. J. D.

«Snowdrop», el original, aquí.

jueves, marzo 18, 2010

memoria del comienzo

[Me temo que la entrada de hoy tiene interés, sobre todo, para mis lectores asturianos. Es un breve artículo sobre mis inicios literarios que se incluye en Poetas asturianos para el siglo XXI (Trea, 2009), cuya edición estuvo a cargo del escritor y estudioso Carlos X. Ardavín. Allí hablo, sobre todo, de Heracles y nosotros, que fue la colección de cuadernos donde Fernando Menéndez, Jaime Priede o yo mismo velamos nuestras primeras armas literarias. Todos los comienzos son iguales, la verdad, y es difícil hacer recuento sin ponerse estupendo o sentimental. Pero no es menos cierto que disfruté haciendo memoria y recordando a las personas que fueron importantes para mí en esa época de entusiasmos ingenuos, de inmadurez exaltada.]

Heracles y nosotros

Creo que fue Borges quien, en alguna de sus muchas entrevistas, dijo que para la educación del poeta joven puede ser más importante la lectura de un poeta cercano, alguien con quien se cruza sin ceremonias en la calle o en un café, que la de un clásico, por rotundo y luminoso que sea. Saber que la poesía está a la vuelta de la esquina, que no es sólo un nombre lejano y enigmático en la portada de un libro, es otra forma de confirmar una vocación, de asegurarla cuando má
s débil y vulnerable se muestra, en esos inicios llenos de incertidumbre que disfrazamos con un entusiasmo desesperado, casi histérico. Uno de los errores más habituales del artista incipiente es pensar que la vida está en otra parte, que sus modestas circunstancias no son dignas de pasar al papel, que se está perdiendo algo por seguir donde está, lejos de un centro que adivina más brillante o envuelto en un aura de cosa elegida, inalcanzable. Pero la literatura –la poesía– se hace con todo, con cualquier cosa, se hace desde uno, con lo que uno tiene a mano, que es también lo que somos capaces de imaginar y concebir con lo que tenemos. Uno aprende de Rimbaud y de Eliot, de Cernuda y de Montale, pero también del poeta vecino que nos mira con curiosidad benevolente y cuyos poemas vienen envueltos por el prestigio supremo de la publicación. Uno lee y subraya y cita en sus poemas a Baudelaire y a Neruda, pero de quien espera una primera señal de aprobación es del poeta cuyo libro último se exhibe en el escaparate de la librería local.

En mi caso ese poeta fue Juan Ignacio González, Nacho para los amigos; la librería fue la extinta Universal, en la calle Menéndez Valdés, que llevaba con paciencia y espíritu deportivo Tina «Cañada» y en la que durante años, antes de pasarme definitivamente a Paradiso, me abastecí de historias y búsquedas y lecturas apresuradas; y el libro fue un hermoso volumen colectivo, Velar la arena, en
el que se recogían los poemas de Nacho junto con otros de Andrés Albuerne, José Carlos Díaz y Alejandro Cuesta. Creo que pocas veces he leído a un contemporáneo con el interés que puse en aquel librito de portada negra y dorada en el que se recogían, asimismo, un puñado de sugerentes fotografías firmadas por Juan Garay. Nada nuevo, supongo. Lo curioso, y para mí decisivo, es que Nacho era por entonces uno de los profesores de la academia de recuperación a la que asistía mi hermano Eloy; una de esas casualidades que, vistas en perspectiva, resultan casi providenciales. No tardé en reunir el coraje para verle con mi puñado de poemas primerizos y él, en vez de echarme con mueca desdeñosa, como habría sido lo más prudente a poco que hubiera fatigado aquellas páginas, me acogió con su cordialidad expansiva, con esa mirada entre pícara y pensativa que tardé más de la cuenta en descifrar. Creo que Nacho nunca me dijo a las claras su opinión sobre mis cosas; si algo no le gustaba, sonreía unos instantes y decía: «Creo que este poema cambiará bastante antes de que lo publiques». Lo que no dejaba de ser un poco extravagante, o absurdamente optimista, dado que yo no había publicado nada hasta entonces y que ninguno de los poemas que le enseñé esos primeros meses llegó a vestirse de letra impresa. Sin embargo, ese simple comentario neutral, non-committal, que diría un inglés, renuente a tomar partido o expresar claramente una opinión, hizo más por mí que cualquier juicio explícito: me hacía pensar, me obligaba a volver sobre el poema y corregirlo con detalle, o a darle tantas vueltas que los versos se deshacían entre mis dedos, incapaces de soportar tanto manoseo inexperto. Que era –sospecho– justo lo que él pretendía. Claro que yo tampoco fui nunca un modelo de expresividad; aunque leí una y otra vez aquella docena larga de poemas que él había reunido bajo el sugestivo lema de «Instrucciones para una larga ausencia», no fue sino años después cuando pude hacer justicia a su destreza verbal y, sobre todo, a su ironía sutil y llena de matices. Aquellos poemas, en los que alentaba la influencia de cierto esteticismo muy del gusto de aquellos años (Carnero, Villena, García Baena…), eran técnicamente impecables, piezas redondas de orfebre. Quizá el propio Nacho, empeñado en aquel tiempo en su labor de ayuda social, capitán de pisos de acogida donde nos veíamos en medio de una marabunta de muchachos zarandeados por la vida, fue el primer culpable de que no le tomáramos del todo en serio. O tal vez su postura, hechas las cuentas de rigor, ha sido la más saludable: dedicarse a tareas sociales tan necesarias como urgentes y reservar pequeñas bolsas de tiempo a la poesía, convertirla en un complemento igualmente necesario que ha sabido expresarse no sólo en la escritura, sino en la publicación discontinua –es decir: imprevisible– en Cálamo y Cuadernos del Bandolero de libros afines o cercanos.

Pero estoy adelantando acontecimientos. Primero debo contar cómo a finales de enero de 1989, hace ya casi veinte años, un congreso de poesía celebrado en la Universidad de Oviedo (congreso que, por cierto,
merecería por sí sólo un pequeño artículo) me descubrió la existencia de un puñado de «jóvenes turcos», tan primerizos y desconcertados como yo, con los que no tardé en hacer amistad: la afinidad literaria, la impaciencia con gran parte de nuestro entorno social y académico, el deseo compartido de hacernos visibles a los ojos de los demás, razones genuinas y otras espurias, todo conspiraba para acercarnos en un momento en que la cercanía, el intercambio encendido de cromos y descubrimientos, era lo único importante. Una vez más, nada nuevo. La historia de costumbre, una especie de rito iniciático que se reitera anualmente en las facultades de filología y de cuyos posos sentimentales seguimos bebiendo, lo queramos o no. Aquellos amigos se llamaban –se llaman aún– Jaime Priede, José María Castrillón, Fernando Menéndez y Alfonso Fernández, entre otros que flotábamos vagamente en la misma dirección. Sé que en algún momento, como quien se confía a un hermano mayor, le hice partícipe a Nacho de mi entusiasmo por dos o tres de aquellos nombres, antes incluso de conocerlos personalmente.

Algo debió de hacer clic en él, una idea que lleva
ba tiempo madurando, porque de inmediato me propuso la creación de unos cuadernos o plaquettes dedicados a publicar trabajos de poetas inéditos. Me enseñó un ejemplar de la colección Scriptum, dirigida en Torrelavega por Carlos Alcorta y Rafael Fombellida –una serie con poemas de Alejandro Céspedes–, que sería nuestro modelo confeso desde el primer número, y bautizó la colección con el título de un significativo poema de Yorgos Seferis, «Heracles y nosotros», un texto que muestra cómo el mito puede encarnar entre los hombres y ser el vehículo de una intensa preocupación social. Una cuestión –tardé tiempo en comprenderlo– que estaba entonces muy en la mente de Nacho, como evidencian los textos que publicó más de diez años después en El libro de las horas.


Si Nacho puso la idea original y el formato (y hasta la imprenta, Apel, de donde había salido poco antes Velar la arena), yo, por mi parte, gracias a mi estancia en la Facultad, fui haciendo acopio de nombres y textos. Recuerdo las carpetas de poemas fotocopiados que acumulé en pocos meses, la atención con que leíamos y subrayábamos y decidíamos, de entre una masa de material inédito, qué docena escasa de textos vería la luz. Los primeros números establecieron la pauta: Fernando Menéndez, Nacho Matías (que, tan pronto sació su anhelo de publicación, desapareció sin dejar rastro) y Jaime Priede, cuyos poemas llenos de calle y ácida melancolía me obligaron a revisar sin compasión lo que yo había escrito hasta entonces y cuestionar mi buen juicio. ¿Cómo podía haber perdido el tiempo de tal forma? En este sentido, no deja de asombrarme –y abochornarme– la impunidad con que me permitía juzgar y emitir veredictos sobre el trabajo de mis compañeros, inaugurando una práctica que por fortuna he logrado moderar y hasta expiar con el tiempo (si es que podemos refrenar del todo nuestros peores instintos, cosa que dudo).

De aquel tiempo quedan imágenes que sólo tienen interés para sus protagonistas: mañanas de charla con Fernando y Alfonso en el bar Cundo, el rostro anguloso y serio de Jaime en la escalera de la Facultad mientras me daba la carpeta con sus poemas, los encuentros con Nacho en los pisos de acogida donde se movía con ternura diligente sin dejar de hablar de lo nuestro, la primera presentación, pensada y convocada como si fuera a detener el mundo, mis paseos por las librerías donde trataba ingenuamente de colocar aquellos cuadernos ante dependientes escépticos o abiertamente hostiles...

La cosa duró dos años. En ese tiempo se editaron varios cuadernos más: los primeros poemas de José María Castrillón, Aurelio G. Ovies y Hermes González, entre otros, pero, en especial, se pusieron las bases de una vocación que a todos, en mayor o menor medida, nos ha condicionado hasta hoy. Nuestra capacidad para armar ruido era notable: las lecturas del café El gato de Cheshire, organizadas por Jaime y que daban con nuestros huesos en la calle a medianoche, convertidos en cuentas de un rosario por el monólogo inteligente y sentencioso de Javier Alejandre; los artículos y entrevistas que Jaime y yo comenzamos a publicar en el suplemento literario de La Voz de Asturias y en los que poníamos una ilusión que no he vuelto a sentir con ningún otro proyecto; las charlas nocturnas y obsesivas con un afán que tenía mucho de infantil pero que reflejaba, en parte, nuestra necesidad de hacernos un hueco habitable, de coincidir con nosotros mismos. Llegó también el agotamiento, cuando a todos nos tocó arrimar el hombro para terminar la carrera o afrontar los primeros meses de vida adulta. Algunos hicieron las oposiciones; otros se metieron a trabajar; yo me marché a Inglaterra a estudiar y durante dos años estuve egoísta y necesariamente perdido para todo lo que no fuera mi propio beneficio. Además de la falta de dinero –los cuadernos no se vendían y el dinero que ganaba dando clases de inglés rodaba una y otra vez hacia la imprenta–, se daba una última circunstancia, inscrita en el origen mismo del proyecto: por mucho que quisiéramos atenuarla o ignorarla, había una grieta entre Nacho, que vivía en Gijón y era diez años mayor que nosotros, y el joven grupo de la Facultad: pronto se vio que nos interesaban autores distintos, que nuestros aprecios y respetos iban por caminos divergentes y hasta antagónicos. Yo me sentía partido en dos, apremiado simultáneamente por mi fidelidad a Nacho y por el estímulo de un diálogo que había cobrado vida propia y establecía sus propias querencias. Mi marcha a Inglaterra canceló el dilema por la vía fácil de dejarlo en suspenso, irresuelto. Tal vez, en fin, todo fueran imaginaciones mías, pues un año después Nacho, con su generosidad habitual, publicó en sus Cuadernos del Bandolero Las estaciones desordenadas, un pequeño libro de Fernando Menéndez que, junto con Lluvia con veraneante de Jaime Priede, se me aparece como lo poco realmente valioso que hicimos entonces.

Quedan muchas cosas por contar, pero no sé bien qué interés puedan tener para terceros. No puedo evitar cierto barniz sentimental al evocar esos años, pero ese barniz es precisamente el que convierte la evocación en intransitiva, el que aparta al lector con una confesión no deseada. Decir que aquel tiempo fue importante para nosotros no es decir gran cosa: las vidas que se viven a conciencia son siempre importantes para sus protagonistas. Puedo añadir, tal vez, que echo de menos a los que éramos entonces, aunque tantos de sus gestos y actitudes me avergüencen ahora o me hagan reír. Es una sensación ambigua: saber que hemos crecido para bien, pero que en el proceso algo se perdió, una inconsciencia o un entusiasmo que sólo a duras penas puede remedarse. Al cabo, todas las juventudes se parecen. Nos distinguimos al hacernos adultos, y esa distinción es principalmente un apartamiento, una cesura. Aunque no debo dramatizar: en 1994 empezó «Nómadas» y durante cerca de diez años el «nosotros» de Heracles siguió presente con una actividad menos rabiosa pero sin duda más constante y meditada. Pero esa es otra historia, demasiado próxima aún para contarla con propiedad.

Veinte años. Todos hemos cambiado desde entonces. Todos seguimos siendo los mismos. La verdad simultánea de ambas proposiciones es lo que me sigue llevando una y otra vez a la poesía, lo que justifica su insistencia en mi vida.

Madrid, octubre 2008

martes, marzo 16, 2010

guerra fría

Con los años los enemigos aumentan en número pero se vuelven menos pugnaces, menos concentrados; cada cual, tomado en soledad, pesa menos. Su hostilidad se ha ido transfiriendo al tiempo, es decir, a nosotros mismos en el tiempo. Hemos comprendido y hasta asumido sus argumentos, incorporamos tácitamente sus coacciones y reservas, toleramos su mala fe, su beligerancia. Hasta el punto de que empezamos a parecernos a ellos, o al menos a no lamentar la convergencia. Nos volvemos un poco más tímidos, más cobardes, vasallos de un miedo que fue ajeno y ahora nos pide asilo. Si no andamos con cuidado, ese cuerpo extraño terminará por definirnos.

sábado, marzo 13, 2010

armitage / el chiste de la nevada

Como el invierno sigue trayendo frío y días desabridos, se me ocurre que una forma de combatirlo sea recordar un viejo poema de Simon Armitage, «Snow Joke» («El chiste de la nevada», 1989). Un poema de humor negro (el típico humor del condado de Yorkshire) en el que la risa no anda muy lejos de la tragedia y que pertenece a esa veta de poesía narrativa y de comentario social que tanto gusta en Inglaterra. Como Larkin, pero más irónico y malicioso, sin la melancolía y amargura del autor de Ventanas altas. Es verdad que la obra de Armitage se ha vuelto más compleja y ambiciosa con el curso de los años, pero a mí, no sé si por razones sentimentales, me siguen gustando más sus primeros libros, los que leí al llegar a Sheffield en el 92: tienen la frescura, la insolencia juvenil de quien acaba de llegar y no se resigna a pasar desapercibido.


.
El chiste de la nevada

¿Te sabes el del tipo aquel de Heaton Mersey?
Mujer en casa, amante en Hyde, querida
en Newton-le-Willows y dos hijas encantadoras
en Werneth, en tercero de secundaria. Bueno,

pues como iba con retraso y tenía un buen coche
no hizo caso a los avisos de tráfico y trató de salvar
las últimas seis millas de ventisca en el páramo;
y en cosa de minutos, dicen, quedó atrapado.

Se entretuvo pensando en la vida y en cosas así;
sobre lo que hace el perro al morderse la cola
y sobre la serpiente que se comió a sí misma.
Y vio la nieve cubrir el parabrisas

y se sintió a gusto; y el whisky en la petaca
era cálido y suave, y aunque no tiene gracia
el chiste acaba más o menos así.
Lo hallaron inclinado sobre el volante

con la palabra VOLVO grabada del revés
en la frente helada. Y más tarde, en el pub,
empezaron a discutir alrededor de un ponche
sobre quién de ellos tenía más mérito.

¿El que confundió la antena con una rama de espino,
el que reconoció la silueta del coche
o el que dijo que oyó la bocina, quejándose
suavemente como un despertador bajo el edredón?


Trad. J. D.

El original, aquí.

lunes, marzo 08, 2010

sextante

.
Pone todos sus pensamientos en un cuarto vacío y luego cierra la puerta. Sólo cuando empiezan a gritar les hace caso.

*

Ella se le mostraba en cualquier lugar, desnuda y complaciente.
Él no la veía, tanto se afanaba en buscarla en los rincones más insospechados.

*

Se queja de la brevedad de la vida, pero no sabe qué hacer con sus tiempos muertos.

*

El silencio son las palabras que se quedan fuera.

*

Revisar a conciencia la propia vida es como corregir pruebas: sólo se advierten las erratas.

*

Se pasa el día leyendo hasta que las palabras bailan ante sus ojos. Y entonces es feliz.
.

domingo, marzo 07, 2010

charles simic / compañía siniestra


Fue justo el otro día,
en mitad de la calle, entre la multitud.
Te detuviste, hurgándote los bolsillos
en busca de algunas monedas,
y notaste que te seguían:

los locos, los sordos, los ciegos, los vagabundos
te seguían de lejos, con respeto.
¡Un hurra por el rey!, gritaban.
¡Nuestro líder!
¡El mayor domador de leones del mundo!

¿Y tus bolsillos?
Había un agujero en cada uno.
Entonces se acercaron,
tocándote con avidez,
posando una corona de papel en tu cabeza.


Trad. J. D.

jueves, marzo 04, 2010

túmulos, vigas, respiraderos


en torno a grisú, de esther ramón

Comienzo, acaso, señalando una obviedad para el lector que conoce esta obra: Esther Ramón (Madrid, 1970), más que una escritora de poemas, es una escritora de libros, de sistemas, de conjuntos textuales que incursionan de manera activa en lo real, enjambres de palabras que acotan un fragmento de mundo y proceden a horadarlo a fin de crear, en lo inhóspito, en lo que suele estar vedado a nuestro paso, un espacio habitable para la reflexión. Tundra, reses, grisú… La mera enumeración de los títulos deja clara su voluntad de configurar o asentar lo humano, las palabras que nos definen y nos alumbran, en el territorio de lo no humano, de modo que ese territorio mismo, su extrañeza constitutiva, revele a su vez nuevas facetas de nuestra condición. Los libros son mallas que caen sobre lo real sin esconderlo, sin hurtarlo del todo a la vista, haciendo que en los intersticios se dibuje otro rostro, la superficie de aquello que escapa a nuestras definiciones previas y que por eso mismo desafía nuestra comprensión, nos reta a comprenderlo; un reto que amplía y expande nuestra visión, la capacidad para discriminar y finalmente nombrar nuevas realidades.



Escribimos, entre otras razones, porque el lenguaje heredado no nos es suficiente, porque todo es demasiado vasto y las palabras de que disponemos no aciertan a ser el igual de ese todo. La poesía de Esther Ramón es síntoma y testimonio de esta carencia. También una respuesta. De ahí la intensidad y vigor con que sus palabras se organizan en poemas y en conjuntos de poemas, con precisión de organismo vivo que quiere ser más que la suma de sus partes, con voluntad de excederse a sí mismo pues sólo entonces puede asediar sistemáticamente lo real, hacerse con ello, hacerlo nuestro. Aunque sea obligado, en el proceso, contagiarse y hasta participar del carácter no humano, irreducible, de aquello que se busca reducir. Si hablamos de tundra, volverse yermo, desierto, conocer la sequedad y el frío. Si hablamos de reses, desovillarse en la página con el ímpetu de un animal, dejarse tocar por los golpes y temblores de una sangre que antecede a la razón. Esa capacidad negativa, esa precisión estratégica con que la escritura cambia de forma, de ritmo y hasta de lugar de origen para asechar el fragmento de mundo que le ha tocado en suerte, o que ha escogido, es otro de los rasgos definitorios del trabajo de Esther Ramón. Todos sus libros responden a un mismo impulso, pero su plasmación en cada caso es única. No hay dos libros iguales, ni siquiera poemas de transición que puedan mediar o hacer de puente entre ellos. Ocurre, sin embargo, que cada asedio tiene valor metonímico, es un fragmento de holograma que replica, a pequeña escala, la totalidad.

Otra forma de verlo, invirtiendo la dirección de este movimiento de asedio, convirtiendo al acechador en acechado y al asedio en estrategia defensiva, es hacer de cada libro la faceta de un diamante que va construyéndose con el tiempo y que, como el nácar de las perlas de ostra, ha sido segregado lentamente, con paciencia, para envolver o dulcificar la mella, el rasguño que el mundo a todas horas deja en nosotros.



El diccionario nos dice que «el grisú es un gas que puede encontrarse en las minas subterráneas de carbón, capaz de formar atmósferas explosivas», y añade que «tiene el mismo origen que el carbón y se forma a la vez que él». Dicho de otro modo, en los términos que aquí me interesan: el grisú es la emanación del carbón, su sombra o gemelo abortado, la mitad oscura o violenta que ha escapado al control de su hermano. O que puede escapar en cualquier momento, pues las bolsas de grisú son difíciles de detectar y su estallido, inesperado y letal. Siempre al amparo de su pariente más estable, del que quizá siente envidia, perdura en bolsas que un simple chispazo o entrechocar de metales puede hacer estallar. Por eso hay que proceder con cuidado, horadar la tierra oscura y entrar en ella con precaución forjada por una larga lista de accidentes y pérdidas humanas. Descender con jaulas de pájaros que nos prevengan de su aliento insidioso. Crear fuegos falsos, fuegos fatuos, que no despierten su ira.



Visualmente, los poemas de este libro se despliegan como vigas, ejes verticales que recorren la página y la sostienen, pilares que abren un espacio de sentido habitado por silencios y reticencias, ese temor a despertar al monstruo que habita la piedra. Una escritura enjuta, hecha de relámpagos y llamadas de atención, de encabalgamientos furiosos y a la vez fluidos, de verbos y nombres y adjetivos que caen con precisión de grano de arena, contando los instantes que faltan para una explosión que nunca llega, que se incorpora sutilmente al fraseo mismo de los poemas y los tiñe de sospecha, de inminencias. La ausencia de puntuación –esa confianza en las junturas y las soluciones de continuidad que inserta la pausa versal entre palabras y frases– otorga, acaso paradójicamente, una ligazón extraordinaria a cada pieza, como si forzara a sus elementos a fundirse y amalgamarse, hacerse uno en su afán por cimentar la página y apuntalar aquel indicio o principio de sentido que va creciendo, cerrándose sobre sí mismo, a medida que avanzamos en la lectura.



«ésta fue / la helada / que cambió / la polaridad / de nuestras piedras», se dice hacia el final del libro, en un poema de cadencia tan serena y enigmática como sus compañeros. Palabras que me remiten, oscuramente (y todo en este libro sucede a oscuras, como a tientas, llevado por la tenue luz de la intuición) a otro símil visual, el del túmulo, como si estos poemas fueran montones de piedras, pilas funerarias que la autora hubiera dispuesto pacientemente sin dejar de examinar cada lasca, cada fragmento de roca. Sólo que aquí los túmulos no entierran nada, ellos mismos son la presencia que encubren o que sellan. Cada poema abunda en nominaciones, objetos y animales que remiten siempre a otro objeto, otro animal, y todo es nombrado en voz alta y luego depositado en el poema, todo es pasado por el tacto y la vista y la conciencia antes de sumarse a las figuras que lo preceden y con las que establece una cadena incandescente como un filamento, poseída por la fuerza del extrañamiento y la imaginación.



Poemas, pues, hechos de cantos o, si se quiere, de fragmentos de canto, de un ritmo que insinúa o sugiere el golpe de los picos contra la piedra, la percusión en sordina, recubierta de ecos como escamas, de las herramientas que avanzan bajo tierra:

   sigilo junto al
   horno estéril
   todos duermen
   la trampilla
   cubierta de tierra
   y una escalera
   oblicua abajo
   estatuas nuevas
   la sed de la linterna
   dibuja elipses
   en los sacos vacíos
   un rastro de trigo
   bajo la herrumbre
   de las herramientas
   una espantada
   de ratas
   que argumenta.

La escritura adquiere así valor onomatopéyico, de cuerpo que lleva impreso las huellas de aquello mismo que dice: también los poemas cavan y excavan y las palabras persiguen ese diamante inasible que no termina de aparecer o verse claramente. Porque sabemos, o sospechamos al menos, que ese diamante es la búsqueda misma, ese ahondar en la tierra para acotarla, respirarla, habitarla. Y que ese brillo sólo es visible en el proceso mismo, el intervalo que abren la escritura o la lectura.



grisú, con su abundancia de referentes, su riqueza nominal y adjetival, su tesoro de vetas y filones y brillos minerales, responde sin embargo –de nuevo la paradoja– a ese afán de vaciamiento con que José Ángel Valente definía el trabajo poético: ese hacer un vacío donde el poema pueda comparecer, gestarse. Un vacío que es tanto verbal –material, al cabo– como un espacio o lugar de la conciencia. Así se hace posible, en efecto, «andar en lo oculto […], echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, […] estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos», como quería el autor de Mandorla, fundiendo de manera expresa, y quizá no del todo consciente, poema y sujeto, palabra germinada y yo autorial.

No hace falta subrayar, a mi juicio, hasta qué punto el movimiento de descenso de estos poemas parece replicar el buceo en los estratos del inconsciente que persigue la escritura, su deseo de anclaje en los planos del mito, de los símbolos colectivos, de los arquetipos. Pero prefiero, en este punto, violentando quizá la propia inclinación de su autora, invertir el movimiento y pensarlos como respiraderos donde el sujeto puede tomar aliento, escapar del abrazo uterino de la materia y mirar hacia lo alto. Son pozos que nos permiten entrar y también salir, volviendo sobre nuestros pasos para reencontrar el exterior, las pupilas abiertas, el cuerpo alerta de quien ha cortejado el desastre y sale indemne. Queda un rastro de imágenes confusas y amenazantes, el sordo latido de una actividad subterránea que se aferra, pegajoso, a la mente. Algo que viene en sueños y nos perturba mucho después de sucedido, como atestigua el poeta norteamericano James Wright en su poema «Mineros»: «En medio de la noche / oigo vagones moviéndose sobre rieles de acero, chocando / bajo tierra». En estos poemas de grisú se escucha ese entrechocar de piedras y aceros, pero también es posible oler, sentir, la promesa del aire libre.


[Hace exactamente una semana, el pasado 25 de febrero, se presentó en Madrid el nuevo libro de Esther Ramón. Éstas son las palabras que pronuncié entonces. Se trataba, me parece, no tanto de adentrarme en el libro con el bisturí de la crítica cuanto de acompañarlo y alumbrar desde fuera algunas de sus claves. Espero haberlo conseguido.]

martes, marzo 02, 2010

inesperado

Lo confieso. No me esperaba esta reedición virtual de «El esperado», un poema que escribí hace cosa de diez años y que vio la luz en Otras lunas (2002, hace una eternidad). Me hacen gracia estas reapariciones fugaces, casi incongruentes con la página que las alberga. Muchas gracias a Nacho Segurado, a quien no tengo el gusto de conocer, y que tiene el gusto, él sí, de expresar con gracia ciertas reservas sobre mi poesía. A esa luz (o sombra), los cumplidos del final saben francamente mejor.