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miércoles, abril 15, 2009

bacon / jano

Viendo los diversos retratos de Francis Bacon que han aparecido en prensa estas semanas con motivo de su exposición en el Prado, se me vuelve a hacer aparente algo que ya he sentido en otras ocasiones –al ver ciertas fotos de Auden, por ejemplo–, y es la rara incongruencia que hay en los rostros de muchos ingleses, como si a los rasgos puros y precisos de la niñez, que es tal vez la etapa de sus vidas en que más se acercan a la belleza, se superpusiera la máscara distorsionada de la edad adulta: arrugas, papada, endurecimiento, flacidez, deterioro, opacidad. Ambos rostros, el del niño y el del adulto, nunca se mezclan o entretejen del todo, y el resultado es una expresión indefinida, como por hacer, a veces cómica y otras chocante, como si alguien hubiera envejecido a su pesar, sin asumirlo del todo: una máscara que se deforma y estira por la fuerza, de modo casi mecánico, y donde la edad se asienta como una capa de maquillaje. Se diría que cada raza alcanza su plenitud física a una edad distinta: los ingleses suelen hacerlo en la niñez o la primera juventud. Basta comparar los últimos retratos de Bacon –nacido en Irlanda, sí, pero de familia netamente inglesa– con los de su juventud. Sin duda su presunta mala vida y sus excesos alcohólicos contribuyeron al deterioro. Pero, como en Auden, ese cambio estaba inscrito en sus genes, era una bomba de relojería que fue estallando silenciosamente a lo largo de los años.