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viernes, marzo 11, 2022

palabras para decir el vértigo

  

 


 

José Luis Gómez Toré, El territorio blanco, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2022, 96 págs.

 

 

La de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es una de las voces más radicalmente líricas de nuestra poesía. Su delicadeza, que no fragilidad, oscila entre el ancla de un ritmo sereno, austero, asociado a la pérdida («para quién tocas, corazón, / tu tambor de ceniza»), y el afán de vuelo, de ingravidez: «piedra, sé ala, / una puerta en el aire». En sus momentos más altos, esta poesía logra algo tan difícil como rebajar el peso de las palabras y hacer más llevadera su carga de sentido, de vida padecida, de memoria. Lo dice a las claras en «Zúrich»: «si todavía hablamos, / si escribimos en una lengua que arde, / es porque no queremos dejar rastro».

 

Gómez Toré deja el tono crítico, incluso político, de Hotel Europa, su anterior libro, para volver al territorio de una meditación personal teñida de vislumbres, de recuerdos, de sondeos. Hay en El territorio blanco una cierta sensación de repliegue que remite al diálogo con la propia infancia, hijos mediante, pero también a un grado supremo de atención, de percepción alerta y casi alucinada, en el que cualquier signo –cualquier paso– resulta decisivo. Y lo es porque el lugar al que se vuelve no es nunca el lugar del que se sale. Las dos puertas que el hijo del poeta descubre en el cuarto amarillo de Van Gogh la convierten en «habitación de paso» entre dos intemperies y cifran el carácter precario, inestable, siempre fugitivo, de la existencia.

 

Gusta el autor de romper la secuencia poemática con textos que juegan a disfrazarse de otros géneros. Si Hotel Europa incluía un «interludio grotesco», «El teatro anatómico del doctor Cirlot», aquí las trece viñetas de «Melusina (novela)» narran en clave simbólica el descubrimiento de la desnudez y el deseo, también del asombro y el temor que inspiran: «Es un rito vulgar, pero el deseo es empujar un límite».

 

Hay una obsesión en esta escritura por la idea de preludio, de umbral, de inminencia. Gómez Toré reivindica una poética del hambre que es la del niño, que «prueba el mundo con la boca», porque el mundo finalmente se hace así, «con la boca», diciéndolo, masticándolo; royendo la pared de la celda de cada día.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 25 de febrero de 2022.

 


sábado, abril 28, 2012

álvaro valverde





En el otoño de 1994 publiqué mi primer libro de poemas. Se llamaba La anatomía del miedo, había merecido el Antonio González de Lama el año anterior y vio la luz en una edición feamente institucional del Ayuntamiento de León; uno de esos libros de poesía, tan abundantes por otra parte, que obtenían algún premio y terminaban pudriéndose en los sótanos de un edificio administrativo. Recuerdo mi desencanto cuando supe que el libro no lo publicaría la legendaria colección «Provincia» (no sé por qué, me había hecho esa ilusión), y también con que obstinación presioné al responsable de cultura del ayuntamiento para que me reservara cuatro o cinco cajas del libro: doscientos o trescientos ejemplares, ya no recuerdo, que cargué en el maletero del coche y procedí a enviar a todos los rincones del país. En aquella época anterior al correo electrónico y el Facebook no era fácil hacerse con las señas postales de los poetas a los que uno admiraba (había que solicitarlas a amigos comunes, trabajar con listados de dudoso origen), y uno gastaba un tiempo precioso en sondeos y averiguaciones que en ocasiones tampoco garantizaban nada.

No sé cómo logré las señas de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959). Dos o tres años antes había leído con entusiasmo Una oculta razón, su segundo libro, premio Loewe en 1991, y pensé sinceramente que aquellos poemas míos, llenos de intensidad juvenil y torpeza formal, podían interesarle; compartíamos, como poco, una misma pasión escenográfica, el gusto por contar los fragmentos o el claroscuro de una historia... Fue más que eso. Álvaro respondió con una carta generosa y amabilísima, en la que tenía la delicadeza de pasar por alto los defectos del libro y subrayar sus aspectos más atractivos o promisorios. Fue, creo, junto con Jorge Riechmann, el único de los poetas a los que yo leía asiduamente que respondió a mi envío con algo más que un seco acuse de recibo.

De aquella carta arrancó una relación, al principio epistolar, que no ha dejado de prolongarse y ramificarse desde entonces. Durante el resto de aquella década las cartas entre Sheffield, Plasencia y Oxford menudearon con una frecuencia que nos permitió conocer de primera mano la creación de nuestros libros respectivos. En algún momento reseñé su Ensayando círculos en Cuadernos Hispanoamericanos y brindé por él cuando quedó finalista del Café Gijón de Novela por Las murallas del mundo. El encuentro personal, sin embargo, tuvo que esperar a la primavera de 2001, y fue en mi Gijón natal, donde él y Yolanda, su esposa, tenían familia. Como sucede siempre que uno ve en persona a alguien con quien se ha escrito mucho, el encuentro empezó con algo de prudencia y hasta de aprensión, pero no tardó en adoptar el mismo ritmo vivo y cordial de las cartas. Dos tímidos como nosotros no se merecían menos. Supongo que yo hablé más de la cuenta (siempre lo hago) para disipar los nervios y que él mantuvo su reserva habitual, ese fondo de pudor y laconismo que sus amigos conocemos bien y por el que a veces cruzan unas pocas chispas de ironía marca de la casa que son, en realidad, su forma de autodefensa.

Los años nos han ido deparando nuevos encuentros, a veces en contextos de trabajo algo insospechados. Nunca olvidaré que cuando me vi fuera de Letras Libres, allá por el otoño de 2004, Álvaro me llamó para que le ayudara desde Madrid con la organización de los Premios a la Creación de la Junta de Extremadura. Fue, como se suele decir, un gesto providencial, una muestra de cariño y confianza que nunca terminaré de agradecerle. Años después, Antonio Franco nos propuso desde Mérida codirigir la colección de poesía «Voces sin tiempo» de la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Nos dio tiempo a publicar sendos libros de Philippe Jaccottet y Mario Luzi en edición bilingüe, luego la dichosa crisis intervino y ahora andamos a la espera de que la niebla se disipe para remprender el viaje. En fin, resumiendo, que si Extremadura es una de mis referencias sentimentales, un lugar al que siempre me apetece ir, donde me siento como en casa y entre amigos con los que puedo charlar y compartir inquietudes (Miguel Ángel Lama, Elías Moro, Antonio Reseco, José María Cumbreño o Daniel Casado, entre otros), es sin duda gracias a mi amistad con Álvaro. (No me olvido de nuestro querido y llorado Ángel Campos, a quien veo siempre charlando con inteligente malicia por las calles de Badajoz, hace ya diez u once años.)

Muchas veces, a lo largo de este tiempo, le he insistido a Álvaro en la necesidad de preparar una antología de sus poemas. Sus libros, publicados en Visor, Hiperión y Tusquets, no han estado ni mucho menos ausentes de las librerías y las mesas de novedades, pero se imponía, me parece, la necesidad de echar la vista atrás y hacer balance, un alto en el camino. Fuera de otras consideraciones, hablamos de una obra hecha, cumplida, una de las más personales y necesarias de nuestra poesía. Gracias a la editorial La Isla de Siltolá y su responsable Javier Sánchez Menéndez (con la inestimable ayuda de Abel Feu), ese viejo afán nuestro se ha hecho realidad. El resultado es Un centro fugitivo. Antología poética 1985-2010, un exquisito volumen de poco más de doscientas páginas en el que ofrecemos una panorámica tan amplia como exigente de su poesía. Se compendian aquí veinticinco años de escritura (los dos compartimos el amor por los números redondos) precedidos por un breve estudio de introducción en el que he intentado, mal que bien, desvelar algunas de sus claves: su tono meditativo, el uso de una dicción escueta y sobria, poco amiga de alardes expresivos o vuelos metafóricos, su pasión terrestre, el modo en que una y otra vez ilumina, bajo el horizonte de la memoria, la relación entre el sujeto y su entorno... La preparación final de este libro nos ha llevado todo el invierno (un invierno de relecturas y revisiones, de mensajes y preguntas interminables, de dudas y conclusiones siempre interinas), a tiempo para que el fruto vea la luz en primavera, en plena Feria del Libro de Plasencia, donde lo presentaremos el próximo jueves 17 de mayo con una conversación pública que será –o así me lo parece– el reverso de la que mantuvimos, hace cosa de tres años, en Villanueva de la Serena.

Será también, por cierto, ocasión de saldar una vieja deuda. Porque la triste realidad es que no he estado nunca en Plasencia ni conozco de primera mano el paisaje y la atmósfera que alientan detrás de la poesía de Álvaro. Esta omisión me resulta incomprensible y hasta me avergüenza un poco. Es hora de repararla. Así que este próximo 17 de mayo viajaré a Plasencia con la impresión, nada exagerada, de estar cumpliendo un peregrinaje. O de honrar una amistad que no en vano alcanzará, el otoño que viene, su mayoría de edad.

Cierro esta nota con el último poema del libro, un inédito que de algún modo hace de cifra y conclusión (provisional) del viaje que Álvaro inició hace treinta años. Los que le hemos ido acompañando en este viaje como lectores sólo podemos alegrarnos de que siga aquí, siempre alerta, algo aturdido como todos por el paso del tiempo pero con la fe y la pasión intactas. Que sea por muchos años.


aquí

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.