Mostrando entradas con la etiqueta valdediós. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta valdediós. Mostrar todas las entradas

jueves, septiembre 03, 2009

entonces


Cuando el mundo se convirtió en el mundo
la luz brillaba como de costumbre
sobre un reloj indiferente,
el aire estaba lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba en una piedra
y esa piedra le abría los ojos;
fue la ocasión que todos esperábamos
para tomar las mismas decisiones,
besar de nuevo el mismo suelo,
decir los hasta luego de anteayer;
y el rostro amado y rutinario
que fingía escuchar
o brindaba una mano distraída
volvió a apartarse antes de tiempo.
Detrás de las ventanas crecía la penumbra,
una gaviota hurgaba en la basura
y los niños jugaban casi a ciegas
ignorando los gritos de sus madres.
Era un día cualquiera en la ciudad,
con su ruido de fondo en nuestras venas
y el hollín de la noche borrando cercanías.
Quien guardó una moneda en su bolsillo
no fue más rico a la mañana.
Nada ocurrió que pueda recordarse,
ninguno de nosotros se dio cuenta
cuando el mundo se convirtió en el mundo.




Éste es uno de los poemas que leeré dentro de dos días, el sábado 5 de septiembre, a las ocho de la tarde, en el monasterio de Valdediós, en el concejo asturiano de Villaviciosa. Me presenta mi buen amigo José María Castrillón. Estas lecturas son siempre una buena ocasión para conocernos, charlar y pasar un buen rato. Si algún lector asturiano de esta bitácora se acerca, será más que bienvenido.

jueves, abril 30, 2009

sobre las lecturas de poesía


[Los amigos del Círculo Cultural Valdediós me pidieron hace semanas un texto para su Memoria anual y escribí esta breve reflexión sobre el curioso ritual o fenómeno de las lecturas de poesía, sin las cuales nuestra vida de escribidores sería francamente muy distinta. No sé otros, pero yo cada vez creo más en las lecturas de poesía y menos en el formato actual o en la forma con que solemos afrontarlas. La imagen, por cierto, puede ayudar a hacer más inteligible el párrafo final.]


Lectura en Valdediós

En el curso de los años ha leído uno poemas en los lugares más variopintos: sótanos de bares de noche, el precario altillo de un hogar o casa regional, la zona de carga de una furgoneta, un lujoso teatro municipal con los asientos sistemáticamente vacíos, una casa de ocupas, e incluso, en Orán, una sala de exposición de lámparas cedida amablemente al Instituto Cervantes por su próspero dueño, feliz de poder contentar a su hija hispanófila. La experiencia me ha demostrado que la fama de personas ariscas y difíciles que tienen los poetas es francamente injustificada. Solemos mostrarnos tan agradecidos por la invitación, e incluso tan azorados de que nos hayan escogido entre tantos posibles candidatos, que aceptamos sin chistar, con sospechosa docilidad, las condiciones que se nos imponen. Aún guardo en la memoria la imagen de un colega encaramado a la escalera de caracol de un local nocturno, un sábado por la noche, mandando callar a la concurrencia mientras trataba de no perder el hilo de sus propias palabras. Pero un poema, por bueno que sea, no puede competir con el ruido de las copas y las conversaciones de borrachos.

El esfuerzo por, como he oído decir en ocasiones, acercar la poesía a la calle es loable pero no puede realizarse a cualquier precio. Y será inútil si no preserva lo que Seamus Heaney ha denominado «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de preparación y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir. Una cosa es desdeñar justamente la solemnidad excesiva y otra muy distinta la tendencia, cada vez más acusada, a arrojar la poesía (o peor aún: a los poetas) a los leones de la trivialidad y la falta de atención. Aún recuerdo cómo el mismo Heaney nos pidió, el primer día, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Algo ha ocurrido, aunque dure unos pocos minutos, aunque implique sólo unos versos o una imagen aislada.

Desde luego, el caso de Heaney no es habitual. Sobran los buenos poetas que son lectores torpes o incapaces de comunicar tanto como los malos capaces de redimir sus versos con una voz resonante. Dado que nadie nos ha enseñado a leer en público, el aprendizaje se hace a ojos (y oídos) de los demás, a lo largo de varios años y en las circunstancias más diversas. A veces la confianza nos invita a bajar la guardia y olvidamos que toda lectura, por modesta que sea, exige ciertos preliminares, una particular disposición de ánimo. Y esto vale también, como ya he sugerido, para los oyentes. No escuchamos a un cuarteto de cuerda con la misma actitud con que asistimos a un concierto de jazz; no entramos en un museo corriendo o hablando a gritos. Lo ideal, desde luego, es conocer previamente la obra del autor. Pero, incluso si esto no es posible, se hace preciso poner algo de nuestra parte, situarnos activamente en su frecuencia de onda; los túneles sólo se terminan cuando los que han empezado en sus dos extremos se encuentran a medio camino.

Valdediós siempre me ha parecido un lugar ideal para ese pacto de confianza que es, o debería ser, toda lectura poética (un pacto que excluye toda pretensión, toda rigidez, pero que ha de ser fiel a la intensidad del poema, a su carácter de, como decía Auden, «habla memorable»). Me refiero a su aislamiento, por supuesto, pero también a esa mezcla de discreción y secretismo con que todo sucede en el monasterio, a las puertas y portales que hay que ir atravesando antes de llegar a la penumbra rojiza de su salón de actos. Puertas y portales, por lo demás, que son un poco la prolongación de los cruces y desvíos que conducen al valle. Recuerdo que hace años nos perdimos tratando de llegar a una lectura de Antonio Gamoneda (un desvío mal tomado que nos costó una eternidad corregir), pero el hecho mismo de perdernos parecía lógico y en consonancia con la naturaleza del lugar. Aquí hasta las personas poco atentas a la poesía tienen la oportunidad de mostrarse atentas con ella, y esto es algo que sucede tan pocas veces que no cabe menospreciarlo. No creo en retribuciones misteriosas ni en esa especie de justicia a largo plazo que, según dicen, termina poniendo a cada uno en su sitio, pero tener la buena fortuna de leer en Valdediós me compensa largamente de aquellas ocasiones en las que, subido a la cola de una furgoneta o entre expositores de lámparas en venta, terminaba preguntándome en qué me había equivocado.

viernes, julio 11, 2008

olvido garcía valdés en valdediós

Como anuncio y avance de la lectura que Olvido García Valdés dará en el Monasterio de Valdediós el sábado 19 de julio, recupero una breve lectura crítica que escribí con motivo de la concesión del Premio Nacional de Poesía a su libro Y todos estábamos vivos. Me la pidió Miguel Barrero para Les Noticies, donde se publicó en una cuidada versión en asturiano, y pocas veces he disfrutado tanto con un encargo.


Doble exposición

Tal vez ninguna otra expresión se ajuste mejor a la naturaleza y alcance de la obra de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950) que el título de su penúltimo libro, Del ojo al hueso, publicado en 2001 en Ave del Paraíso, la añorada editorial de Manuel Ferro y José-Miguel Ullán. Por un lado, el ojo, el impulso contemplativo, la distancia que se establece con la mirada y que se traduce en una fascinación por las superficies: paisajes naturales o urbanos, pinturas y dibujos, y hasta en ocasiones el contorno difuso y escurridizo de los sueños. Por otro, el hueso, la presencia obsesiva del cuerpo, el afán por indagar en sus pliegues e impurezas, en su gravidez y fragilidad. Lo de afuera y lo de dentro, una pareja que ya comparecía de manera fulminante en uno de sus primeros poemas, “La caída de Ícaro”: “Verde. Verde. Agua. Marrón. / Todo mojado, embarrado. / Es invierno. Es perceptible / en el silencio y en brillos / como del aire. […] // Un cuerpo caminando. / Un cuerpo solo; / lo enfermo en la piel, en la mirada. […] / La descompensación / entre lo interno y lo externo […]”. Esta descompensación es el motor primero y reiterado de una escritura que se ha mantenido estrictamente fiel a sus postulados iniciales, pero que no ha dejado de madurar y acendrarse a lo largo del tiempo. Veintiún años y cinco libros después de El tercer jardín (1986), su estreno editorial, la poesía de Olvido García Valdés se nos aparece como un conjunto de rara lucidez y coherencia en el que no disuenan las excursiones a otros géneros como el ensayo biográfico (Teresa de Jesús) y la traducción (Pier Paolo Pasolini, Anna Ajmátova, Marina Tsevetáieva), convertidas en parte integral de un mismo proyecto, de una misma apuesta literaria.

“La caída de Ícaro” apareció originalmente en Exposición (1990), su segundo libro, con el que muchos lectores (entre los que me cuento) accedimos por vez primera a esta escritura. El título no es casual. “Exposición” hace referencia, en un primer momento, al ámbito de la pintura, tan querido y frecuentado por Olvido, y que aparece una y otra vez en forma de mención, de cita, como una señal indicadora que permite encontrar paralelos o correlatos visuales de lo que el poema nos cuenta. Pero la presencia de la pintura es algo más que un guiño o un apoyo textual. Muchos poemas parecen replicar, desde su estructura, desde su organización interna, el modo en que leemos un cuadro, captando de un golpe su tema o su atmósfera para ir luego sumando detalles, matices o contradicciones que corrigen la visión primera, o incorporando a la escena del pintor nuestra propia ensoñación, los fantasmas que nos dictan el deseo o la memoria. Todo un libro, caza nocturna (1997), se divide en secciones presididas por tres pintores (Kasimir Malevich, Paolo Uccello y Arshile Gorky) que encarnan, a su vez, posibilidades expresivas muy presentes en esta poesía: de una forma arcaica y casi fantasiosa de perspectiva (esa “Cacería en el bosque” de Uccello a la que alude el título mismo del libro) a la abstracción más violenta, del gusto por la geometría plana a la tentación expresionista. Los poemas de Olvido suelen comenzar con una gran sencillez, una claridad elegante y pausada que se va complicando e incluso rompiendo a medida que los versos enumeran y profundizan en sus obsesiones. A menudo esa complicación se resuelve de nuevo en sencillez, o en versos rotundos que participan por igual del enigma y el aforismo: “Hoy alguien en un sueño dijo: / ten, en esta garrafa / hay agua limpia, por si toma moho / la del corazón”.

En otros poemas, sin embargo, esa complicación se lleva hasta el final, o se deja como en suspenso, incompleta, irresuelta, no sabemos si por pudor, por negarse a imponer ninguna conclusión al lector, o si por una resistencia íntima a obtener respuestas fáciles, apresuradas. Uno de los poemas de caza nocturna (uno de mis favoritos, y creo que también de su autora, pues se lo he oído decir en público varias veces, como una especie de clave o introducción de toda la lectura) tiene la forma de un apunte, de una simple lista que, a riesgo de acabar en falso, va descendiendo los peldaños del cuerpo, fijándose en lo cada vez más pequeño, hasta dejarnos a solas con su fragilidad, su aparente (y engañosa) insignificancia:

escribir el miedo es escribir
despacio, con letra
pequeña y líneas separadas,
describir lo próximo, los humores,
la próxima inocencia
de lo vivo, las familiares
dependencias carnosas, la piel
sonrosada, sanguínea, las venas,
venillas, capilares

Aquí la palabra “exposición” cobra otro sentido: el del cuerpo que se expone al dolor y el miedo, el de los protagonistas de estos poemas que, por el mero hecho de estar vivos (Y todos estábamos vivos), están expuestos a toda clase de amenazas, de ultrajes y peligros: el paso del tiempo, el dolor de la lucidez y de las relaciones personales, la caducidad corporal, la enfermedad… Vivir es exponerse, nos dice Olvido, someterse a la inclemencia de elementos que escapan a nuestro control. Esta conciencia aguda de la indefensión en que transcurren nuestros días se tensó al máximo en Del ojo al hueso. El título mismo, que evoca, no sé si a sabiendas, un memorable verso de Günter Grass (“Dejadme con el hueso”), deja traslucir el afán de la poeta de afincar o entrañar su reflexión existencial en el cuerpo, en lo más denso, secreto y esencial del cuerpo: esos huesos, con sus “medulas” de larga tradición barroca, tan duros como quebradizos, que nos sostienen en pie y son lo último de nosotros en borrarse o desaparecer.

Frente al carácter enigmático o abiertamente incomprensible de la propia existencia, de todo el abanico de sucesos, vínculos, decisiones, esperanzas, etcétera, que conforma nuestro vivir, está el consuelo o el alivio de la existencia ajena, en especial la del mundo natural (árboles, pájaros), las extensiones de paisaje, los juegos de la luz y de la sombra, la alternancia de las estaciones, las huellas de lo humano (caminos, surcos, aperos…) dialogando con el tiempo. En esta cercanía a las cosas se cifra uno de sus rasgos más atrayentes de esta poesía, el que más hace por crear un vínculo o un lazo de complicidad con el lector. Es también uno de sus rasgos más clásicos, pues se liga a una vieja tradición de diálogo con la naturaleza y a un no menos viejo deseo de encontrar ahí, en la naturaleza, respuesta a nuestras dudas y remedio a nuestras penas. Abro al azar Y todos estábamos vivos, el libro que ha merecido este año el Premio Nacional de Poesía, y leo lo siguiente: “Gotas detenidas en la resina, flores / de luz, o si no, vivirá como invitada / de los campos, hallará el cuervo / que tuvo un ala blanca. / Pronto girará el año, vendrán / atardeceres silenciosos que se prolongan”. Más allá del movimiento sinuoso del verso, del encabalgamiento y la ambigüedad sintáctica (¿quién es la que “vivirá como invitada”? ¿qué hace saliendo al poema sin ser notada?), queda una forma de mirar y de relacionarse con el mundo, una concepción de la existencia y de la poesía para la que somos, en efecto, invitados, huéspedes de una realidad que nos excede y que sólo podemos empezar a comprender desde la paciencia, la atención puntillosa y humilde. Aceptar las cosas no significa ignorarlas, practicar la indiferencia, sino transformarlas en parte de nosotros, parte interesada, algo de lo que esta poesía es fruto y testimonio privilegiado.