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domingo, diciembre 11, 2022

la nave del último viaje

 

 

Lo dijo Miguel Hernández con timbre de canción popular: «Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor». Si la poesía, entre otras cosas, es un viaje, una búsqueda de sentido, en el origen ese viaje fue un descenso a las regiones donde moran los muertos para reencontrarse con la figura amada y devolverla a nuestro mundo: a Gilgamesh no le basta con llorar la muerte de Enkidu, debe emprender una marcha a los confines de la tierra para encontrar la inmortalidad; Orfeo baja al inframundo para recuperar a Eurídice, conmoviendo al mismo Hades con su canto. Pero la prohibición de no volver los ojos es, en el fondo, un aviso: que tu canción mire atrás y se ocupe del pasado es la confirmación misma de la pérdida. La elegía certifica el destino del amigo muerto, aunque el poeta se afane en «minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte».

 

Mientras el mundo estuvo bien hecho y contenido en el edificio de los credos religiosos y las visiones de totalidad, la muerte era el cimiento mismo del edificio, el mar al que van a parar los ríos de la vida. La elegía era un panteón funerario, el relato celebratorio de las virtudes y logros del difunto, y acaso también una vía de consuelo moral y de aprendizaje de la propia muerte. Todo estalló con la modernidad. Cuando muere su hijo Anatole, Mallarmé intenta escribir «una tumba poética», un memorial. Como explica Paul Auster, «quiere transmutar a Anatole en palabras y de ese modo prolongarle la vida». Su empresa es la de quien acepta la muerte moderna, «o sea, la muerte sin Dios, la muerte sin esperanza de salvación», y trata de que la poesía haga el trabajo de la fe religiosa. Su fracaso, los 202 fragmentos de Para una tumba de Anatole, es un aviso a navegantes, pero también algo más: un signo de los tiempos.

 

Desde entonces, el fragmento ha sido el modo en que el poeta ha registrado la presencia de la parca: astillas de frases y palabras, rebabas de un trabajo incesante de gubia y formón sobre la página. Y siempre, donde estaba el cielo, una campana de silencio, como la que parece flotar sobre el Paisaje con pájaros amarillos de Valente. Uno de los primeros en romper este impasse fue el norteamericano Donald Hall con Without (1998), libro deslumbrante dedicado a la muerte de su esposa, la también poeta Jane Kenyon. Hall conoce bien la tradición moderna, pero prefiere enlazar con otros linajes: el oriental, por ejemplo, o el suyo propio con su gusto por lo concreto, lo doméstico, los pequeños detalles, la naturaleza. Por ahí, viene a decirnos, hay una salida, un comienzo de salvación: en la humildad y el cuidado, en romper con los espectros tiránicos del yo deseante, en no pedirle al mundo lo que no puede darnos.

 

Un año y tres meses sigue visiblemente la estela del libro de Hall, pero a la manera de su autor, más visiblemente retórica, menos ligada a las hechuras del mundo. En sus 25 poemas, Luis García Montero registra la presencia de la muerte en el día a día de sus protagonistas, signado por los ritmos de la ciudad, el trabajo cotidiano y los afectos domésticos. Es el cuaderno de bitácora de un combate sostenido con la enfermedad y la muerte que no termina en derrota, porque esos días finales, afirma, son «ahora, recordados, / los más felices de mi vida». La emoción de estos versos es sincera y el resultado, por momentos, conmovedor. Nos apiadamos del hombre, sentimos con él; mala cosa seríamos si el dolor ajeno dejara de impresionarnos. Y sin embargo… Lo peor que le puede pasar a un poema es que un exceso de barniz retórico nos haga dudar de la veracidad de los sentimientos, y eso es justo lo que ocurre aquí. Extraña, en efecto, la insistencia del versificador experto en dar al material el acabado de costumbre. Es como si el libro estuviera escrito por dos manos, dos voces que se turnan sin fundirse del todo: el hombre en carne viva; el poeta que se obstina en vestir u ocultar su desnudez sin lograrlo.

 

En «De Madrid a Lima», por ejemplo, el avión se convierte en un barco fantasma, una nave de muertos: «Noche rígida y muda de pasillos, / una hilera de cuerpos / hacia ningún lugar». Es una visión del espanto que el poeta conjura en pocos versos, con la fuerza de una pesadilla. Ahí está el núcleo emocional del libro: la muerte llega y todo pierde sustancia, la vida se vuelve irreal y parece que no hacemos pie; chapoteamos en el «agua negra» de la que habla en otro poema. Surge así la tentación consoladora: «Llamaré / cuando llegue al hotel para decirte / […] que todo está tranquilo, / que tengo ganas de volver a casa». La imagen de partida es pánica, visceral, intuitiva; el cierre es voluntarioso y sentimental, pero su carácter postizo no borra ese miedo primero, que es donde tocamos hueso, y que vuelve innecesaria toda continuación. «La poesía no importa», dijo Eliot, subrayando tal vez que a ciertas verdades íntimas se llega por caminos –y con palabras– que recelan de ser poema.

 

 

Versión ampliada del artículo publicado el 9 de diciembre de 2002 en La Lectura.

 

 

 

miércoles, noviembre 30, 2022

para vivir aquí

 

 

En un poema de la escritora estadounidense Linda Pastan (1932), dos voces debaten sobre un precepto rabínico que prohíbe tocar a un moribundo, pero aclara (es una salvedad que no esperamos) que si su casa se incendia debe ser sacado de ella. La primera voz pregunta: «¿A quién podría tocar yo entonces, / no estamos todos / moribundos?». A lo que la segunda responde con «vieja sonrisa de conciliador»: «¿Pero no están todas nuestras casas / quemándose?».

 

Tengo la sensación de que la poesía de Olvido García Valdés es de las pocas entre nosotros que sostiene, como una balanza de dos platillos, la conciencia de esa doble amenaza, que en realidad es nuestro estado natural, la raíz patente de nuestra fraternidad: somos seres caducos, hechos para la muerte, pero entretanto vivimos, estamos vivos; y reconocemos ese mismo destino en todo aquello que nos rodea y comparte nuestro existir. Ese reconocimiento, ese sabernos fraternalmente entre las cosas, es lo que llamamos belleza en un sentido profundo (y es belleza porque es verdad, como dice Keats): «la hermosura, el sufrimiento, lo / que nos hace pertenecer siendo otros».

 

Este es el punto de partida. Y, a partir de ahí, se trata de acercar los ojos, los oídos, de estar alerta y mirar y escuchar con la perpetua curiosidad de quien sabe que la existencia se juega en este instante, ahora, sin lamentos ni elegías regresivas ni vagos futuribles. Se trata, en suma, de ensanchar el cauce de la vida –la propia, la de todos– y acoger, dar cobijo: «No puede / la carencia ser reparada mas no impide vivir, mide / cielos vuelos pulmonar ansia, dibuja / ramificaciones nerviosas…». La poesía de Olvido se juega en ese campo y con esas reglas: es una medición o inspección de los tiempos y espacios donde a pesar de todo podemos vivir, hallar briznas de asombro o de sentido, llenarnos los pulmones.

 

Es lo que ella misma, en su último libro, define como «gracia» y que tiene que ver con una cierta disposición de ánimo, una forma de estar en el mundo («voy por el mundo como en un sueño»), una confianza innata en la naturaleza misma de esas presencias que no dejan de estar con nosotros y acompañarnos: su variedad incesante, sus rasgos peculiares, el modo que tienen de hablar y de moverse, el detalle llamativo o incongruente… Pueden ser los animales, tan importantes aquí («todo lo que tiene alas es ángel, mosca / golondrina mirlo cucaracha –puede / volar–»), el mundo vegetal, las voces que se oyen por la calle («¿comiste ho?»), o un obrero que cojea bajo la luz lavada de Lisboa y que despierta intriga, curiosidad: «¿Por qué lo miras así, por qué / lo sientes cerca si está allá abajo?, ¿por qué cojea?».

 

La mayoría de los poetas nos dan una foto fija, una imagen estática. A veces esa imagen va acompañada de una sensación, una atmósfera que envuelve al lector y lo conduce a otro plano de lo real. Pero Olvido hace algo más: nos muestra una pequeña película, descompone la escena en planos minuciosos, a menudo abruptos, sin solución de continuidad, en los que parpadean dudas, apartes, preguntas. Aquí lo importante es la sintaxis, la estructura casi analítica del decir, que le permite deslindar con infinito miramiento cada detalle («ramificaciones nerviosas»), dosificando a su gusto las observaciones, el fluir de la emoción, jugando con la velocidad de la transiciones, que a veces son yuxtaposiciones violentas, como si jugara con piedrecitas y las hiciera entrechocar en su mano para crear un efecto de disonancia, de pensada cacofonía.

 

«El poema es en sí mismo soledad / tiene contacto con lo vivo», dicen dos versos de su libro más reciente, Confía en la gracia. Es una soledad fraternal, pero también sanadora, porque el poema –la creación– le ofrece a la humanidad un conocimiento de sí, le dice cosas de sí misma, que no tendría de otra forma. Me parece que eso mismo es lo que Olvido quiere decirnos al final de tantas palabras: «recibe este objeto en tu corazón, mira / en él algo que ames, mira de nuevo».

 

Publicado en La Nueva España, 27 de noviembre de 2022

 

 


viernes, noviembre 04, 2022

no dejes el prado sin caballos

 

No se conocían personalmente y dudo que alguna vez se leyeran, aunque todo puede ser, y más en un mundo de cruces azarosos y clandestinos como es la poesía. Pero eran contemporáneos, compartían lecturas y contraseñas generacionales y fueron a morir casi a la vez, en un lapso de apenas tres días. Hablo del poeta español Miguel Suárez y del mexicano David Huerta. Los dos terminaron personificando una versión posible del poeta contemporáneo, una forma de ser y estar que era expresión de su personalidad, sin duda, pero también de unas circunstancias históricas que entraron con fuerza en su escritura y condicionaron su desarrollo. Si la muerte de Miguel Suárez fue el acto final de desaparición de alguien que había decidido hace mucho callar y apartarse del mundo, la de David Huerta, tan inesperada como notoria, tuvo mucho de salida del escenario justo cuando arrecian los aplausos.

 

Puede parecer extraño que los junte aquí, pero en mi conciencia de lector se me aparecen como caras de una misma moneda. El hecho de que alcanzaran (grosso modo) la mayoría de edad en 1968 los marcó política y estéticamente. Los dos se criaron muy jóvenes en el activismo político y la vanguardia artística (Rimbaud y el surrealismo, Eliot y Pound, Lezama y Hölderlin, el río magnético de la contracultura) y ampliaron estudios, más que en la universidad, en las charlas de bar y los debates a altas horas de la noche. Lo que el estéril tardofranquismo de provincias representó para Suárez, lo fue para Huerta la participación en el movimiento estudiantil de su país: «El 2 de octubre de ese año estaba entre la multitud que fue atacada a balazos por órdenes del gobierno: la tragedia mexicana conocida como la Matanza de Tlatelolco. Esa experiencia marcó, a partir de entonces, toda mi vida».

 

Ahí se acaban tal vez las semejanzas. Nacido en 1951, Miguel Suárez fue un poeta de publicación tardía y hasta 1986 no vio editado su primer libro, De entrada. Dos años después obtuvo el Premio Hiperión con La perseverancia del desaparecido, título que pronto cobró un aire profético. Doy fe de que para muchos de nosotros, jóvenes que entonces nos iniciábamos en la poesía, ese libro fue una lectura decisiva: allí la voz del sueño y el arrabal de Rimbaud se teñía de penumbras góticas cortesía de Holan: «Árbol negro / Con pestañas de final de invierno / resinas ya una estrella». Así también el ejemplo –el recuerdo– de Aníbal Núñez, a quien Suárez dedicaba toda una sección («Albor de Aníbal Núñez») y del que heredó, se diría, una forma de no estar en el mundo, un gusto silvestre por el desmarque y la ocultación. Hay en ese libro páginas que siguen clavadas en el recuerdo, como «Dedicatoria» o el breve poema sin título que lo cerraba: «Es un hecho común que todos hemos muerto / alguna vez. / Por eso vamos al paso. / Alzamos la lámpara mientras un sol cae […]».

 

Con la aparición de La voz del cuidado (1994) en Ave del Paraíso, la editorial de José-Miguel Ullán, Miguel Suárez pareció retirarse de la escritura. Todavía vieron la luz dos libros más, que juntaban su trabajo de los años setenta y ochenta. Eso no le impidió ejercer una labor modélica como director de la colección de poesía de la editorial Icaria, como antes había participado en el trabajo de revistas legendarias como Un ángel más o El signo del gorrión. Pero el cambio de siglo fue testigo de su desaparición gradual, una lejanía desengañada que pronto se volvió irreparable.

 

Quiere el azar que también 1994 fuera una línea divisoria en la vida de David Huerta, el año en que, como dice en el poema «Lustro», «me incliné por última vez / hacia los ateridos umbrales del trasmundo […] mientras el vaso recorría / la mano que lo empuñaba». Hasta entonces, la ebriedad había sido un don electrizante que había impulsado la escritura, entre otros, de Incurable (1987), poema monumental del que Huerta se enorgullecía y recelaba a partes iguales. La pulsión barroca de su escritura tomó entonces un cauce más templado y reflexivo, también más abierto a la riqueza luminosa del mundo. Cuando lo conocí, David era un abstemio que no abdicaba del licor de las palabras. Y un maestro activo, vital. Siempre lo recordaré visitando la Alhambra mientras nos recitaba versos y pasajes de los poemas arábigo-andaluces en la versión de Emilio García Gómez. Su muerte nos deja bruscamente huérfanos. Y pienso desolado que ya no cumplirá su sueño, como dejó escrito, «de visitar la tumba de don Luis de Góngora en la catedral-mezquita de Córdoba».

 

 


viernes, abril 08, 2022

eliot y el año de la mayoría de edad


  

1922 fue siempre para T. S. Eliot –y para sus lectores– el año de La tierra baldía, pero también, como diría años después en un festschrift dedicado a Ernst Robert Curtius, «el comienzo de mi vida adulta». Y lo es porque ese mismo año Eliot terminó de poner los cimientos de su trabajo intelectual con la creación de la revista The Criterion, cuyo número inaugural, que vio la luz en octubre, contenía además el estreno del poema en letra impresa. Con la astucia que caracterizaría su labor editorial, Eliot cumplió así un doble cometido: por un lado, ir dejando atrás el estado de ánimo que había motivado La tierra baldía, ese fondo neurasténico que no dejó de afligirle durante los años de aprendizaje y ascenso en el competitivo mundo de las letras londinenses; por otro, abrirse a un mundo de relaciones «con hombres de letras en otros países del continente» y ayudar a la creación de la gran mente europea, capaz de reparar los destrozos no solo de la guerra, sino de una Paz cuyos graves defectos conocía bien por su labor en el departamento de cuentas extranjeras del banco Lloyds.

 

Tras pasar mes y medio en Lausana, en la clínica del doctor Vittoz, donde había recalado como último recurso para salir de su crisis física y mental, Eliot decidió volver a Londres. Eran los primeros días de 1922 y llevaba consigo el original de un largo poema polifónico cuyo origen se remontaba por lo menos al final de la guerra. Aunque el poema se nutría de muchos meses de escritura intermitente, la estancia en Lausana le permitió revisar el conjunto y escribir buena parte de su final. Dolencia y creación estaban, para Eliot, fuertemente unidos, y no era la primera vez que la enfermedad desataba su potencial creativo y le ayudaba a escribir libremente, con naturalidad (algo que percibimos de inmediato en «Lo que dijo el trueno»). Hizo una parada en París para recoger a Vivienne, su esposa, y de paso pedir consejo sobre el poema a Ezra Pound, el gran promotor de la vanguardia anglo-americana. Fue Pound, como sabemos, quien con su vigor característico redujo el material a la mitad, hasta dejarlo en los 433 versos que tiene ahora. Guiado por pautas no solo rítmicas, sino también tonales, de coherencia argumental y simbólica, Pound sacó la mena de un conjunto quizá lastrado por las querencias satíricas de su autor. El veredicto fue tajante: «La cosa fluye ahora desde Abril… hasta shantih sin interrupciones. Son 19 páginas, y digamos el poema mas largo de la lnngua inglesa. No trates de romper ninguna marca extendiéndolo tres páginas más». Todavía a finales de enero, Eliot dudaba si debía incluir el poema «Gerontion» como preludio y suprimir la breve sección IV (el poema de Flebas). Pound volvió a despejar sus dudas. Si admirable es el esfuerzo «obstétrico» del autor de los Cantos, no lo son menos la humildad y la inteligencia crítica de Eliot, muy consciente de las virtudes de Pound. «El mejor artesano» era también un perfecto conocedor de la vanguardia parisina y dio al material un aire cubista que enlazaba con la urgencia calidoscópica de Cocteau, Apollinaire o Dadá.

 

Todo 1922 estuvo atravesado por el esfuerzo de publicar La tierra baldía en buenas condiciones y por dar a la imprenta el primer número de The Criterion. Ambos empeños se hicieron uno muy pronto, cuando Eliot decidió incluir el poema en ese número inicial. Si la revista era un medio para proyectar el ideario intelectual de su director, dialogando así con revistas análogas como Revista de Occidente o La Nouvelle Revue Française, también podía ser la «traducción» en términos ensayísticos de su labor creativa. Como señala Robert Crawford, el poema apareció rodeado por artículos «con los que entraba en resonancia, estableciendo hábilmente un contexto lector que impulsaba y guiaba al lector» (entre ellos, uno de Valery Larbaud sobre el Ulises de Joyce, cuyo «método mítico» había buscado emular). La paradoja aquí es que, frente al pesimismo sintomático y casi terminal de La tierra baldía, The Criterion respondía de manera explícita a una etapa de esperanza en la cultura europea, marcada por la voluntad de intercambio y búsqueda de soluciones. Como recordaría Eliot más tarde, «ninguna diferencia ideológica envenenó nuestro debate; ninguna opresión política limitó nuestra libertad para comunicarnos». Publicar el poema en su propia revista fue el primer ladrillo en el muro que lo iba a separar de él sin remedio.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 18 de marzo de 2022.

 

 


 

lunes, marzo 08, 2021

ciudad irreal

 


Es un libro esbelto, de pequeño formato. La cubierta está un poco apagada por los bordes, pero la tinta azul del título (The Waste Land and Other Poems) resalta con elegancia sobre el fondo color salmón. Es la tercera impresión (1942) de una edición hecha originalmente dos años antes, al comienzo de la guerra. Lo compré en 1989 por libra y media en una librería de viejo de Liverpool y viajó en mi mochila durante las tres semanas de Interrail que nos separaban de casa. Su bajo precio (típico de la colección de Faber & Faber a la que pertenecía, Sesame Books) me hace pensar que fue una edición popular en la época, de la que sigue habiendo muchos ejemplares, y, en efecto, las páginas de respeto abundan en notas escolares hechas por su antiguo dueño. Yo también era o seguía siendo un estudiante, pero aquel librito no fue nunca una lectura obligatoria, sino la imagen misma de la poesía, su enseña más nítida. Y ahí recalaba cada poco no solo para aprender, sino para cobrar fuerzas y asentar mi vocación, que es como decir quién era o podía ser.

 

Ochenta páginas tan solo, pero ahí aparecen algunos de los poemas centrales de la modernidad: «The Love Song of J. Alfred Prufrock», «Gerontion», «Marina» y, claro está, «The Waste Land», esa tierra baldía y mítica que ha configurado nuestra forma de leer y comprender la ciudad del siglo XX. Concebido como una muestra de Collected Poems. 1909-1935, la selección –asumo que del propio Eliot– es impecable salvo por una tacha: falta «Los hombres huecos» y sobran las cuartetas de «Sweeney entre los ruiseñores», con ese sarcasmo forzado que no tarda en volverse contra su autor. Habría estado bien añadir «Rapsodia de una noche de viento» y «Retrato de una dama», pero no se puede tener todo. Para compensar, hacia el final se incluyen tres de los cinco «Paisajes» que Eliot escribió a principios de la década de 1930 y que tienen mucho de reverso pastoral y onírico de sus «Preludios» de juventud.

 

Ochenta páginas, sí, pero ahí está la poesía más alta del siglo, con permiso de Rilke, Lorca o Ajmátova («pero no hay competencia», como escribiría el mismo Eliot años después). Un estilo a la vez fragmentario y memorable, narrativo y gnómico, capaz de sintetizar una emoción o una idea en versos indelebles gracias al poder de esa imaginación auditiva que gobierna su creatividad. Pocos poetas han legado a sus lectores un arsenal tan opulento de imágenes y aforismos: «Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre la mesa» «Abril es el mes más cruel»; «He medido mi vida en cucharadas de café»; «Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur»; «un manojo de imágenes rotas donde el sol bate»; «te mostraré el miedo en un puñado de polvo»; «cada poema un epitafio»; «así termina el mundo / no con una explosión sino con un sollozo»… ¿Debo seguir?

 

Sin embargo, más allá de esta facilidad asombrosa para grabarse en nuestro recuerdo, la poesía de Eliot acoge las inquietudes centrales de su siglo y plasma una versión feroz y precisa, casi quirúrgica, de la carencia de centro y de convicción del sujeto moderno. Ahí comparecen la lucidez y sus hijos, Inacción y Hastío; la ciudad hormigueante de Baudelaire convertida en galería de espejos donde el yo se pierde sin remedio, escindido en mil reflejos; la Babel de lenguas y mitos originarios que conviven bajo el mismo techo celeste; el tiempo cíclico de la naturaleza y la fuerza destructiva del sexo, que nos obligan a morir y regenerarnos casi por decreto; el carro del progreso llevando en procesión al muñeco de trapo de la esterilidad y la ruina ecológica; y todo, en fin, envuelto en una fascinación amorosa por «las mil imágenes sórdidas / de que estaba constituida tu alma».

 

Cien años después de su aparición, la «Unreal City» de Eliot sigue siendo, en gran medida, nuestra ciudad. No hay forma de escapar de ella ni de conjurar su rara belleza. Y cada día que pasa vemos que las palabras que la erigieron se vuelven más reales, más palpables y ciertas, que la sombra de nuestros pasos desorientados.

 

[Publicado en la revista Quimera, núm. 445, enero 2021, págs. 20-21]

 




lunes, junio 22, 2020

anne carson / el espacio entre idiomas





Traducir la escritura –poesía y ensayo, porque los dos géneros conviven en sus libros– de Anne Carson ha sido uno de los grandes desafíos a los que he tenido la suerte de enfrentarme a lo largo de los años. Un desafío y un juego inmensamente placentero, pues Carson es una lectora voraz y desprejuiciada, que toma toda clase de materiales y los echa a andar por el campo de maniobras de la página. Adepta al pastiche, el fragmento, la serialidad, el collage de citas y voces, el fragmento, el anacronismo y un largo etcétera, Carson ensaya una forma de intertextualidad que añade subtítulos irónicos o evasivos a la película de sus poemas.

El primero de los libros que traduje para Pre-Textos fue Hombres en sus horas libres (2007), que es un catálogo de (casi) todas las maneras en que podemos leer nuestro pasado cultural y darle nueva vida: una tertulia televisiva entre Tucídides y Virginia Woolf, descripciones de cuadros de Hopper en diálogo con citas de las Confesiones de San Agustín, revisiones biográficas de Safo, Artaud, Tolstoi o Ana Ajmátova… Recuerdo largas sesiones en la Biblioteca Nacional consultando ediciones de los clásicos que Carson citaba, casi siempre manipulando o adaptando el texto para sus intereses. El libro es un muestrario de todas las formas en que un poema sigue siendo un poema… aunque se vista con las sedas del documental, el ensayo o la prosa de diario. Un prodigio de inteligencia crítica y de sensibilidad para encontrar la puerta de entrada a las obras más diversas sin dejar de descubrir –o subrayar– parecidos y continuidades.

Ha escrito Carson que «me gusta el espacio entre idiomas porque es el lugar del error o la equivocación, el ámbito donde se dicen cosas no tan buenas como uno quisiera, o donde no se puede decir nada. Y esto me parece útil a la hora de escribir, porque siempre es bueno perder el equilibrio, desplazarse de esa posición de autocomplacencia con la que tendemos a mirar el mundo y decir lo que percibimos». Esa es en gran medida la experiencia de su traductor, enfrentado a una escritura seca, equívoca, que parece desdeñar los atributos tradicionales de la poesía –ritmo, metro, una prosodia más o menos amable– para construir el poema desde fuera, martilleando las palabras hasta encajarlas con violencia, forzando sus junturas. El resultado es un poliedro con superficies engañosas que pueden parecer frías, pero que basta girar lentamente para que brillen.

Traductora ella misma, Anne Carson ha dedicado una parte importante de su trabajo creativo a actualizar la escritura de Esquilo, Safo o Catulo en versiones que liberan toda la energía latente en los textos originales o que establecen analogías con ciertos poetas contemporáneos. La filóloga experta convive con la creadora instintiva que sabe que la poesía es siempre presente (como decía Ezra Pound, «buenas nuevas que se mantienen nuevas») y que lo interesante de la escritura es justamente su capacidad para escenificar el yerro, el errar, la errancia, el desacuerdo constante entre el mundo y nuestro afán por decirlo. Pese a todo, desde hace años sus libros no han dejado de cruzar la frontera del idioma y acompañarnos, y somos nosotros los que salimos ganando con el trato.


[Publicado originalmente en El País, 19 de junio de 2020]

sábado, junio 20, 2020

anne carson / la poesía desde fuera




Se suele olvidar que Anne Carson se dio a conocer relativamente tarde, y que lo hizo además como ensayista, con la publicación en 1986, mediada la treintena, de Eros the Bittersweet [Eros el agridulce], una lúcida y sugestiva exploración del concepto de «eros» en la filosofía y la literatura clásicas. Ahí comparecía la helenista, la filológa experta que ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a los textos de Safo, de Tucídides, de Simónides de Ceos, capaz de analizar hasta el más pequeño detalle de un poema lírico y darnos una imagen fiel, por veraz, del universo intelectual y emocional que lo produjo. Pero descubríamos también a una lectora activa, curiosa, que ponía a dialogar a Simónides con Paul Celan, o a Tucídides con Virginia Woolf, y extraía de esa yuxtaposición, a veces violenta, un motivo para seguir leyendo. A Carson no le interesa tanto demostrar cuanto mostrar, hacer visible. Los corolarios posibles de su pensar quedan apuntados, entrevistos, pero nunca se explicitan. Así ocurre, por ejemplo, en «Desprecios», uno de los cuadernos de su último libro, Flota, subtitulado «Un estudio del lucro y la ausencia de lucro en Homero, Moravia y Godard», que pone en contiguidad pasajes muy concretos de sus obras respectivas. No es que ella no saque sus propias conclusiones, pero lo hace sin énfasis, como quien no quiere la cosa. Y el lector es empujado así a hacer suyo el descubrimiento, participar de él.

El ensayismo es una veta sustancial de todos sus poemarios desde aquel primer libro de poemas en prosa que fue Short Talks (1992). Y el hilo conductor de una escritura que oscila sin trauma entre el impulso lírico y la pasión académica. Ella misma ha declarado que nunca ha tenido un problema con esa frontera, «porque en mi escritorio los proyectos académicos y los, digamos, creativos comparten espacio, y me muevo o traslado frases de unos a otros, y así hago que se impregnen mutuamente. De modo que las ideas en ambos casos no son tan distintas». Carson concibe la poesía desde fuera, como una forma de jugar o combinar el lenguaje para llegar así a la realidad o a los libros que la dicen. Ese espíritu lúdico y perverso a la vez la lleva a recurrir a todo tipo de formas, géneros y materiales: el poema serial, el fragmento, el pastiche, el collage de citas y voces, la entrevista imaginaria, el anacronismo, etcétera. O la ficción narrativa, que es la matriz de Autobiografía de rojo, uno de sus libros centrales y el que cimentó muy pronto su reputación: una «novela en verso» de 47 poemas o «capítulos» que nos cuenta la vida y milagros de un joven llamado Gerión, que es y no es el monstruo de alas rojas y tres torsos que protagoniza el décimo de los doce trabajos de Hércules. Pero que es, sobre todo, y así lo relata el libro, un niño enmadrado, consciente de su diferencia, que sufre el acoso sexual y psicológico de su hermano y halla refugio en la fotografía y el amor de un Heracles presentado como un émulo de James Dean. Carson deforma el mito y cultiva el anacronismo con la seguridad que da conocer ese mito sin fisuras. Lo hace por ese afán suyo de yuxtaponer lecturas, etimologías o referencias culturales. Leer a Carson remozando a Safo o reescribiendo a Catulo como poeta beat es una experiencia mágica, y lo es porque permite redescubrir todo lo que guarda nuestro pasado, toda la energía latente o reprimida por una idea demasiado estrecha de la tradición.

El resultado es una poesía que puede resultar dura o áspera en primera instancia, que carece tal vez de la sensualidad de sus contemporáneos (Ashbery, Strand o Jorie Graham), pero que sin embargo se ampara en su rudeza, diría casi que su primitivismo, para construir artefactos fascinantes por la calidad de su pensamiento, la intensidad de su lectura y el coraje de su estilo. La escritura de Carson puede parecer neutra, incluso fría a veces, pero alienta en ella un trazo feroz, expresionista, que ilumina la página desde dentro.

Carson dijo una vez que «cuando viajas por las palabras griegas, tienes la impresión de estar entre las raíces de los significados, no arriba en la copa del árbol». Y eso es lo que ocurre en sus libros: su poesía no se va nunca por las ramas; toda ella es raíz.


[Publicado originalmente en El Cultural, 18 de junio de 2020]

lunes, enero 27, 2020

hablo por nosotros





algunas notas sobre la traducción de poesía

Que la traducción es creación, así, sin más explicaciones ni apostillas, es algo que no recuerdo haber puesto en duda jamás, ni siquiera en las etapas iniciales de mi aprendizaje literario y específicamente poético, hará unos treinta años. Me parecía evidente... como lo era, al menos a mis ojos, la diferencia entre una traducción, digamos, más o menos didáctica, informativa o pegada a la literalidad del original, y otra capaz de preservar buena parte de sus valores formales, principalmente rítmicos, pero también asociados al tono, el fluir de la sintaxis, la tensión de la elipsis, ese aliento misterioso pero real –«quien lo probó lo sabe»– que infunde vida colectiva a palabras que hasta ese momento habían vivido aparte, sin tratarse. Ser un lector inexperto no me impedía distinguir una clase de traducción de otra y sentirme frustrado e incluso irritado cuando el texto no respondía al contacto de la lectura; cuando quedaba ahí, inerte, amorfo, sobre la página. Me veo rehaciendo una y otra vez las traducciones ajenas que ni el oído ni la intuición daban por válidas, hasta cuando no conocía el idioma de partida. Y entiendo ahora que ese atrevimiento, que era una consecuencia de mis ganas de aprender, surgía también de una percepción aguda de la materialidad y el carácter orgánico del poema, de su condición de cosa viva. No sé muy bien el origen de este convencimiento mío; quizá venía de serie o se activó tan pronto empecé a leer poesía con atención. Lo cierto es que todas mis lecturas críticas posteriores, de Coleridge a Valente pasando por Pound u Octavio Paz, no han hecho sino confirmarlo. Pero vayamos por partes.


Crecí, entre otras, a la sombra de aquella mítica colección amarilla de Ediciones Júcar que se llamaba «Los poetas» (que la editorial tuviera su sede en Gijón no es un dato trivial), y su catálogo, irregular y algo atrabiliario, hecho de libros de muy diversa procedencia, era un repertorio ilustrativo de las muchas vías por las que llegamos a la literatura. Quizá recuerden que cada título de aquella colección, fuera de alguna antología, estaba dedicado a un poeta canónico y que consistía en un estudio preliminar y una selección de poemas, pero ahí se acababan las semejanzas: algunos títulos eran traducciones de trabajos extranjeros, principalmente franceses, a los que se añadía una antología realizada manu militari por algún colaborador de la editorial; otros eran estudios académicos muy correctos que solían optar por una traducción más bien chata o incluso prosificada de la poesía; y otros, en fin, eran trabajos genuinamente literarios, propuestas críticas para las cuales la versión de los poemas era tanto o más importante que el estudio preliminar, pues ahí estaba el meollo del asunto, la prueba del algodón que verificaba la validez del conjunto. Recuerdo, en este último apartado, libros que fueron importantes en mi formación: el Odysseas Elytis de José Antonio Moreno Jurado, el Eugenio Montale de Joaquín Arce, el Gottfried Benn de José Manuel López de Abiada, el Mallarmé de Pilar Gómez Bedate... O, por mencionar un libro de naturaleza algo distinta, la monumental Antología de la poesía portuguesa contemporánea en dos tomos de Ángel Crespo. (Todos ellos autores, por cierto, y no me parece fortuito, que vivían o habían pasado largas temporadas en el extranjero). Estos títulos sobresalían visiblemente del resto y eran un ejemplo, a finales de los años setenta o principios de los ochenta del siglo pasado, de cómo podían hacerse las cosas. Cuando el propio Crespo escribe, en el prólogo de su libro Las cenizas de la flor, publicado en 1987, que «no sería de desear que se escribiese sobre poesía prescindiendo […] de ese instrumental crítico de carácter universitario que tantas cuestiones puede aclarar y tantas dudas resolver, si bien me [doy] cuenta del riesgo, que efectivamente se corre, de que dichos instrumentos de estudio se conviertan en un fin, en lugar de ser sólo un medio», está haciendo referencia a ciertas formas extremas de academicismo poco sensibles a los valores formales o estéticos del texto, algo de lo que yo mismo era testigo (y víctima) en aquellos mismos años en algunas aulas universitarias.


Ahora me parece evidente lo que entonces veía de manera confusa, y es que detrás de aquel interés primerizo por la poesía extranjera y la traducción alentaba el bilingüismo de mi niñez (soy hijo de madre francesa), y que gran parte de mis lecturas críticas buscaban iluminar ese espacio de confluencia entre dos lenguas y dos tradiciones que se abre en toda traducción literaria. Como Freud en la célebre frase de su epistolario que Lawrence Durrell puso al frente de Justine («Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema»), me di cuenta de que en el acto de traducción de un poema participan al menos cuatro elementos, y que los idiomas de partida y de llegada eran menos determinantes que las lenguas poéticas respectivas, el modo en que cuajaban y se formalizaban. Conforme avanzaba en mis estudios y descubría el territorio vastísimo y opulento de la poesía en lengua inglesa, más visible se me hacía el carácter histórico de los códigos literarios, el modo en que una lengua poética va sedimentando y condicionando las respuestas de cada cual a la herencia recibida. Mis lecturas de poesía española, francesa y angloamericana parecían discurrir por ramales divergentes, o que solo se tocaban muy de vez en cuando, gracias al esfuerzo de figuras literalmente excéntricas. Tuve entonces la intuición –el germen– que fructificaría años después en mi tesis doctoral y que encontró apoyo en formulaciones críticas de Yves Bonnefoy y de Paul Auster (el Auster crítico y poeta de la década de 1970, anterior a su fama como narrador): si Bonnefoy comparaba la lengua de la poesía contemporánea francesa a una esfera autosuficiente, algo rarificada, y la contraponía al espejo más narrativo –algo esthendaliano– de cierta poesía angloamericana, Auster notaba en mucha de la poesía francesa de su tiempo un grado de sutileza y transparencia verbales (de elegancia y fluidez polisilábica) que parecía disolverse en el afán de concreción de la tradición anglo, en sus ritmos abruptos y monosilábicos, en su predilección por el cuento y el detalle, lo grávido y material.

Estoy generalizando de manera grosera. Pero mi experiencia como lector de poetas tan diversos como Coleridge, Browning, Robert Frost, Eliot, Sylvia Plath o Charles Tomlinson confirmaba que las vetas germánica y escandinava del inglés habían aflorado al idioma poético desde el pozo artesiano del habla popular hasta hacerse con él y condicionar su evolución histórica. En cambio, la lengua poética española había creado en grandes tramos de su historia una distinción artificiosa –a veces en un mismo autor– entre lo popular y lo culto, dejándose hacer en mayor medida que la inglesa por los modelos latinizantes de la tradición petrarquista italiana y la simbolista francesa. La lengua misma, qué duda cabe, había influido en la configuración del código literario; pero a su vez esos códigos habían cobrado vida propia para evolucionar, en cada caso, por ramales casi divergentes.

Estas ideas configuraban un marco propicio de estudio y exploración, pero no convenía llevarlas demasiado lejos. El carácter histórico de la lengua poética podía ser una fuerza centrífuga, pero debía contender con la fuerza centrípeta del internacionalismo de la modernidad y los ismos vanguardistas. Esa lucha entre la fuerza de arrastre de la historia y el afán utópico de la modernidad ha tenido resultados muy diversos y no siempre previsibles: pensemos, por ejemplo, en la debilidad del surrealismo en lengua inglesa, su incapacidad para implantarse más allá del eco tardío que tuvo en algunos poetas norteamericanos de la era Kennedy; o en las dificultades que sigue teniendo la poesía española para dar cuenta veraz, aún hoy, de los grumos y texturas narrativas de un Robert Frost o un Ted Hughes.


A veces, con todo, sucede lo imprevisto, el milagro. Recuerdo, por ejemplo, una antología publicada por Pamiela en 1991, Siete poetas norteamericanas actuales, en la que Rosa Lentini y Susan Schreibman reunieron un puñado de versiones de la obra de Denise Levertov, Linda Pastan, Adrienne Rich o Carolyn Forché, entre otras. Creo no ser el único para quien esta antología resultó ser una lectura fundacional: lo personal y lo político, lo íntimo y lo colectivo, el impulso figurativo y el expresionismo onírico, los ritmos de la prosa y la atracción del fragmento, todo se anudaba en estas páginas de una manera que resultaba insólita en la España de entonces, en un momento además en que las lecturas críticas del feminismo se ignoraban por el sencillo expediente de darlas por superadas, como si nunca hubieran escapado de la burbuja contracultural en la que surgieron inicialmente.

Recuerdo también, en un sentido sin duda muy distinto, el descubrimiento de las versiones de Antonio Machado que el poeta inglés Charles Tomlinson –con la ayuda del lingüista Henry Gifford– hizo tempranamente. Reunidas en 1963 en un fino volumen titulado Castilian Ilexes, su trabajo sigue siendo uno de los grandes ejemplos de traducción poética del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías y las visiones paisajísticas de Machado con el verso escalonado o «3-ply verse» de William Carlos Williams, ese metro saltarín hecho de tres peldaños variables que aligera el poema de barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la que mirar más de cerca el mundo.

La estrategia de Tomlinson es arriesgada, pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poem of a Day» («Poema de un día»): la rima desaparece y permite desliar los versos, desanudarlos sobre la página en forma de escalones que van y vienen imitando el ir y venir de la percepción, el curso sincopado del pensamiento. Se preserva así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado, en estas viejas versiones de Tomlinson –tienen ya 55 años largos–, es el mismo y distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar y de hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.

Tomlinson pertenece a ese gremio de poetas-traductores que han dibujado con el tiempo una constelación de modelos o guías ejemplares: Pound, Ben Belitt, Robert Bly, el último Ted Hughes, Yves Bonnefoy o, en nuestro idioma, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, el Jaime García Terrés de Baile de máscaras, Manuel Álvarez Ortega, Clara Janés, Mirta Rosenberg, Circe Maia o Ángel Crespo, del que nunca he olvidado un aforismo que habla mucho de su lucidez conceptual y su vocación de servicio: «Dedicar un día a nuestra propia obra y una semana a la de los demás, que no es obra ajena». Como buen aforismo, es una exageración y hay que leerlo entre comillas, pero no es mala divisa en estos tiempos de exhibicionismo y baja tensión crítica. Esa aclaración final: «que no es obra ajena», viene a poner el dedo justamente sobre la cuestión de la autoría, un tema complejo sobre el que, sin embargo, vale la pena aventurar alguna hipótesis, por esquemática que sea.


Me parece productivo concebir la traducción literaria, o en este caso la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro, una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. Puedo decir sin temor a exagerar que, al enfrentarme a poetas tan dispares como Auden, Ted Hughes, Charles Simic, o el propio Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, con una respiración que es a la vez propia y ajena.

En este esfuerzo me ha venido bien un consejo que recibí hace años de un amigo actor, quien me dijo que una buena caracterización dependía muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad. Y, como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original.

Se trata de un esfuerzo imaginativo que no es tanto una transformación del yo como el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. Así el humor negro de Simic, por ejemplo, su ironía teñida de rasgos surrealistas, góticos. Así la urbanidad elegante de Auden, su gusto por el aparte digresivo y ensayístico, su coquetería. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser.


Publicado originalmente en la revista de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX) El Espejo, núm. 11 (2019), págs. 7-16. Gracias a Antonio Reseco por su amable invitación.



jueves, marzo 28, 2019

salvaje esperanza


El Periódico de Poesía de la UNAM (que ahora dirige el poeta mexicano Hernán Bravo Varela) ha tenido la gentileza de publicar este adelanto de La puerta verde, «Salvaje esperanza», que fue en su día el prólogo de La mano azul. La generación Beat en la India, de Deborah Baker. El libro, que leí exactamente hace diez años, al poco de publicarse, me gustó tanto que años más tarde no dudé en recomendar su publicación a Javier Jiménez, Gran Maestre de Fórcola Ediciones. Y en Fórcola se publicó en el otoño de 2014, en la cuidada traducción de David Paradela López y con un diseño luminoso que incluía la foto de cubierta de la edición original: Ginsberg jugando con un mono en la azotea de uno de sus hospedajes en la India.

Escribí en su día sobre el libro en esta bitácora, pero no compartí el prólogo, donde hablaba con cierta liberalidad y mucho afecto de Ginsberg, Snyder & cia. Lo hago ahora, no sin antes reiterar mi recomendación. Es un libro delicioso, creo yo, incluso para quienes no estén particularmente interesados en los Beat.