Mostrando entradas con la etiqueta mark strand. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mark strand. Mostrar todas las entradas

martes, abril 14, 2020

cuaderno del encierro / 23

martes, 14 de abril

Esta mañana he visto una pareja de abubillas picoteando con gracia en la ladera que lleva, escalera arriba, al Templo de Debod (y que sigue cerrado a los transeúntes). Es la primera vez que las veo en este flanco del parque, tan pegado al paso del tráfico y al ruido de las obras vecinas. O tengo el ojo entrenado sin saberlo o ellas se han vuelto más atrevidas. La línea ligeramente curvada que dibujan su largo pico negro y su penacho erguido me ha hecho pensar en el casco del ciclista inmóvil que vi pedaleando en su terraza hace dos días. Pero aquí no hay contrarreloj que valga. Solo vuelo y hambre.


El timbre suena tan poco estos días que cada vez que lo hace nos sobresaltamos. Pero esta vez es José Luis, el portero, que viene a devolverme la taza de café que se llevó ayer. En realidad, la devolución es la señal que me permite ofrecerle otro café, que él acepta con toda confianza. Y así, con estos sobreentendidos, van pasando los días. Charlamos un rato desde lados opuestos de la cocina, él con su mascarilla y sus guantes, yo guardando la distancia, pero sin remilgos. Al fin y al cabo, es él quien se encarga de limpiar y desinfectar el portal cada día. El sentido de la responsabilidad, que los dos mantenemos por igual, compite con mi temor a parecer grosero. Cuando se va, de nuevo con su taza, el olor a café reciente subraya el del jabón líquido.


Empecé el confinamiento leyendo la «correspondencia privada» de Jaime Salinas. Algo abrumado por los cotilleos y el exceso de introspección crítica, me pasé a Yuval Noah Harari y su Sapiens, que tenía por leer desde hace tiempo. Pasado el hechizo inicial –los capítulos sobre la prehistoria y el neolítico siguen siendo los mejores–, salté a Bitter Fame, la biografía de Sylvia Plath que la poeta Anne Stevenson publicó en 1989. En este caso, se trataba de una relectura, pero había tantas cosas que había olvidado o que recordaba de otra manera que fue como si lo leyera por primera vez. Entonces se me coló La abundancia de Annie Dillard, una selección de sus «ensayos narrativos», así reza el subtítulo, que compré de tapadillo y por capricho en la librería Aleph, que sigue abierta como quiosco (lo vi en el escaparate y conecté el nombre de Dillard con The Writing Life, un libro de apuntes y reflexiones sobre la escritura francamente delicioso que devoré en un viaje en avión, ya no sé cuándo; en España lo publicó Fuentetaja). De pronto me vi con cuatro o cinco libros abiertos o empezados, pero incapaz de terminar ninguno. Por no hablar de los artículos on-line y los libros de poesía que andan por toda la casa y de los que picoteo según el humor: Guillermo Sucre, Valerio Magrelli, David Huerta… Una auténtica jungla de palabras que me aturde y casi no me deja respirar. Así que decido colocarlos en una pila y terminar su lectura uno a uno. Empezaré con Salinas: ya es hora de retomar sus vivencias del Madrid de la transición y así poner coto a este batiburrillo. Pero, espera, al despejar la mesa me saltan de nuevo los Cuadernos de Cioran, que compré en la Alberti justo antes del encierro y que había planeado dejar para el verano. ¿Y si este fuera el momento?


La página de Facebook de The Paris Review me acerca un fragmento de la entrevista que le hicieron a Mark Strand en 1998. Palabras que no podrían ir más a propósito: «Convivimos con el misterio, pero no nos gusta esa sensación. Creo que deberíamos habituarnos a ello. Sentimos que debemos conocer el sentido de las cosas, estar por encima de esto o de aquello. La verdad es que ser tan competente en la vida no me parece particularmente humano. Es una actitud que está muy lejos de la poesía». Y así es, en efecto. O me lo parece, al menos, en estos días en los que solo cabe esperar, ser pacientes y asumir, con humildad, que sabemos muy poco de lo que se nos viene encima. Imposible dominar o «estar por encima» de nada. Lo que no quita para que sigamos alerta, expectantes, cuidando de no dar pasos en falso. Ese desvelo.

miércoles, octubre 07, 2009

mark strand / traducción


Uno de los textos más divertidos y sugerentes sobre traducción poética que he leído nunca es esta breve pieza en cinco partes que su autor, el poeta norteamericano Mark Strand (aunque nacido en Prince Edward Island, Canadá, en 1934), incluyó originalmente en su libro de poemas The Continuous Life (1990; La vida continua). Once años después, en 2001, volvió a ver la luz dentro de un compendio de ensayos titulado The Weather of Words (Alfred A. Knopf, 2001; El clima de las palabras). El texto (¿poema? ¿ensayo?) habla por sí solo y no requiere glosa o comentario. Es irónico, es ameno, y en sus cinco partes Strand desmonta con frescura y rotundidad algunos tópicos sobre el tema, además de rendir un sentido homenaje a Borges. ¿Qué más se puede pedir?

 
 
Traducción

I

Hace algunos meses, mi hijo de cuatro años me dio un sobresalto. Se había agachado y estaba limpiándome los zapatos cuando alzó los ojos y dijo: «Mis traducciones de Palazzeschi no van por buen camino».


Retiré el pie de inmediato: «¿Tus traducciones? Ignoraba que supieras traducir».


«No me has prestado mucha atención últimamente –respondió–. He tenido grandes dificultades a la hora de decidir cómo quiero que suenen mis traducciones. Cuanto más atentamente las miro, menos seguro estoy de cómo han de ser leídas o comprendidas. Y, dado que soy un poeta incipiente, cuanto más se parezcan a mis propios poemas, menos probable es que tengan alguna calidad. Trabajo sin cesar, haciendo infinidad de cambios, con la esperanza de llegar por algún milagro a la versión adecuada en un inglés que no soy capaz de imaginar. Ha sido duro, papá.»


La visión de mi hijo bregando con Palazzeschi hizo que me saltaran las lágrimas. «Hijo mío –dije–, deberías traducir a un poeta joven, alguien de tu edad, que no haya escrito buenos poemas. De este modo, si tus traducciones son malas, no tendrá importancia.»


 
II

La maestra de mi hijo en la guardería vino a verme. «No sé alemán», dijo, mientras se desabrochaba la blusa y el sujetador y los dejaba caer al suelo. «Pero siento la necesidad de traducir a Rilke. Ninguna de las traducciones que he leído me parece buena. Si las combinara todas, estoy segura de que podría conseguir algo mejor.» Se bajó la falda. «He leído que Rilke es una especie de Gerald Manley Hopkins en alemán, así que tendré El naufragio del Deutschland a mano. Algo me tiene que influir, a la fuerza. No sé bien qué poemas traduciré, pero me inclino por las Elegías de Duino, pues se parecen más a mis propios poemas. Por supuesto, asistiré a clases de alemán mientras trabaje.» Se quitó las medias. «Bien –preguntó–, ¿qué te parece?»

«Eres una de esas personas –dije–, que piensa que la traducción es una lectura, no del texto original, sino de todas las demás traducciones que están a su alcance. ¿Por qué gastar dinero en clases de alemán si tu traducción se nutre en realidad de traducciones ya publicadas?» Luego, mientras extendía la mano para espantar una mosca de su cabello, proseguí: «Tu estrategia es la del editor: corriges la traducción de otro hasta que suena como tú quieres, sorteando la etapa más importante en la conversión de un poema en otro: el estadio inicial que cifra la originalidad de tu lectura y que consiste en encontrar equivalentes aproximados. Incluso si trabajas con alguien que sepa alemán, no serás más que el editor de esa persona, pues será ella quien dé el primer paso, y, por mucho que racionalice su elección, la habrá hecho de forma intuitiva o automática».

«¿Me estás diciendo que no debería traducir?», dijo ella.


 
III

«¿Qué sucede?», le dije al marido de la maestra de la guardería.

«He decidido no dedicarme a la traducción a fin de salvar mi matrimonio –dijo–. Había pensado en traducir los poemas de Jorge de Lima, pero no sabía cómo.» Se secó la humedad del labio superior con un pañuelo de papel arrugado. «Pensé que tal vez una traducción debía sonar como una traducción, de modo que el lector supiera que aquello que estaba leyendo tenía una vida anterior en otra lengua y no había sido concebido en inglés. Pero no era capaz de escribir en un estilo que hiciera pensar al lector que lo que estaba leyendo era mejor cuando aún no había pasado por mis manos. Dignificar el poema a costa de la traducción me parece un procedimiento tan perverso como borrar el original con una traducción. No sólo eso», dijo, mientras secaba mi labio superior con el pañuelo, y me acariciaba la mejilla con el dorso de su mano, «sino que si el idioma poético dominante de una época determina cómo ha de traducirse un poema (y en general es así), también ha determinar qué poemas deberían ser traducidos. Es decir, en un periodo dominado por un estilo coloquial y de bajos vuelos, las formulaciones barrocas y exhibicionistas no están bien vistas. Así pues, ¿qué debería hacer un traductor? ¿Debería adoptar un estilo antiguo? ¿O ello resultaría en una parodia de la vitalidad, candor y naturalidad del original? Aunque Jorge de Lima es un poeta del siglo veinte, su variedad de modernismo está pasada de moda y no encaja bien con la poesía que se escribe hoy en día. Hasta donde se me alcanza, con sus poemas no se puede hacer nada.» Y acto seguido echó a andar por la calle hasta esfumarse.


 
IV

Para huir de este parloteo incesante sobre traducción, me fui a acampar solo en el sur de Utah. Estaba a punto de encender la hoguera cuando un hombre desnudo de cintura para arriba salió de la tienda vecina, se incorporó, y comenzó a cortarse las uñas. «Usted no sabe quién soy –dijo–, pero yo sí sé quién es usted.»

«¿Quién es usted?», pregunté.

«Me llamo Bob –dijo–. He pasado los veinte primeros años de mi vida en Pôrto Velho y creo que Manuel Bandeira es el gran poeta desconocido del siglo veinte. Desconocido, claro está, en el mundo de habla inglesa. Quiero traducirle.» Luego entrecerró los ojos. «Enseño portugués en la Universidad del Sur de Utah; el portugués es una lengua muy necesaria ya que pocas personas saben que existe. Esto no le va a gustar, pero la poesía norteamericana contemporánea no me interesa y no veo por qué esta circunstancia debería impedirme traducir poemas. Siempre puedo conseguir que uno de los poetas locales le eche un vistazo a lo que he hecho. Para mí, lo que importa es el significado.»

Aturdido por sus cejas perfiladas y su fino bigote, le respondí en un tono algo injusto: «Ustedes, los profesores de lengua, son todos iguales. Poseen un conocimiento de la lengua original y tal vez cierto conocimiento del inglés, pero eso es todo. Lo más probable es que sus traducciones sean versiones literales sin resonancia ni personalidad poéticas. Ustedes son los primeros en declarar la imposibilidad de traducir, pero menosprecian cualquier intento de reducir esa dificultad.» Y acto seguido guardé mis cosas, deshice la tienda y regresé a Salt Lake City.


 
V

Estaba en la bañera cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. «Tenga cuidado, Borges –grité–. El suelo es resbaladizo y usted está ciego.» Luego, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: «Borges, ¿alguna vez se ha parado a pensar en lo que supone en una afirmación como ‘Traduzco a Apollinaire al inglés’ o ‘Traduzco a De la Mare al francés’? ¿Es decir, que tomamos la obra fuertemente idiosincrásica de un individuo y la vertemos a una lengua que pertenece a todos y a nadie, un sistema de significados tan general que permite no sólo malentendidos sino que se ponga en duda la posibilidad misma de permitir algo más?»

«Sí», me dijo, con aire resignado.

«¿Entonces no piensa –le dije– que es mejor dejar la traducción de poesía a aquellos poetas que sean dueños de un inglés que ellos mismos se han forjado, y que los profesores de lengua, que se sienten responsables de la lengua no en sus alteraciones sino en su totalidad monolítica, son los peores traductores? ¿No sería mejor concebir la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si lo hiciéramos, podríamos acabar con esas discusiones irrelevantes sobre quién ha hecho una traducción correcta y quién no.»

«Sí», dijo. Parecía entusiasmarse.

«Digamos, pues –le dije–, que si la traducción es una suerte de lectura, la asunción o transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería posible entonces traducir una obra escrita en la propia lengua de uno? ¿No sería posible traducir a Wordsworth o Shelley a Strand?»

«Descubrirá usted –dijo Borges– que Wordsworth se niega a ser traducido. Es usted quien debe ser traducido, quien debe convertirse, por mucho tiempo que le lleve, en el autor de El Preludio. Esto fue lo que le sucedió a Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. Él no quería componer otro Quijote (lo que sería fácil), sino el Quijote. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que concibió era relativamente sencillo: aprender bien el español, abrazar de nuevo la fe católica, guerrear con los moros y los turcos, olvidar la historia europea entre 1602 y 1918, y ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a comienzos del siglo diecisiete era una empresa razonable y necesaria, tal vez inevitable; a comienzos del veinte era casi imposible.»

«No casi –le dije–, sino totalmente imposible, pues a fin de traducir uno debe dejar de ser.» Cerré los ojos un segundo y me di cuenta de que, si dejaba de ser, nunca podría saberlo. «Borges…» Estaba a punto de decirle que la fuerza de un estilo debía medirse por su resistencia a ser traducido. «Borges…» Pero cuando abrí los ojos, él y el texto al que había sido llamado llegaron a su término.

 
Traducción J. D.