Mostrando entradas con la etiqueta in memoriam. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta in memoriam. Mostrar todas las entradas

viernes, noviembre 04, 2022

no dejes el prado sin caballos

 

No se conocían personalmente y dudo que alguna vez se leyeran, aunque todo puede ser, y más en un mundo de cruces azarosos y clandestinos como es la poesía. Pero eran contemporáneos, compartían lecturas y contraseñas generacionales y fueron a morir casi a la vez, en un lapso de apenas tres días. Hablo del poeta español Miguel Suárez y del mexicano David Huerta. Los dos terminaron personificando una versión posible del poeta contemporáneo, una forma de ser y estar que era expresión de su personalidad, sin duda, pero también de unas circunstancias históricas que entraron con fuerza en su escritura y condicionaron su desarrollo. Si la muerte de Miguel Suárez fue el acto final de desaparición de alguien que había decidido hace mucho callar y apartarse del mundo, la de David Huerta, tan inesperada como notoria, tuvo mucho de salida del escenario justo cuando arrecian los aplausos.

 

Puede parecer extraño que los junte aquí, pero en mi conciencia de lector se me aparecen como caras de una misma moneda. El hecho de que alcanzaran (grosso modo) la mayoría de edad en 1968 los marcó política y estéticamente. Los dos se criaron muy jóvenes en el activismo político y la vanguardia artística (Rimbaud y el surrealismo, Eliot y Pound, Lezama y Hölderlin, el río magnético de la contracultura) y ampliaron estudios, más que en la universidad, en las charlas de bar y los debates a altas horas de la noche. Lo que el estéril tardofranquismo de provincias representó para Suárez, lo fue para Huerta la participación en el movimiento estudiantil de su país: «El 2 de octubre de ese año estaba entre la multitud que fue atacada a balazos por órdenes del gobierno: la tragedia mexicana conocida como la Matanza de Tlatelolco. Esa experiencia marcó, a partir de entonces, toda mi vida».

 

Ahí se acaban tal vez las semejanzas. Nacido en 1951, Miguel Suárez fue un poeta de publicación tardía y hasta 1986 no vio editado su primer libro, De entrada. Dos años después obtuvo el Premio Hiperión con La perseverancia del desaparecido, título que pronto cobró un aire profético. Doy fe de que para muchos de nosotros, jóvenes que entonces nos iniciábamos en la poesía, ese libro fue una lectura decisiva: allí la voz del sueño y el arrabal de Rimbaud se teñía de penumbras góticas cortesía de Holan: «Árbol negro / Con pestañas de final de invierno / resinas ya una estrella». Así también el ejemplo –el recuerdo– de Aníbal Núñez, a quien Suárez dedicaba toda una sección («Albor de Aníbal Núñez») y del que heredó, se diría, una forma de no estar en el mundo, un gusto silvestre por el desmarque y la ocultación. Hay en ese libro páginas que siguen clavadas en el recuerdo, como «Dedicatoria» o el breve poema sin título que lo cerraba: «Es un hecho común que todos hemos muerto / alguna vez. / Por eso vamos al paso. / Alzamos la lámpara mientras un sol cae […]».

 

Con la aparición de La voz del cuidado (1994) en Ave del Paraíso, la editorial de José-Miguel Ullán, Miguel Suárez pareció retirarse de la escritura. Todavía vieron la luz dos libros más, que juntaban su trabajo de los años setenta y ochenta. Eso no le impidió ejercer una labor modélica como director de la colección de poesía de la editorial Icaria, como antes había participado en el trabajo de revistas legendarias como Un ángel más o El signo del gorrión. Pero el cambio de siglo fue testigo de su desaparición gradual, una lejanía desengañada que pronto se volvió irreparable.

 

Quiere el azar que también 1994 fuera una línea divisoria en la vida de David Huerta, el año en que, como dice en el poema «Lustro», «me incliné por última vez / hacia los ateridos umbrales del trasmundo […] mientras el vaso recorría / la mano que lo empuñaba». Hasta entonces, la ebriedad había sido un don electrizante que había impulsado la escritura, entre otros, de Incurable (1987), poema monumental del que Huerta se enorgullecía y recelaba a partes iguales. La pulsión barroca de su escritura tomó entonces un cauce más templado y reflexivo, también más abierto a la riqueza luminosa del mundo. Cuando lo conocí, David era un abstemio que no abdicaba del licor de las palabras. Y un maestro activo, vital. Siempre lo recordaré visitando la Alhambra mientras nos recitaba versos y pasajes de los poemas arábigo-andaluces en la versión de Emilio García Gómez. Su muerte nos deja bruscamente huérfanos. Y pienso desolado que ya no cumplirá su sueño, como dejó escrito, «de visitar la tumba de don Luis de Góngora en la catedral-mezquita de Córdoba».

 

 


viernes, octubre 19, 2018

sobre eduardo arroyo





Eduardo Arroyo no fue solo un espléndido pintor y dibujante, un artista en toda la extensión de la palabra, sino un escritor más que notable. La lectura de sus memorias, tituladas Minuta de un testamento, me impresionó. De esa lectura, y de la frecuentación intermitente de su obra, surgió este escrito, «Retrato del artista en el ring», que publiqué en su día (allá por el 2012) en la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes. Creo que ahí se dicen cosas sobre la obra de Arroyo que son aplicables a la creación en general, o eso me ha parecido al releerlo. Descanse en paz.

lunes, julio 04, 2016

in memoriam geoffrey hill




clemátide silvestre en invierno

i.m. William Cookson

La vieja dicha del viajero aparece, desnuda, como una flor de espino
mientras el coche enfila la ciudad entre borrosos pormenores…
clemátide silvestre derramando la falsa simiente de las vainas,
la tierra eyaculada, el sol y su mortaja blanquecina,
helechos húmedos raídos sin piedad, prensados como raspas de pescado,
y la hierba del terraplén hachada y emplumada por la escarcha,
por todas partes desperdicios, vertidos bien visibles
en esta aparición palidecida.


trad. J.D. / el original, aquí



La semana pasada fue aciaga para la poesía. A la muerte el viernes 1 de julio de Yves Bonnefoy, no por anunciada menos triste (llevaba meses muy delicado), hubo que sumarle, justo un día antes, la de Geoffrey Hill, el último superviviente de la gran generación de poetas británicos que saltó a la palestra durante la década de 1950 y que incluye a Philip Larkin, Ted Hughes, Charles Tomlinson y Peter Redgrove. Hill es un viejo conocido de los lectores de esta bitácora: aquí he publicado de vez en cuando algún poema suyo; aquí anuncié, allá por 2006, la edición española de Himnos de Mercia que preparamos Julián Jiménez Heffernan y un servidor y que Sergio Gaspar tuvo la generosidad de acoger en DVD Ediciones.

Quiero escribir más por extenso sobre Bonnefoy y Hill, unidos más acá de la muerte por indudables afinidades, pero de momento me contento con evocar, a modo de ofrenda, este breve poema de su libro Without Title (Sin título, 2006): una miniatura que nunca ha dejado de conmoverme, pero que he tardado casi diez años en atreverme a traducir. Dedicado a la memoria de William Cookson, fundador y espíritu vital de la legendaria revista Agenda, con quien tuve la fortuna de colaborar allá por 1997-1999, «Clemátide silvestre en invierno» es un modelo de brevedad epigramática que exhibe el talento de Hill para recrear con pulso expresionista su fascinación por el feísmo urbano y el milagro persistente del mundo natural. El lenguaje no ha perdido un ápice de su vieja densidad alusiva, pero ahora la imaginación ha dejado el mundo mítico y algo medievalista de sus primeros libros para levantar un escenario digno de una portada de música punk.

sábado, febrero 15, 2014

nicanor


[Desde hace algunas semanas el Periódico de Poesía de la UNAM, dirigido por el escritor Pedro Serrano, incluye en su portada un dossier especial de homenaje a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano que fundó la colección de poesía de Galaxia Gutenberg y editó varias «obras completas» (de Octavio Paz, de José Ángel Valente) de la editorial hasta su muerte a finales de 2011. El dossier incluye textos de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Julio Ortega, José Manuel Blecua, Miguel Casado, Eduardo Milán, Jenaro Talens, Alfonso Alegre y otros escritores, traductores y amigos. También se incluye un pequeño texto que escribí para la ocasión y que ahora comparto en esta bitácora. Una versión algo más breve aparece en el número de febrero de la revista Quimera.]


Lo primero que me viene a la mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: una chispa en los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia, pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo, el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos, corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito hispanohablante.

Lo que, visto en retrospectiva, más me admira del trabajo de Nicanor –por encima incluso de su excelencia correctora, su esmero, la mirada que estudia y coteja y perfila– fue el modo en que, teniendo muy claras las líneas maestras de la colección y la estructura y alcance de cada uno de sus títulos, era permeable a los consejos y sugerencias de sus colaboradores, los autores y traductores que íbamos trabajando con él y que solíamos quedarnos en la vecindad, sin ganas de marcharnos, satisfechos de poder ayudar cuando era preciso. Nicanor tenía buen oído no sólo para las frases que leía en la pantalla o el papel, sino también para acoger y hacer suyas aquellas propuestas que podían beneficiar a la colección. Era terco, sí, pero también entusiasta y con una mirada paciente, de largo alcance, que sabía poner cada proyecto en su sitio y verlo en perspectiva. Sólo así era posible darle a cada uno su tiempo, su trabajo preciso, y hacer que pudiera engranarse y dialogar con otros libros de la colección. Esa clase de inteligencia emocional, fundada en la constancia y una rara capacidad previsora, es la marca de agua del trabajo de Nicanor. Nada en él es improvisación, ocurrencia. Todo está planeado y forma parte de un conjunto, una suma global, que infunde un valor añadido a cada opción particular.

Los caprichos de la memoria, sin embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco antes de presentarse Conversación con la intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron, bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la presentación madrileña de Las ínsulas extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa, de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor apurado.

La sonrisa, sí. Pero también la voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica: una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar la producción de la Obra completa de Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con los ojos puestos en el camino. Lo sigo echando de menos.




sábado, febrero 01, 2014

in memoriam





Se acabó por fin enero. Un mes terrible, la verdad, que se ha cebado con su guadaña en la poesía y los poetas: Juan Gelman, José Emilio Pacheco y, más cerca de casa, Fernando Ortiz y Félix Grande, dos grandes escritores y dos ejemplos, me parece, de saber estar en la vida y en la literatura. No tuve ocasión de tratar mucho a Félix, pero en mis pocos encuentros con él siempre me impresionaba el timbre y la cadencia –sabia, mesurada– de su voz, el imán sereno de su conversación. Como dice José Luis Piquero en su bitácora, «se quedaba uno hipnotizado».

Cuando un poeta se muere, nuestro mundo se hace un poco más pequeño, más inhóspito. Hay una merma en los depósitos de conciencia vigilante con que afrontamos el día a día. Quedan, sí, sus palabras, esas que, según Auden, «se alteran en el vientre de los vivos», porque son raíz y alimento de los que han quedado atrás. Triste consuelo, dirán algunos, pero no es verdad; las palabras son la base misma de esa conversación incesante que es la literatura, el hilo de plata que nos une más allá de otras diferencias.

Y menciono a Auden porque también otro gran poeta, Yeats, murió un mes de enero. De hecho, el pasado martes 28 se cumplieron 75 años de su muerte en Roquebrune-Cap-Martin, un pueblo de la Costa Azul francesa. Apenas unos días después, ya en febrero, Auden escribiría su famosa elegía al poeta irlandés, la misma que incluye uno de sus versos más citados (y quizá malinterpretados): Poetry makes nothing happen. Hoy, sin embargo, me quedo solo con la primera parte del poema, que tiene esa mezcla de emoción, piedad, distanciamiento clínico y lucidez mental tan característica de su autor. Sirva para despedir y celebrar la obra de nuestros poetas, que nos han dejado, sí, «en lo más crudo del invierno», con más frío del que hace bajar los termómetros. Descansen en paz. Y démosles nueva vida en nuestras lecturas.



En recuerdo de W. B. Yeats

Nos dejó en lo más crudo del invierno:
Los arroyos estaban congelados, los aeródromos casi desiertos,
Y en las plazas la nieve desfiguraba las estatuas;
El mercurio se hundió en la boca del día moribundo.
Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.

Lejos de su dolencia
Los lobos recorrían los bosques de coníferas
Y al río campesino seguían sin tentarle los muelles elegantes;
Gracias al luto de las lenguas
La muerte del poeta no llegó a sus poemas.

Fue su última tarde como el hombre que había sido,
Tarde de cuchicheos y enfermeras;
Las provincias del cuerpo se le alzaron en armas,
Las plazas de su mente se vaciaron,
El silencio invadió la periferia,
La corriente de su emoción sufrió un cortocircuito; se convirtió
[en sus admiradores.

Ahora se halla disperso en más de cien ciudades
Y dejado a la suerte de querencias ajenas
A fin de hallar su dicha en otros bosques
Y ser penalizado por un código de conciencia extranjero.
Las palabras de un hombre muerto
Se alteran en el vientre de los vivos.

Con todo, en la importancia y el ruido del mañana,
Cuando en el parque de la Bolsa los agentes aúllen como bestias
Y los pobres padezcan las penurias a las que están bastante
[acostumbrados,
Y todos, en su propia celda, respiren casi persuadidos de que son libres,
Un puñado de miles evocará este día
Como se evoca el día en que uno hizo algo ligeramente excepcional.

Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.


Traducción J.D. / El original, aquí

sábado, agosto 31, 2013

13 razones para leer a seamus heaney





1. Porque su lealtad a la palabra, la firmeza con que ha ejercido su oficio ante todo tipo de tentaciones y distracciones –mundanas, mediáticas–, su estar a resguardo de un mundo del que sin embargo no reniega ni se aparta, pues también es el suyo, son una defensa tácita del valor de la poesía, de su importancia.

2. Porque ha sido fiel a la idea del poema como gracia inesperada, como visita que exige del poeta una forma particular de disciplina: saber estar a la espera, cultivar los sentidos y la inteligencia, prestar atención.

3. Porque ha sido fiel, también, a la dimensión material de la palabra, algo que implica y supone una resistencia. Escribir como quien inserta una palanca en la tierra y empieza a mover, con lentitud laboriosa, la gran piedra confusa de las palabras.

4. Porque cada uno de sus libros es el fruto de un aprendizaje que recoge y amplía y matiza la lección del anterior, incluso para ganar en sencillez o despojamiento, para desaprender.

5. Porque a cada paso ha sabido encontrar a los maestros que mejor le convenían, las voces que le ayudaban a hablar con voz más suya, los ramales donde podía extraviarse a conciencia sin perder nunca de vista la carretera general.

6. Porque su poesía no ha renunciado ni a responder a los rigores conflictivos del presente, el peso de la historia, ni a ser –como debe– invención libre, juego lírico. Si muchos de sus poemas parecen responder a la pregunta de Robert Lowell: ¿Por qué no decir sencillamente lo que pasó?, otros confirman la tesis de Wallace Stevens de que Las cosas como son / se transforman en la guitarra azul.

7. Porque, como Anteo, ha sabido tener los pies en la tierra, pues de ella extrae la fuerza, el sentido de la gravedad; pero sin dejar nunca de mirar al cielo, de seguir el vuelo de los zarapitos, de presentir en la piel las idas y venidas de la luz.

8. Porque ha intentado, al menos, estar a la altura de aquella exigencia de Yeats de mantener juntas en un mismo pensamiento realidad y justicia.

9. Porque ha buscado en el mito un instrumento para leer el presente y dar espesor a la historia; porque ha buscado en la historia y en el presente cotidiano una forma de mantener con vida el mito, de preservar su antiguo rango.

10. Porque su obra crítica es un ejemplo de equilibrio, perspicacia y, sobre todo, empatía con las poéticas más distantes o ajenas a la suya, incluso con aquellas que nunca le habrían devuelto el cumplido.

11. Porque en su poesía hay elevación sin impostura, ceremonia sin rigidez, cultura sin pedantería, afectos sin afectación.

12. Porque, como todas las grandes obras, ha creado el gusto por el cual debe ser juzgada.

13. Porque hace apenas unos años, a la pregunta del poeta Dennis O’Driscoll sobre «qué le había enseñado la poesía» respondió: «Me ha enseñado que sí existe la verdad, y que se puede decir. Que la subjetividad no se debe teorizar, y que vale la pena defenderla. Que la poesía misma conlleva virtud, tanto en el sentido de excelencia moral como en el de fuerza inherente, por el simple hecho de haberse fraguado; por poseer, en términos clásicos: integritas, consonantia y claritas».





Estas son las palabras con que presenté la lectura de Seamus Heaney en el centro Niemeyer de Avilés el pasado 4 de abril. Nunca pensé en publicarlas, porque me parecía que fuera de contexto perdían toda la gracia, si es que la tenían. Las comparto ahora, a modo de homenaje y de recuerdo, y como pobre compensación por no ser capaz de escribir nada al hilo de su muerte. Se ha ido uno de los grandes, de eso no me cabe duda. Descanse en paz.