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miércoles, julio 09, 2014

guillevic / el cuaderno





ligero como astilla

La nota está fechada en abril de 1997 y dice así: «¿El impacto de la poesía? El libro de Guillevic lleva quince años sin salir de la biblioteca universitaria. Su único sello es el mío, que ni siquiera estudio francés o pertenezco a ese departamento. El libro está sin cortar, como recién comprado. Quizá por ello al abrirlo la tinta me salta a los ojos, como un animal en cautividad. Un libro ignorado durante quince años: quizá por ello lo leo con atención redoblada y, casi sin pensar, me pongo a traducir algunas de sus páginas». Como gran parte de mi diario de entonces, el tono engolado de la entrada me incomoda, pero la cito porque el sentimiento de asombro y a la vez de soledad, la sensación ambigua de estar presenciando un pequeño milagro que sin embargo no tenía testigos que lo confirmaran, sigue tan vigente como el primer día. Lo reviví hace poco, cuando entré en el salón de Casa de América donde Yves Bonnefoy debía leer sus poemas: descontando autoridades, allí no éramos más de quince personas. Era una cita en las catacumbas: unas catacumbas lujosas, sí, decoradas al viejo estilo neoclásico y donde aquel salón, situado en lo más alto del Palacio de Linares, hacía las veces de cueva para iniciados. El eco mediático de ciertos premios, las páginas de papel cuché donde se consagran jóvenes talentos, el ruido de esos circuitos alternativos en los que al parecer se forja la poesía del mañana, no desmienten una realidad más incómoda: la falta de interés real por aquellos que, en última instancia, deberían ser –aún– nuestros maestros.

Si Guillevic fue alguna vez un maestro, lo fue –a diferencia del creador de Douve– a su pesar y de manera indirecta. Su poesía es un ejercicio constante de desmarque lúdico y naif, un prodigio de economía y sencillez que se vale de las repeticiones y las variaciones para envolver al lector, hacerlo partícipe de un sentido que muchas veces, como en los aforismos, surge de la paradoja y la inversión más o menos sorpresiva del punto de vista. El libro huérfano que se pegó a mí como un perrillo en la Universidad de Sheffield se titulaba Autres y recogía secuencias que habían quedado descartadas de libros anteriores. El carácter serial y casi programático de esta poesía forma parte de su ADN y permite al poeta relajarse, probar alternativas que ni mucho menos agotan la fórmula o caen en la repetición mecánica. Amante del símil y la anáfora, de las enumeraciones y las preguntas retóricas de la poesía primitiva (la sombra de su admirado Jean Dubuffet nunca está muy lejos), Guillevic rehúye las metáforas, los hipérbatos y cualquier forma de complicación semántica o prosódica: sus frases son breves y concisas, ligeras como astillas, pero el grano al que van está siempre en danza, no se deja atrapar. Matemático de formación, Guillevic construye breves ecuaciones que se resuelven en una sonrisa enigmática que a veces, también, es de afirmación o reconocimiento. El enigma no pretende alienar ni desconcertar al lector, sino mover un poco la tierra bajo sus pies; solo así, corrigiendo nuestros apoyos, cambiando de postura, podemos empezar a saber dónde estamos. La metáfora terrestre no es arbitraria: junto a series como Sphère o Coordonnées, donde la pulsión algebraica es más evidente, Terraqué y sobre todo Carnac (1961), su libro más celebrado, son una indagación en las raíces, una exploración cultural y psicogeográfica de su Bretaña natal: sus pájaros y plantas, sus rocas y megalitos. Este amor por lo concreto, por el detalle revelador, que tanto lo acerca a la poesía oriental, explica también el interés que ha despertado en algunos poetas de habla inglesa, empezando por Heaney, que incluyó una versión de «Herbario de Bretaña» en su último libro, Human Chain, y siguiendo por el también irlandés John Montague, que publicó su traducción de Carnac en 2000.

El Guillevic que aparece en las fotos es un hombre de rostro redondo y algo rústico, con gruesas lentes y una barba sin bigote que le dan un aire de geniecillo o duende rural. La mirada es astuta y menos bondadosa de lo esperable. Pero es sabia, con retranca, como si Buda se hubiera reencarnado en el hijo de un pescador bretón. Que es justamente lo que fue cuando empezó a escribir poesía. 

[El Cuaderno, núm. 57, junio 2014, pp. 6-7]

los poemas de «Diálogos», aquí, o pulsando en las imágenes





martes, diciembre 09, 2008

guillevic, «diálogos» y 3

Foto: Luis Burgos


– ¿Estás cansado?
– Vuelve a preguntar.
– Te cansa.
– Menos que tu silencio.



– ¿Calculas?
– A veces.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Tu resistencia.



– ¿Anotas?
– Sí.
– ¿Lo que digo?
– Al margen.



– ¿Duermes?
– A veces me gustaría.
– Pero te veo dormir.
– Es que me duermen.



– Mira mis ojos.
– Los conozco.
– ¿Seguro?
– Seguro de que me huyen.



– ¿Es todo?
– Sí.
– ¿No hay más que decir?
– Otro tanto.



– ¿Sales?
– No.
– ¿Partes?
– Creo.



– ¿Lejos?
– Sí.
– ¿Contento?
– Adiós.



– La amistad.
– Hace falta.
– ¿Toda?
– Mira el agua.



– ¡Qué historia!
– ¿Cuál?
– La nuestra.
– ¿Es una historia?



– Y mientras, el mar.
– ¿Qué?
– Sigue.
– Como si nada.



– Abre, abrid.
– No.
– Abramos.
– Sí.


Trad. J.D.

jueves, diciembre 04, 2008

guillevic, «diálogos» 2



– Los viajes, los puertos, las islas.
– Para los demás.
– ¿Y para ti?
– Demasiado espacio.



– A tiro de piedra.
– Se dice.
– ¿Tienes práctica?
– Como si.



– Entra.
– ¿Se apoya en la barra?
– Bebe un vaso, pelea, cae.
– Ya lo he leído.



– Iba muy rápido.
– ¿Hacia dónde?
– Aleluya.
– Exactamente.



– ¿Estás a merced?
– Como de costumbre.
– ¿De las palabras?
– Además.



– Es como la hoja.
– ¿Qué hace?
– Se hace la hoja.
– Como la hoja.



– ¿Así que estuviste solo?
– Completamente solo.
– ¿En todas esas calles?
– En esas calles completamente solas.



– ¿Duró mucho?
– Demasiado.
– ¿En relación a qué?
– En relación a mí.



– ¿Qué? ¿El agua?
– Ella también.
– ¿Qué?
– Su historia.



– Es decir.
– Di.
– ¿Qué?
– No digas.



– ¿Dibujas?
– Invento.
– ¿Qué?
– La carretilla.



– ¿Otra hora?
– Nos hace tanta falta.
– ¿Para qué?
– Para preparar la nuestra.


Trad. J.D.

lunes, diciembre 01, 2008

guillevic, «diálogos» 1



– Se aburre, ese campanario.
– No.
– ¿Cómo lo sabes?
– Se caería.



– ¿Y el cielo?
– Ahí está.
– ¿Y no le dices nada?
– ¡Que mire!



– Esta puerta.
– La conozco.
– Sordomuda.
– Por fuera.



– Ese paseante.
– Pasa.
– Tal vez quisiera...
– Tal vez.



– Otra piedra.
– No es seguro.
– ¿Cómo?
– No hay más que una.



– La hoja cae.
– No lo sabía.
– La teja cae.
– Lo había predicho.



– ¿Por qué esta barrera?
– Vete a saber.
– ¿Quién lo sabe?
– Ni tan siquiera ella.



– Y el verano, ¿puede durar?
– Pues claro.
– ¿Pero mucho, mucho tiempo?
– Todo un instante, tal vez.



– Un páramo, ¿qué es?
– Un espacio que muerde.
– ¿A quién?
– Al espacio.



– El reloj de pared.
– ¿Qué hace?
– Se acostumbra.
– A repetirse.



– Llaman a la puerta.
– Es el viento.
– Entonces, ¿por qué ese miedo?
– ¿Qué viento es?



– Bajo el suelo.
– Un techo.
– ¿Entre los dos?
– Lo que cuenta.



– Lo que quieres.
– Bastantes cosas.
– Se ahuecan ante ti.
– Luego existo.



– Una bola que rueda.
– Para eso está.
– ¿Y cuando no rueda?
– Es una bola.



– Las puertas.
– Me dan miedo.
– Pero duermen.
– ¿Sobre qué?



– Otro muro.
– Hace falta.
– Pero ¿un muro para nada?
– Es lo que hace falta.



– Con prismáticos.
– Es bastante triste.
– ¿Por qué?
– No alargan los brazos.



– Un guardia de guardia.
– En pleno campo.
– ¿Y qué guarda?
– El horizonte, tal vez.



– Hay cinco continentes.
– No se me dan bien.
– ¿Qué?
– Las divisiones.


1971-1976


Trad. J. D.

de Autres (poèmes 1969-1979), Gallimard, París, 1980; Diálogos, Nómadas, Oviedo/Gijón, 2000.