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jueves, noviembre 26, 2015

tiburón


Ahora que el poeta cubano Orlando González Esteva está a punto de pasar una pequeña temporada en Madrid, me entretengo recordando algunas de las anécdotas que me contó durante mi visita a Miami el año pasado y que anoté metódicamente en mi cuaderno. Anécdotas, por ejemplo, de los cruceros por el Caribe en los que él y su esposa Mara trabajaron como cantantes de música latina durante siete años, de mediados de los setenta a comienzos de los ochenta del siglo pasado. Una verdadera singing school, como diría Heaney, donde se fraguaron en contacto directo con el público y refinaron su espectáculo. Eran historias chocantes, divertidas a veces, también siniestras, y pienso que su protagonista debería ponerlas por escrito alguna vez, antes que sea muy tarde: la pobreza en el interior de la isla de Haití, al viajar en un minibús de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano; el encierro en un hotel de El Salvador mientras se oían los combates con la guerrilla dentro del perímetro de la ciudad; la visión de auténticas villas miseria adosadas a la trasera de un hotel de lujo en Tegucigalpa donde tocaban las grandes estrellas latinas del momento, desde Celia Cruz a Rubén Blades: Orlando recordaba estar cambiándose en la habitación del hotel, poniéndose el esmoquin con el que debía salir a cantar, mientras veía, abajo, a hombres que se acercaban a un arroyo de inmundicias a defecar. 

Pero quizá la imagen peor, la que sigue inquietándome, es la de un crucero que incluía, entre sus actividades de recreo, la caza y captura de tiburones. Orlando me aclaró en una carta posterior que era una línea llamada Cruises to Nowhere, cruceros de un solo día que zarpaban a las ocho de la mañana y regresaban a puerto a medianoche, y en los que el entretenimiento consistía básicamente en jugar con máquinas tragaperras, beber, escuchar a los músicos o… cazar tiburones. El camerino de los intérpretes, que estaba separado del escenario por una puerta y luego por una cortina pesada que hacía las veces de telón, estaba orientado a popa, que era donde tenía lugar la caza. Si uno apartaba las cortinillas de la ventana, lo primero que veía, al otro lado del cristal, era el cuerpo muerto y oscilante del tiburón colgado boca abajo. Por un motivo que pronto se explicará, lo primero que se le quitaba al tiburón era la dentadura: un recuerdo a modo de trofeo que el cazador se llevaba a casa. El gran entretenimiento de quienes seguían la cacería era meter el brazo en la boca desdentada del animal, de tal forma que el tiburón reaccionaba como si siguiera vivo y cerraba la boca con un movimiento reflejo, simpático. Esto parecía divertir mucho a los cazadores y a sus familias. Y era lo que veían Orlando y Mara antes de salir a escena y acometer su repertorio de tangos y boleros sugerentes.

De esa carta suya que ya he mencionado, al comentarle que había estado pasando a limpio mi diario de viaje: «Ah, los tiburones floridanos. Aún puedo verlos colgando de la cola, sin dientes, pero abriendo y cerrando la boca cuando algún insensible metía una mano dentro de ella, mientras que detrás de una pared de cristal cubierta por una leve cortina, a pocos pasos de ellos, se presentaba un espectáculo en el que participaban magos, comediantes, cantantes, músicos y bailarines. Me pregunto qué hubiera pasado si uno de esos días, durante el show, uno de nosotros se hubiera vuelto, caminado en dirección contraria al público y descorrido la cortina. La escenografía o telón de fondo hubiera espantado a más un viajero. Muerte y diversión en vivo, a todo color».

martes, noviembre 06, 2012

los ojos de adán





Este libro, que reúne muchos de los artículos que su autor, el cubano Orlando González Esteva (1952), escribió entre junio de 2006 y junio de 2008 para el periódico El Nuevo Herald de Miami, tiene mucho de compendio o destilado de la poética de su autor, como si fuera el revés de la trama que, cristalizada en estrictos moldes métricos, comparece en sus libros de poemas. En realidad, toda la obra de González Esteva se ha movido simultáneamente por dos vías que parecen contradecirse pero que en realidad se complementan: por un lado, la estrofa rimada, el cubo cadencioso de una redondilla en la que suenan por igual las volutas de la canción popular y la geometría severa de la vanguardia; por el otro, la prosa danzarina y digresiva, tocada por el demonio de la analogía, trufada de correspondencias y revelaciones que primero deslumbran y luego se nos vuelven evidentes, casi axiomáticas, como si fueran parte de las leyes que rigen el comercio de las cosas. Sospecho que esta prosa es la forma en que el poeta descansa y se relaja después de sus seductores ejercicios métricos, una diástole para la sístole (insostenible si se prolonga en exceso) de los silogismos de ocho versos y rima consonante. Hay complementariedad, pues, y una profunda coherencia en los temas y el estilo por debajo de estrategias retóricas, como dejó claro la antología de su obra editada por FCE, ¿Qué edad tiene la luz esta mañana? (2008), que yo al menos siempre he leído como si fuera un conjunto unitario, un libro de nueva planta...




Así comienza la reseña que escribí hace unos meses de Los ojos de Adán, el espléndido libro de artículos que el escritor cubano Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952) acaba de publicar en la Editorial Pre-Textos. Un libro que recomiendo a todos aquellos que disfrutan por igual con los vuelos de la imaginación y la palabra en libertad; una palabra, en su caso, llena de elegancia, de plasticidad, de fuerza verbal y visual, que recuerda las fulguraciones de Gómez de la Serna o del Cortázar de los cronopios.

La reseña, titulada «El mundo en bandeja», se publicó en el número de julio-agosto de Cuadernos Hispanoamericanos gracias a la invitación de su nuevo director, Juan Malpartida, y sube ahora a la red en Diario de Cuba por gentileza de Antonio José Ponte. El libro, por su lado, está más vivo que nunca. Como decía Pound que era la literatura, sigue siendo news that stays news.

sábado, enero 01, 2011

ichiku / haiku

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Amanecer
de Año Nuevo. ¡Qué lejos,
ya, queda ayer!

Ichiku
Versión de Orlando González Esteva

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Entre los haikus que me envía el poeta Orlando González Esteva para celebrar la llegada del nuevo año, me quedo con éste, admirable, de Ichiku, en el que resuena la conciencia de la pérdida irremediable del ayer, del pasado inmediato. Lo que sucedió ya está sumido en un abismo intocable, oculto por el foso altivo de unos pocos segundos o unas pocas horas, qué más da. Ya no forma parte de nosotros, sólo un esfuerzo supremo de la memoria imaginativa puede reintegrarlo a modo de ficción, y nunca por completo, en nuestras vidas. «Ayer», para el caso, se halla tan lejos de nosotros como «antesdeayer» o «hace diez años».

Los versos de Ichiku son una destilación amable, vagamente elegíaca, de la conciencia de nuestras limitaciones. Lo que está pasando se nos escurre literalmente de las manos como un pez inquieto y apenas si podemos hacernos una idea de lo que es, de lo que fue. Lo que pasó ya está en otro mundo, en otra realidad, intocable y ajena en su nicho. Vivimos, pasamos y dejamos pasar el tiempo, y aturde darse cuenta de ello, como hace Ichiku en su poema.
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