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viernes, mayo 22, 2020

sueño


Estábamos en Nueva York, en pleno lockdown. Habíamos salido de un concierto en el que nos movíamos con total inconsciencia hasta que de pronto nos dimos cuenta del peligro de contagio. Entonces la acción se trasladó a una pequeña cafetería en la que buscamos mesa para dos. Solo ofrecían custard pies, un mostrador entero de tartas de crema pastelera. Parece que nuestro afán por mantener la distancia social enfadó a un cliente, un tipo astroso que se parecía a Russell Crowe y que llevaba bombín y gafas redondas, como de timador o vendedor ambulante en el Medio Oeste. Ahí el sueño volvió a derivar en violencia, como tantas veces desde que empezó la pandemia: el tipo sacó un cuchillo de carnicero y empezamos a forcejear y a dar tumbos por el local. Todo muy extraño: la pelea cesó tan bruscamente como había empezado y el hombre se sentó en su silla y nos habló con perfecta afabilidad. Entonces me fijé en que a una de las lentes le faltaba el cristal y tenía, en su centro, a la altura misma de la pupila, una mosca sujeta por hilos que salían de la montura. Solo una lente. La otra seguía teniendo su cristal, que parecía velado o manchado por el uso. No podía apartar la mirada de la mosca, que se debatía y agitaba las patas entre los hilos negros. Una imagen de película fantástica (de ahí que volviera a pensar en Russell Crowe). Y entonces desperté.

sábado, noviembre 09, 2019

lengua del sueño


Semana de sueños vívidos, extravagantes. Incluido alguno de esos que tengo muy de vez en cuando y que he dado en llamar «sueños lingüísticos». En esta ocasión, estaba en Londres, en un pub enorme –recuerdo que se llamaba The Black Tavern, un local familiar, con muchos niños y zonas de juego–, y al bajar una escalera que sobrevolaba la barra me fijé en unos bocadillos rellenos, algo así como nuestros montaditos, que uno de los camareros iba cortando en dos mitades. Entonces un amigo me comentó que eran una especialidad cockney y que la gente los conocía como «samed equals»…

¿De dónde sacaría yo ese término, que (por cierto) me parecía perfectamente plausible en el sueño? ¿Y por qué en inglés? Para empezar, es un pleonasmo, como decir «los mismos iguales» en español. Solo que la imaginación toma el adjetivo «same» y lo convierte en participio: «samed», «mismado». Así que aquellas mitades de bocadillo no eran sólo iguales, sino que habían sido «mismadas», igualadas activamente. Como pulidas y cepilladas para ser copias perfectas de su otra mitad.

El recurso al inglés me intriga, pero no me extraña. O no demasiado. Al fin y al cabo, es uno de mis idiomas de trabajo, y mi trabajo tiene que ver con las palabras. Aun así, el detalle de que sea un término cockney me hace gracia. Nunca me interesó esa jerga y nunca me molesté en aprenderla. Veo que hasta en sueños hago trampa y busco disculpas para mi ignorancia.

domingo, febrero 24, 2019

traum / 2


Nunca me había pasado: inventarme una palabra en sueños. Estaba en una recepción, creo que académica o universitaria, cuando vi a X en un aparte y le dije: «¡Hipóstame!». Supongo que quería decir, dame un abrazo, porque eso fue lo que hice en el sueño: dar un estrujón efusivo a X, a quien no veo desde hace años y con el que todo acercamiento se ha vuelto tenso, difícil.

¿De dónde habrá venido esta invención? Existe el galicismo «ripostar», parece que habitual en el Caribe, con el sentido de «responder de forma airada» o «contraatacar», y la RAE me confirma que el prefijo hipo- equivale a «debajo de». Es decir, que lo que estaba diciéndole a mi viejo amigo es, en realidad, rebájame, ponme en un escalón inferior a ti. Lo peor es que, conociendo a X –sabiendo cuál ha sido el clima de nuestra amistad–, la cosa parece muy plausible.

martes, enero 15, 2019

traum


En el sueño, el niño estaba muerto. Un bebé apenas, de tres o cuatro meses. Alguien lo había dejado en aquel piso, no había sabido cuidarlo y ahora el niño llegaba a mí muerto. No sé por qué ni cómo. Sólo recuerdo el rostro céreo, los ojos redondos y abiertos, como de muñeca.

Sentí de inmediato que debía arroparlo, vestirlo a su manera, y me fui a un rincón, extendí una sábana y me puse a doblarla, envolviendo su cuerpecito con cuidado, amorosamente. Entonces el niño despertó, empezó a canturrear y a sonreírme. Por alguna razón había revivido y me miraba, diáfano, como si nada hubiera pasado.

Fui a avisar a M. y a partir de ahí el sueño se fue enredando, aunque siempre volvía, por alguna razón, a un primer plano del niño muerto y, acto seguido, a una visión de sus ojos risueños, las burbujas de saliva en los labios que hablaban por hablar.

Me desperté con angustia, sobresaltado, y sin embargo me daba cuenta, en ese mismo instante, de que era un sueño afirmativo, de resurrección. El niño había revivido gracias a mi sencillo gesto de arroparlo, pero ese despertar suyo me aliviaba y me dolía a la vez, impidiéndome regresar al sueño. Cerraba los ojos y el alivio –la alegría– se mezclaba con el miedo a lo que había pasado… y lo que podía pasar. Pero el niño seguía canturreando. Entonces volví a dormirme.