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viernes, noviembre 11, 2022

rafael cadenas, contención y reticencia

 

 


Tuve la suerte de descubrir la poesía de Rafael Cadenas a la vez que su persona, o mejor dicho: su voz, su presencia. Fue en Londres, hace casi veinte años, en un pequeño encuentro de poetas de lengua española organizado por la Universidad de Westminster. Recuerdo que su lectura vino precedida por el recital caudaloso y enfático de un poeta ecuatoriano del que solo recuerdo su homenaje inaugural a la figura de Bolívar y su aversión manifiesta a dejar el estrado. El contraste no podía ser más vivo: Cadenas se plantó delante del micrófono y procedió a leer con laconismo, en voz que parecía más baja y más titubeante de lo que era en realidad, algunos de los poemas que había dado a conocer años antes –en 1992– con el título de Gestiones. Fue una revelación. Poco después, leyendo sus «Anotaciones», reconocí de inmediato al poeta de aquella tarde londinense: «Casi siempre al ponerme a escribir, balbuceo; eso es mi literatura últimamente, y no me siento mal en el seno de esta pobreza». O lo que es lo mismo, dicho a modo de sentencia: «El poeta moderno habla desde la inseguridad». Más que inseguridad, lo que uno percibía en aquel poeta era malestar, un cierto desagrado. Y lo curioso y paradójico de ese malestar es que resultaba persuasivo justamente porque no era consciente de serlo. Uno se veía envuelto de pronto en un clima hecho a partes iguales de contención y reticencia, de humildad y candor. La voz y la presencia eran de una pieza, tal para cual, y decían palabras con dificultad, como venciendo una gran resistencia interna. Podría decirse, exagerando un poco, que Cadenas se hizo oír por el difícil método de hacerse casi inaudible.

 

Durante un tiempo hube de conformarme con la docena de poemas suyos que se incluían en un cuaderno no venal impreso con motivo de la lectura. Poemas que leí y releí hasta sabérmelos de memoria. Uno o dos años más tarde, la antología editada por Ana Nuño en Visor (2000) confirmó aquella impresión primera. El acceso a una selección amplia y ordenada de esta obra me permitió profundizar en la comprensión de un trabajo literario cuya trascendencia reside precisamente en que se sitúa, o quiere situarse, fuera del espacio de lo meramente literario. Quiero decir: de lo literario como técnica y oficio de expertos, de especialistas; de lo literario como un campo de las bellas artes que se puede dominar o explotar. La poesía, para Cadenas, tiene que ver con la vida. Y más específicamente: con la búsqueda afanosa, incansable, de un suelo sapiencial que permita salvar la brecha que las palabras y la conciencia han abierto en nuestra relación con la vida. Cadenas pertenece, así pues, a la rara estirpe de los poetas moralistas. Rara en sentido literal, pues no abunda en nuestra tradición, tan dada hasta hace bien poco al exhibicionismo retórico y la falacia sentimental. Pero rara también en un sentido más hondo, pues condena al poeta a una relación espinosa, contradictoria, conflictiva, con su herramienta principal de trabajo: las palabras. Y es que la poesía parece presuponer de suyo –está en su naturaleza, por así decirlo– una visión idolátrica del lenguaje, una deificación de las palabras. Pero no puede quedarse ahí si quiere ser algo más que un objeto bello, si quiere y tiene algo que decir sobre la vida. El poeta en el sentido encarnado por Cadenas ama la poesía, se ha educado en ella, guarda con las palabras una relación apasionada que sigue deparando instantes de iluminación, de intensidad lúcida, pero sospecha asimismo que las verdades de la sabiduría verdadera, la que hace habitable el mundo y deseable la existencia, ni se dicen del todo con palabras ni pueden atraparse con esos artefactos verbales que llamamos poemas. ¿Cómo podrían decirse con palabras, si ellas son justamente fruto y testimonio de la escisión primera, si son el idioma de esa conciencia de nosotros que nos convierte en espectadores y vigilantes de nuestra propia vida?

 

Esta condición centáurica del poeta moralista es la fuente de su malestar, de ese disgusto íntimo que uno percibía en aquella vieja lectura londinense. Y es un disgusto que Cadenas ha razonado impecablemente en sus ensayos y aforismos. Una prosa crítica, por lo demás, que a menudo ha tomado la forma del fragmento y la anotación, avecindándose así a la poesía, a los ritmos y texturas del habla personal que sustenta su poesía. Y es que ahí precisamente, en el apego al habla, en la gestualidad del enunciado, es por donde Cadenas encontró la salida a su impasse. Como ha escrito él mismo, «me interesa más expresarme que componer, y uno puede expresarse en tantas formas». La poesía es el testimonio de un decir difícil, a duras penas, de un hablar que se cumple muy cerca de la boca y los pulmones. «En cuanto a hablar, je suis si lent. Mis pausas son largas, imposibles para los rápidos». Regreso a ese musitar en el que Cadenas cifra su escritura. Esa pobreza deliberada. Sus poemas oscilan entre la cualidad del apunte más o menos espontáneo, pespunteado al calor del momento, y lo que se forma por agregación, pasivamente, lo que se gesta largo tiempo y aflora ya hecho, envuelto de sí mismo. Decía José Ángel Valente, poeta con el que Cadenas guarda cierta afinidad, que «en realidad, el poema no se escribe, se alumbra», y también que «la palabra poética ha de ser ante todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición» (Cómo se pinta un dragón). Son palabras que me parecen aplicables a muchos tramos de esta poesía, con la diferencia de que en Cadenas siempre hay un suelo cordial y un afán expresivo que secan de raíz toda tentación fetichista. Por algo ha expresado nuestro autor que «soy prosa, vivo en la prosa, hablo prosa» y que «la poesía está allí, no en otra parte». Pero es –o era– una prosa vuelta sobre sí misma, matérica, llena de grumos y también de silencios, de cambios de sentido y cortes repentinos. Una prosa que la tijera de la elipsis modela en forma de poema.

 

Sus dos libros más recientes, y en concreto este que hoy llega a nosotros, En torno a Basho y otros asuntos, han traído consigo un nuevo tono, más suelto, más relajado, quizá también más optimista en cuanto a la capacidad de la poesía para saber algo del mundo… y de quienes lo habitan. El viejo rigor alerta sigue ahí, sobre todo en poemas que denuncian oblicua o astutamente –sin entrar a un trapo capaz de envilecer sus propias palabras, pues sabe muy bien que «reñir ya es perder»– la degradación del lenguaje en manos de los nuevos demagogos. Sin embargo, me parece que poemas como los dedicados a Marco Aurelio («A un querido emperador»), Hölderlin o Anna Ajmátova habrían sido impensables hace veinte o treinta años. En el primer caso, por su extensión y fluidez, entre el retrato y el apunte ensayístico. Pero también, en los demás, por el modo en que el lenguaje se ha ido aligerando y perdiendo su antigua tirantez, su densidad a veces impenetrable. La lección de la poesía oriental, explícita en el título y muy particularmente en el primer apartado del libro, ha sido decisiva. Una lección bien aprendida que permite sortear la trampa del yo exhibicionista y rasga el velo de Maia de la conciencia, de la percepción miope, demasiado apegadas al deseo y el afán de permanencia. Algo que ya estaba latente en aquella humildad incómoda con que el poeta leía en voz alta sus poemas y que ahora, en este libro, se plasma en un lenguaje de rara inmediatez y transparencia, poemas ágiles como las gotas que hace saltar la rana de Basho al zambullirse en el estanque y en los que Cadenas, por si fuera poco, nos revela una veta de humor insospechada con que soportar estoicamente el zumbido de las moscas idiotas del poder. Un balbuceo, en efecto. Pero acompañado por la sonrisa de la reconciliación.

 

 

[escrito para el homenaje a Rafael Cadenas celebrado en Casa de América el 30/5/2016 con motivo de la publicación en Pre-Textos de En torno a Basho y otros asuntos].


miércoles, diciembre 26, 2018

eugenio montejo / las palabras en jaque


 


Descubrí la poesía de Eugenio Montejo tarde, muy tarde, con la publicación en Pre-Textos, en 1999, de su libro Partitura de la cigarra. En aquel entonces vivía en Inglaterra y la publicación de Adiós al siglo XX dos años antes, en la editorial Renacimiento, había escapado a mi radar de lector curioso. Compré el ejemplar de Partitura... porque el nombre de Montejo había ido apareciendo con seductora insistencia en el sismograma de las apreciaciones ajenas. Fue a finales de 1997, por ejemplo, cuando asistí a la lectura de Rafael Cadenas en Londres, en la Universidad de Westminster. La lectura (de la que ya hablé en otro artículo) no fue solo una revelación en sí misma, sino que me hizo tomar conciencia de mi ignorancia asnal de la poesía venezolana fuera de algún nombre prestigiado por los manuales: José Antonio Ramos Sucre, Andrés Eloy Blanco... Un amigo me dijo: lee a Eugenio Montejo. Encontré poemas sueltos en viejos números de la revista Vuelta y de la Gaceta del Fondo (siempre, tarde o temprano, la intermediación de México), escarbé en antologías, pregunté a más amigos, y de esta búsqueda intermitente me quedó el polvillo de algunas imágenes y palabras recurrentes: Islandia, el alfabeto, la nieve (o mejor: su ausencia), el canto de un pájaro (sin pájaro), Lisboa, Manoa (la rima no es casual), una cigarra, un caballo... Y al fondo, como un rumor que hacía vibrar los poemas, un neologismo que no parecía tal, o que al menos no causaba extrañeza: terredad...

Recuerdo la lectura de los poemas de Partitura... como un acontecimiento. Pero también como la puerta de ingreso –para el joven anglista desacomodado que yo era entonces– a un Nuevo Mundo de lecturas, aprendizaje, descubrimientos: por ejemplo, La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre, que se convirtió en una guía imprescindible de nuevas lecturas; la palabra flexible y fragmentada de Juan Sánchez Peláez; o la palabra exuberante y mágica de Vicente Gerbasi...

Exuberante y algo mágica me pareció también la poesía de Montejo, pero en su caso tamizada por un rigor compositivo y una precisión rítmica que recogían la herencia del modernismo y la pulían con las herramientas más perdurables de la vanguardia: el cincel de la elipsis, la lima del distanciamiento y la contención emocional, la horma de una curiosidad cosmopolita que se pone el mundo por montera y conoce los pasadizos ocultos que unen los tiempos y los espacios, por dispares que sean. Era una poesía anclada en tierra, sensitiva y sensorial, fascinada por la riqueza visible del mundo pero en diálogo constante con su lado invisible. Una poesía de inquietudes animistas cuya elegancia y hasta opulencia melódica no excluía la música más suelta o azarosa de la conversación. Montejo retomaba incluso los motivos del modernismo crepuscular –la vida de café, la seducción del viaje y la huida, el imán de un paganismo risueño, sin culpa ni castigo, el aura de ciertas ciudades europeas que parecen revivir con solo decirlas, pero también el aurea mediocritas de la vida provinciana, la calidez erótica de ciertas formas de domesticidad– y les daba nueva vida, o los volvía aceptables para el lector contemporáneo. Por las fotos que iba encontrando aquí y allá, donde aparecía siempre con aspecto atildado y un bigote a juego, Montejo se me antojaba un personaje del Barnabooth de Valéry Larbaud, una especie de cónsul de entreguerras que habría podido codearse con Pessoa, Saint-John Perse o Cavafis. Y, en cierto modo, así era. Su estancia en Lisboa como agregado cultural de la Embajada venezolana fue una traducción contemporánea de aquel destino vanguardista que sólo existe en nuestra imaginación, pero que explica, por ejemplo, la simpatía de nuestro poeta por el mundo arisco y turbulento de Maqroll el Gaviero, a quien –estoy seguro– le habría encantado recibir con plácida cordialidad en las oficinas comerciales de algún puerto del trópico.




Habrá quien piense que estas ensoñaciones están fuera de lugar en una aproximación crítica. Pero no me lo parecen, sinceramente, puesto que la lógica del sueño y de las afinidades electivas está en el meollo de los poemas de Montejo, en su forma de avanzar y desplegarse. El poema «Adiós al siglo XX» («Cruzo la calle Marx, la calle Freud...») es quizá el ejemplo más inmediato, pero hay muchos otros: «Mi padre muerto iba delante y detrás junio, de verdor ubérrimo... Hablaba dormido, / con voz inubicable, / una voz rápida de cuando era muy joven / y yo no había nacido...»; «La vaca que al pasar alzó los ojos / y se quedó mirándome / debió reconocerme / pues me llevó por siglos de paisajes...». En los poemas de Montejo, machadianamente, todo pasa y todo queda, pero ese pasar encadena y anexiona espacios como en un sueño, y al hacerlo anula el tiempo, o convierte el tiempo en un solo presente encendido, tocado por la batuta de la imaginación poética. Espacio y tiempo están ligados de manera inextricable, sí, como en el verso que abre «Terredad» («Estar aquí por años en la tierra») o el arranque asombroso (digno de haber sido dictado por los dioses, como quería Valéry) de «Caracas»: «Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia...». A la vez, son muchos los pasajes de esta obra donde un lugar nos lleva a otro, donde entramos por una calle o una vereda y salimos por otra distinta, donde las ciudades y los países conversan de tú a tú, donde los saltos en el tiempo son constantes y acaban derogando el peso del presente, el agobio barroco del tic-tac en nuestros oídos. Por lo mismo, son célebres los poemas donde el calor del trópico hace más intenso el frío europeo, o la ausencia de nieve congela más que la nieve misma, en los que «Recuerdo siempre a Trieste, / esa ciudad donde no he estado nunca, / ni de paso», o «No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire, / ningún indicio de sus piedras», etc. Montejo es un maestro en el arte de afirmar negando, y muchas de sus páginas son memorables precisamente por el placer moroso con que rodea su asunto, con que lo engasta en palabras que dan vueltas lenta, musicalmente, hasta cerrarse sobre él. A este respecto me parece iluminador un fragmento del norteamericano Charles Simic, estricto coetáneo suyo (también de 1938): «Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más espacio, y hay mucho espacio en las palabras». Ese espacio que hay en las palabras de Montejo, que respira sin prisa en ellas, rompe las limitaciones de la geografía y de la propia realidad material para postular un tiempo a-histórico, el tiempo de lo real mágico, lo real visto con la lente reveladora de la analogía y el extrañamiento. Lo subraya su paisano Rafael Cadenas al recordar algunos de sus versos más sorprendentes: «Los muertos andan bajo tierra a caballo»; «Un instante la silla ha regresado a su lejano árbol»; «En el cuadro de Uccello hay un caballo que estuvo en Hiroshima»...

Dice también Simic en otro pasaje: «Hay un boletín del tiempo en casi todos los poemas populares. El sol brilla; nevaba; soplaba el viento... El poeta popular sabe que lo más inteligente es establecer de inmediato la conexión entre lo personal y lo cósmico». Montejo estuvo muy lejos de ser un poeta popular en el sentido recto de la palabra, pero nunca perdió de vista, como Machado, la noción de la poesía como «cosa cordial», y sus mejores poemas tienen ese mismo discurrir de «agua del buen manantial, / siempre viva, / fugitiva» («Poema de un día»). La sonora armonía de su estilo se sostiene en una línea de bajo caracterizada por la llaneza y la naturalidad. Digo esto porque quizá lo primero que me llamó la atención al leerlo fue la conexión que una y otra vez establecía entre lo personal, lo doméstico, y lo que a falta de una palabra mejor debo llamar, Simic mediante, «cósmico». Esa capacidad suya para indagar en lo pequeño, lo humilde, lo apenas perceptible, o tal vez lo prosaico, la circunstancia rutinaria o cotidiana, y a la vez situarla en un marco tan vasto como el planeta, como el mundo con «el sol y las demás estrellas», con el firmamento ilimitado que alumbra allá arriba. Es algo que uno percibe muy bien, por ejemplo, en un poema tan cercano y estremecedor como «Noche en la noche», donde oímos, modulada con maestría, la nota de desamparo de su querido Vallejo:

[...] Ya va durando décadas la noche
y mis amigos tardan demasiado...
No hay quien me diga ahora dónde se hallan,
sólo se oye un fragor de mar y viento.
Iban por un instante y no aparecen,
nadie sabe por qué tardan y tardan.

Es evidente, por lo demás, que esta presencia de lo cósmico, de lo inconmensurable, es la consecuencia forzosa o necesaria de su atención a lo nimio, lo íntimo, lo doméstico, como afirma Rilke al final de la primera estrofa de su «Primera Elegía de Duino»: «Y así los pájaros quizá / sientan más grande el aire con un vuelo más íntimo». Que es otra forma de decir que sólo si ponemos los pies sobre la tierra y cobramos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra poquedad, seremos capaces de hacernos cargo de la grandeza del universo. En la poesía de Montejo no son únicamente los pájaros los que sienten más grande el aire al recogerse en su vuelo, sino los lectores mismos, que escuchan el canto del pájaro (sin pájaro) y advierten en él su terredad, «lo que en su pecho vuelve al mundo». Y esa terredad, ese «deber terrestre» del canto, se dice ahí, solo puede entenderse a la luz doble o escindida del poema: por un lado, para defender su canto, el pájaro «trabaja al sol, procrea, busca sus migas»; por otro, para hacerlo durar, para que permanezca, ese mismo pájaro «en el tiempo no es un pájaro / sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la vida». Así pues, quien ignore una cara cualquiera de esa moneda, de esa doble filiación, será simple y llanamente un descarado. Lo íntimo y lo cósmico, la prosa del día a día y el silencio atronador del cosmos, se funden en el espacio del poema.

Se conjuga y declina así «el alfabeto del mundo» cuyas letras, decía su heterónimo Blas Coll –o quizá uno de los discípulos de Coll que rondaban por su taller–, eran de Dios. Y la poesía se vuelve, como quería Montejo, «un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario» y en el que nadie gana salvo el lector: ese mismo lector que vuelve una y otra vez sobre las partidas, los poemas, intentando desvelar las claves del juego, la pericia de los jugadores. Tarea imposible, pues, como recuerda Cadenas que dijo el pintor Whistler y gustaba de citar Borges, «el arte sucede». La poesía de Montejo siempre sucede cuando la leemos.



[El pasado miércoles 12 de diciembre, gracias a la iniciativa de la escritora y periodista Michelle Roche Rodríguez, rendimos homenaje en Casa de América al gran poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008), autor de libros centrales de nuestra literatura como Terredad o Partitura de la cigarra. Allí estuvimos Olga Muñoz Carrasco, Verónica Jaffé, Luis Enrique Belmonte y un servidor, y este fue el texto de mi intervención.]

lunes, diciembre 10, 2018

césar vallejo / las piezas encontradas


  

Con motivo del Día del Libro, se celebró en la Casa de América de Madrid los días 23 y 24 de abril (¡hace una eternidad!) un coloquio en homenaje a César Vallejo titulado, justamente, «César Vallejo, 80 años después». Leí en esa ocasión una breve ponencia, «Las piezas encontradas», que ahora Periódico de Poesía de la UNAM ha tenido la gentileza de publicar gracias a los buenos oficios de sus editores, el poeta Hernán Bravo Varela y el novelista Daniel Saldaña. Aparece dividida en dos partes, aquí y aquí. Ojalá su lectura no resulte demasiado impertinente.

martes, septiembre 25, 2018

igor barreto / calamidad y arrullo





Abro mi ejemplar de El muro de Mandelshtam (Bartleby Editores, 2017), el nuevo libro del poeta y profesor Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), y me encuentro con una escritura que trata de romper o forzar por lo menos las costuras de eso que entendemos habitualmente por lírica: secciones en prosa que colindan con la narrativa y el documental, diálogos fragmentarios, pasajes oníricos, anacronismos deliberados, ramalazos de crudeza expresiva y casi expresionista, ironía trágica y piedad a raudales, todo un compuesto impuro y lleno de grumos –de extraños pliegues y repliegues– que desafía las expectativas del lector e incluso las que el libro parece crear al desplegarse. De «complejo artefacto poético» lo califica Gina Saraceni en el texto de contracubierta. Sin embargo, si la lírica es –como apunta Eliot Weinberger– «celebración y vituperio, asombro ante el mundo y furia por cómo suele ser», entonces este muro se nos aparece como un ejemplo deslumbrante del poder que tiene la lírica para contar, cantar y plantar cara al mundo. Estamos ante un libro crudo, feroz, perturbador, que invoca zonas muy concretas de la tradición literaria reciente –el ejemplo y la figura de Mandelshtam, desde luego, pero también la Antología de Spoon River de Lee Masters, la inquietud cívica del último Yeats, las iluminaciones de Rimbaud, Pavese, Éluard, etc.–, y que a la vez está intensa, exasperadamente centrado en el daño y el padecimiento humanos, que intenta forjar por todos los medios un relato plausible y poderoso de la existencia en la favela caraqueña –el gueto, se dice aquí– de Ojo de Agua.

En una reseña reciente de la Poesía reunida de nuestro autor, Martín López-Vega decía que «Barreto no es un poeta de la torre de marfil, sino del ágora, y los lenguajes que prefiere aprender y hablar a menudo no son los preferidos por el gremio de los poetas». Podríamos añadir o matizar que en este libro Barreto traslada ese ágora a un cruce de calles cualquiera, una esquina techada por árboles castigados y marañas de cables y transitada por las víctimas de la pobreza, la precariedad y la violencia arbitraria. Un mundo de talleres, colmados y cuchitriles en las lindes de Caracas, «la capital del rencor», «la ciudad quebrada», «sarcófago / de cemento gélido»… Y los sucesos que aquí se cuentan –porque este es un libro con una profunda vocación narrativa, con personajes que van y vienen sin aviso, que surgen y se esfuman dibujando un curioso mapa de calamidades– se tiñen del color de los sueños y las premoniciones, del peligro y la sospecha. Leyendo estas páginas, recuerda uno esos versos terribles de la «Canción última» de Miguel Hernández: «Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias». Y así son los trazos que levantan este libro. Pero lo hacen sin patetismo, sin incurrir en aspavientos ni excesos sentimentales. La distancia –una distancia en ocasiones irónica, cuando no brutal– es justamente lo que permite mirar de frente ese mundo, verlo en su integridad, capturar sin miedo a la exageración su riqueza terrible, su demasía. Vuelvo a subrayar esta dimensión documental, testimonial incluso, porque es ella la que da espesor verosímil a la lectura y permite luego el trabajo propiamente lírico de la imaginación y el sueño.

Hay una expresión inglesa, the writing is on the wall –literalmente: la escritura está en el muro–, que parece hecha a propósito para este libro. Se refiere a ese momento fatídico en el que ya no hay vuelta atrás, cuando los signos de que algo malo o al menos desfavorable va a ocurrir son evidentes. Y así la escritura que aparece en este muro particular: sus personajes ya no esperan ningún remedio, ningún alivio, han abandonado toda esperanza y se limitan a sobrevivir… y a veces ni eso, porque «total, en el gueto de Ojo de Agua / el inocente es un ser invisible», sujeto a «la cólera sin razón» («La fiesta de Jaiker»). Ese es el tono resignado, inapelable, que impregna muchos poemas, y aun cuando estoy con López-Vega cuando menciona la «ironía tierna y triste, siempre inteligente» de Barreto, «cuya mordacidad nunca es mayor que su ternura», tengo la sensación de que aquí la mordacidad le ha ganado la partida a la ternura; y de que la tristeza, lejos de ser un condimento de la inteligencia, se ha convertido en un veneno que amarga el corazón. No puede ser de otra manera cuando se entiende –se asume– que la precariedad y la violencia son condiciones propias de la vida en el barrio. Hay momentos de solidaridad, sí, de rara tregua (ese partido de fútbol con el que los bravos de Boca de la Virgen y los guardianes de El Estanque resuelven sus agravios y en el que nadie anima demasiado «a fin de no comprometerse con parcialidades que pudieran derivar en otras consecuencias», anota Barreto con humor), pero todo parece colgar de un hilo muy frágil y hasta cuando la belleza de los fenómenos naturales visita el barrio –esa repentina nevada que no sabe uno si sucedió en sueños– lo hace para congelar a los gatos y fulminar a los perros, que «mueren como esculturas acurrucadas / contra el dorso de los escalones en las veredas».

En este infierno del gueto, en esta espiral de callejas y veredas que trepa por las montañas de la ciudad, el guía del poeta, su Virgilio, es un «hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam». El protagonista no se hace demasiadas ilusiones sobre la identidad de su interlocutor («el rostro verdadero de Mandelhstam, el que había conocido a través de tantas fotografías, su cara ancha de ojos agrisados y juntos, con labios delgadamente rectos, ese rostro se disolvió con nostalgia sobre otro de cabello entrecano que tenía una ligera cicatriz en su boca como la marca de alguna operación de origen leporino ocurrida quizás en su primera infancia»), pero prefiere seguirle la corriente y entrar así en un estado de extrañamiento del que va brotando, casi a su pesar, como quien no quiere la cosa, la totalidad del libro: «Así que me dije: por qué este señor no podría querer llamarse y ser el desterrado poeta que recitaba mirando al cielo colocándose la mano derecha tras la nuca. Era posible, y yo debía abstenerme de ponerlo en duda a riesgo de pronunciar un llamado a las furias que deambulaban por los callejones del barrio con violenta firmeza».

Este texto inicial en prosa, «Rayas sobre el muro», que hace las veces de pórtico, es como la chistera de la que va emergiendo la ristra de pañuelos multicolores (pero en última instancia armónicos) que conforman los poemas de la sección siguiente y central del libro. Mandelshtam va y viene por estas páginas como una figura espectral, a veces actor protagonista, otras interlocutor, otras narrador, otras sombra invisible, pero dotado siempre de una astucia traviesa que le permite leer como nadie las claves de la vida en el gueto. Más que un Virgilio, el Mandelshtam ideado por Barreto es una variante del trickster o pícaro divino definido por Jung, un embaucador que no para de hacer trucos, desobedecer normas de comportamiento y entorpecer o desbaratar los actos del hombre. Entre sus funciones principales está justamente la de abrirnos los ojos a la paradoja y el absurdo del vivir, y esto es algo que sucede una y otra vez, generalmente con carácter trágico, en estos poemas.

Un eco de Spoon River resuena en los epitafios en prosa –también hay alguno en verso, como el estremecedor «Trascendencia»– donde un puñado de difuntos cuenta su peripecia vital y la razón de su muerte. Lo trágico, aquí, deviene a veces tragicómico, pero la piedad y la compasión nunca están lejos y permiten a Barreto contar con sabiduría la historial plural y colectiva del gueto. En esto sigue el ejemplo de esas golondrinas a las que él mismo describe sobrevolando el paisaje y que son capaces, como pequeños diablos cojuelos, de seguir la vida de los habitantes a través de tejados y azoteas.




El lector sale del libro con la impresión de que podría haber sido mucho más extenso, de que el material publicado es sólo una parte de una totalidad que, en rigor, no tiene fin. Y quizá sea cierto. Los títulos de algunos poemas hacen pensar que faltan piezas, que hay lagunas en la transcripción o que el poeta ha preferido pasar por alto ciertas historias. Con todo, el final cobra un cierto aire elegíaco, como si se quisiera suavizar y tal vez redimir la crudeza del conjunto. Si Eliot, en «Los hombres huecos», decía que el mundo acaba «no con una explosión, sino con un sollozo», Barreto nos dice que la ciudad, al llegar la noche, se cierra y se resume en «un arrullo», un habla seductora o un cantar monótono, en voz muy queda, como el que hace dormir a los niños. ¿Pero es realmente así? En ese mismo poema final se dice lo siguiente:

La ciudad
con sus autopistas
y el celaje de sus taxis,
y la tiniebla de una montaña
al fondo
para que Caracas se refleje y brille
en la verdad de su violencia.

Pero ese zumbido de la ciudad
y su atareado caracoleo,
luego…
¿nos dejará dormir?

Da la impresión de que ese arrullo, lejos de dormir al poeta Barreto, lo mantuvo insomne durante un largo periodo de escritura frenética, enajenada. Un arrullo que fue arroyo sonoro y que vertió en sus oídos las cadencias febriles de la ciudad y sus pobladores. Este libro, surgido del molino de la mirada y la conciencia, es su traducción en palabras.


Igor Barreto, El muro de Mandelshtam, Madrid, Bartleby Editores, 2017.


[El muro de Mandelshtam de Igor Barreto es uno de los libros que más me han impresionado de un tiempo a esta parte. Tuve el honor de presentarlo junto a Marina Gasparini, Manuel Rico y su autor en Casa de América, en Madrid, donde leí una primera versión de este texto. Y, puesto que Igor ha sido una de las personas que más me han animado a retomar esta bitácora, parece oportuno que él sea el protagonista de una de las primeras entradas de mi rentrée.]

sábado, junio 11, 2016

rafael cadenas en casa de américa





Hace casi dos semanas –en concreto, el pasado lunes 30 de mayo– tuve el honor de participar en el homenaje que Casa de América tributó en Madrid al poeta venezolano Rafael Cadenas, todo un ejemplo moral y literario en estos tiempos de zozobra que vive su país. Había mucho que celebrar: no solo la publicación de su nuevo libro En torno a Basho y otros asuntos (Editorial Pre-Textos), sino también el XII Premio Federico García Lorca de poesía que pocos días antes le había sido entregado en Granada.

La velada, en la que también participaron los escritores y críticos Marina Gasparini, Antonio López Ortega, Manuel Rico y Álvaro Valverde, fue conmovedora y se cerró con una breve pero certera lectura del poeta. Lo cuenta el propio Álvaro con detalle en una crónica impecable, como todo lo suyo.

Ahora el periódico digital Prodavinci, que ha seguido de cerca la visita española de Cadenas, ha tenido la gentileza de publicar el texto de mi intervención. Se titula «Rafael Cadenas: contención y reticencia» y se puede leer aquí.