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lunes, septiembre 05, 2022

el canto de los ríos esta mañana

 

 

 

Raúl Zurita, Mi dios no ve, edición de Héctor Hernández Montesinos, Madrid, Vaso Roto, 2022, 300 páginas.

 

 

Una idea se reitera a lo largo de este libro de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950), y es que la existencia de un solo desaparecido, uno solo, nos condena a todos a ser supervivientes. Esa «sobrevivencia» puede tener dos acepciones, una –inmediata– como perduración y resto doliente de una catástrofe anterior, y la segunda como ese «exceso» de vida que, según se explica en los fragmentos de entrevistas que integran Un mar de piedras (2018), toma la forma del amor y el arte: «La poesía siempre está sobrepasada en su intento descomunal por preservar a los humanos de toda esa violencia, de todo ese daño, pero persiste en la apuesta por la fraternidad». Esa es la apuesta que ha guiado –no sin torsiones ni violencias explícitas– la obra del escritor chileno desde Purgatorio (1979), donde arrancan con pasmosa rotundidad las líneas maestras de un decir que es un personaje que es un paisaje: Chile, los Andes («lejos, en esas perdidas cordilleras de Chile»), el océano, el desierto de Atacama…

 

El 11 de septiembre de 1973 es un parteaguas en la vida de Zurita, como lo fue para tantos. Los años de aprendizaje coinciden con los años de la represión y el genocidio, los más feroces de la dictadura, y esto le lleva a un estado de tensión casi histérica que se plasma en las acciones que realiza sobre su cuerpo (la quemadura en la mejilla cuya cicatriz protagoniza la cubierta de Purgatorio, el intento por suerte fallido de cegarse con amoníaco). Es como si la desaparición de los cuerpos de los represaliados hubiera despertado en el poeta la necesidad compensatoria de volver sobre su propio cuerpo y escribir sobre él, vulnerarlo. Pero el cuerpo no basta: poco después tiene lugar su célebre intervención sobre el cielo de Queens, en Nueva York, en la que cinco aviones trazan con humo blanco las quince frases de «Escrito en el cielo». Un impulso que madura en la frase («ni pena ni miedo») tallada en 1993 en el Desierto de Atacama: mezcla emocionante de memorial y nuevas líneas de Nazca.

 

Detrás de todos estos proyectos está el deseo manifiesto de Zurita de restituir la vida a la poesía, esto es, de crear «una obra que desde la literatura se cumpla en la vida y no en la literatura, o no allí solamente». Frente a la imagen mallarmeana de la página del libro como «anverso del cielo estrellado», lo que hace nuestro poeta es literalmente «escribir en el cielo» bajo «la maravillosa exaltación de las estrellas de luz, de las estrellas verdaderas». Su linaje es el de los grandes épicos, de Whitman, Neruda o Saint-John Perse para atrás, hasta la semilla fecunda de la Ilíada y ciertos libros de la Biblia (Job, Ezequiel, los Evangelios). El tono puede ser burlón o teñirse de oralidad, pero todo sucede contra un fondo mítico, un paisaje de cordilleras y desiertos y cielos que se rajan y mares que se elevan. No hay cortes entre la dicción impetuosa de sus grandes libros (La vida nueva, Zurita) y el sabio minimalismo de sus intervenciones: todo forma parte de un mismo aliento, el deseo de cantar con el diafragma, desde el centro mismo del cuerpo, sin fingimientos ni peajes retóricos.

 

Entre los materiales que articulan esta selección destacan por derecho propio sus versiones de tres monólogos de Hamlet (incluyendo el célebre «To be or not to be»…) y del canto V del Infierno, que culmina con la trágica historia de Paolo y Francesca: un nuevo homenaje a Dante que se remonta a la niñez («no sé si aprendí a hablar primero el italiano o el español») y a los cuentos germinales de la abuela.

 

Mi dios no ve es lo que los editores anglosajones suelen llamar «a reader», una antología que nos invita a bucear cronológicamente en la totalidad de la obra: prosa, verso, ensayo, entrevistas… Su editor, Héctor Hernández Montesinos, ha tenido el acierto de incluir textos autobiográficos y ensayos como «Que renazca la muerta poesía» y «Walt Whitman, camarada nuestro» –lección magistral sobre el acto de leer y el malentendido trágico que entraña–, así como imágenes ilustrativas que lo convierten en un volumen de obligada consulta. Lástima que entre las «Referencias» no aparezcan las ediciones que contribuyeron, hace más de una década, a recuperar al poeta en nuestro país, como Cuadernos de guerra (Amargord) o el colosal Zurita publicado por Delirio. Pero el libro es todo él un regalo para los lectores: foto de gran angular de una obra que sigue abierta porque sigue mirando hacia el futuro.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 2 de septiembre de 2022.

 

 

 


lunes, marzo 07, 2022

poemas para cuidar el fuego del mundo

 

 


 

María Ángeles Pérez López, Incendio mineral, epílogo de Julieta Valero, Madrid, Vaso Roto, 2021, 90 págs.

 

María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) ha hecho de la diversidad formal uno de los rasgos distintivos de su poesía. Es, en realidad, una estrategia –un reto– que le permite abordar una y otra vez el mismo territorio y así obtener mapas distintos pero complementarios, o que acaban formando un mapa mayor. Si en Atavío y puñal y Fiebre y compasión de los metales la horma generadora era el endecasílabo blanco, usado con ductilidad y maestría, en Diecisiete alfiles fue el haikú, impregnado ahí de subjetividad y anhelo, «con su vocación de relámpago que todo lo ilumina».

 

Los quince poemas en prosa de este Incendio mineral parecen moverse en el extremo contrario, fruto de un deseo –cumplido– de articulación que toma recursos del ensayo, la viñeta descriptiva o la reflexión íntima para plasmar y hacer visible la red que une todas las cosas, la sustancia común que aflora en sus manifestaciones incesantes: lo vivo y lo mineral, lo animado y lo inerte. Lo apunta Julieta Valero en su esclarecedor epílogo: esa «necesidad de la voz de hacerse transitiva con todos los habitantes y materiales del mundo». Pero también la poeta desde el minuto cero: «Mi cuerpo choca contra los pronombres […] No es cierto que sean cáscaras vacías: son vísceras y plasma en la transfusión que cede cada uno de nosotros».

 

El diálogo con otros poetas y voces afines vuelve a estar en la raíz de esta escritura, que es también «esta extrañeza que llamaron vivir». Lejos de ella las proyecciones del yo ensimismado o la inclinación a ver en los demás un reflejo de lo propio: «Porque tú no eres suficiente para ti».

 

Hay algo muy seductor en este libro que surge no sólo de su coherencia tonal, sino de la convicción con que rastrea y atesora, «en ti, partículas lejanísimas de estrellas y otros parientes, piedras, peces, patronímicos […] todos ellos te bendicen y completan». Lo cantaba Joni Mitchell: «somos polvo estelar, somos de oro». Y Pérez López lo remacha con palabras atentas, tan precisas como elásticas.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 18 de febrero de 2022.

 

 


 

lunes, enero 24, 2022

cuerpo elocuente

 

 

Julieta Valero, Mitad, Madrid, Vaso Roto Ediciones, 2021, 122 páginas.

 

 

La publicación el año pasado de Niños aparte (Caballo de Troya) hizo pensar a muchos lectores de Julieta Valero (Madrid, 1971) que la sustancia narrativa de sus primeros poemarios había migrado a la prosa, configurando un relato de relatos en el que encontrábamos muchas de sus marcas temáticas y de estilo: esa lengua propia, extrañamente barroca y austera a la vez, que se interrogaba sobre los vínculos familiares y sentimentales, las vetas de la propia identidad, la fuerza de la pertenencia, el asombro de ser y estar en el mundo…

 

Y es que Mitad ahonda en el proceso de condensación y despojamiento que Valero ya inició en Los tres primeros años (2019), también en Vaso Roto. El decir, aquí, se ha vuelto corto y erizado, hecho de fulguraciones y transiciones rápidas, rupturas sintácticas y esos neologismos tan suyos de estirpe vallejiana. Los 104 poemas que componen el libro (dividido en tres partes más una coda: «Frontal», «Cuerperio» y «Mitad») arrancan en una clave sentenciosa («La intemperie que esto es. La casa que esto es»; «No somos de lo que queda somos / de lo perdido) que no tarda en complicarse y hacerse maleable con preguntas, apartes, la inserción de la oralidad y el uso de ciertas imágenes («Una luz en el esternón que / me pone de pie me ahoga») que no son estrictamente sinestésicas, sino el modo en que la autora busca borrar cualquier traza de dualismo, reparar la brecha cuerpo/mente y devolver la primacía al instinto, la inteligencia implícita de la sangre.

 

Porque no nos engañemos. Aunque esta poesía haya reducido su componente narrativo, aquí se sigue contando una historia; y la historia de Mitad es justamente el trauma de la pérdida y la separación, el duelo que sigue a la ruptura, pero también el diálogo con la hija («Una demanda de ser que / no soy yo pero sabe / mi nombre»), el aprendizaje de la maternidad y el abanico de emociones que despierta (alegría, sorpresa, culpa, incertidumbre…). Y detrás, como telón de fondo, el imán del deseo y la plenitud erótica, la búsqueda legítima de la felicidad: «no olvides que tú y yo / sabemos también prosperar hacia el cielo».

 

La escritura en Mitad es a la vez franca y perspicaz, cálida y desafiante. Lo exige no sólo el carácter voluble de la vida, sino también «esta distancia por recorrer» que cierra el libro con hambre de futuro. O lo que es lo mismo: sin cerrarse a nada.

 

 

Versión extensa de la reseña publicada en La Lectura de El Mundo, 14 de enero de 2022.


jueves, febrero 04, 2016

shakespeare / un monólogo

 
Habla Lady Ana

[Ante el féretro del rey Enrique VI]
Dejad, dejad aquí por un instante
vuestra honorable carga,
si es que puede guardarse el honor en un féretro,
mientras lloro con lágrimas dolientes
la temprana caída del virtuoso Lancaster.
¡Triste imagen de un rey sagrado,
fría mortaja!
¡Apagadas cenizas de la casa de Lancaster!
¡Resto pálido, exangüe, de una sangre real!
Séame concedido, al invocarte,
que tu espíritu escuche los lamentos de Ana,
la pobre esposa de tu Eduardo apuñalado,
del hijo a quien mató la mano misma
que infligió estas heridas…
Mira, en estas ventanas por las que huyó tu aliento
vierto el bálsamo estéril de mis ojos.
¡Yo maldigo la mano que sembró estos surcos funestos!
¡Maldigo el alma desalmada que lo hizo!
¡Y maldigo la sangre que desangró tu cuerpo!
Un sino más terrible tenga ese miserable
que trajo la miseria con tu muerte
del que merecen víboras y arañas,
sapos y sabandijas…
Si alguna vez engendra un hijo
que sea un monstruo,
un niño prematuro, tan vil y contrahecho
que su madre anhelante se asuste no más verlo,
¡y la maldad sea su herencia!
Si alguna vez encuentra esposa
que sufra más desdicha cuando él muera
que yo por vuestra muerte…
Llevad, pues, hasta Chertsey vuestra sagrada carga,
que salió de San Pablo para hallar sepultura;
y, tan pronto sintáis el peso del cansancio,
haced un alto, mientras lloro el cadáver del rey.


Ricardo III, Acto 1, Escena II, vv. 1-32.


Versión de J. D.




Uno de los proyectos con los que más disfruté el año pasado fue el trabajo de edición de la Agenda 2016 de Vaso Roto Ediciones, dedicada por razones obvias a William Shakespeare, de cuya muerte (por si no se habían enterado) se cumplen ahora cuatrocientos años. De ella han hablado en sus bitácoras respectivas Eduardo Moga y Antonio Rivero Taravillo, dos autores de la editorial que se animaron a colaborar con otros nueve poetas-traductores españoles y mexicanos (Andrés Catalán, Jeannette Clariond, Elsa Cross, Luis Alberto de Cuenca, Julián Jiménez Heffernan, Pura López Colomé, Tedi López Mills, José Luis Rivas, Julio Trujillo y un servidor). Se trataba de traducir un fragmento emblemático del Bardo, a ser posible uno de los muchos monólogos memorables que integran su obra dramática y que nos siguen seduciendo por su enorme lucidez, su penetración psicológica y su riqueza verbal. Aquí comparecen las invectivas rabiosas de Lear, la duda disolvente de Hamlet, la alucinación insomne de Macbeth, la arenga de Enrique V, las mil y una caras de Ricardo III (el gran malvado de este elenco), etcétera…

Yo me reservé el soliloquio de Lady Ana, ese momento, al comienzo de Ricardo III (1592), en el que la ilustre dama contempla el cadáver de Enrique VI y maldice a lengua suelta al jorobado Ricardo, villano de villanos. Es una tirada notable por su brillo retórico y la furia feroz de sus insultos e imprecaciones. Claro que todo sería más convincente si Shakespeare no la rematara con ese no menos célebre encuentro en el que el mismo Ricardo corteja con falsos pretextos a Lady Ana y logra que ella acepte su propuesta de matrimonio… uno de los giros argumentales más sorprendentes y hasta incomprensibles de su teatro. En cualquier caso, la maldición de Lady Ana está entre los puntos álgidos de esta obra y demuestra una vez más (por si cupieran dudas) que la rabia puede ser un combustible literario de primer orden.

lunes, junio 02, 2014

ruskin / sobre el trabajo





Sabemos a ciencia cierta que entre los planes de Dios no está el que los hombres vivan en este mundo sin trabajar; pero me parece no menos evidente que Su intención es que los hombres sean felices en su trabajo. Está escrito que «con el sudor de tu frente» comerás pan, pero no «con el dolor de tu corazón»; y descubro que, si por un lado, ríos infinitos de miseria nacen de la existencia de gente ociosa que no hace lo que debe y que despierta toda clase de conflictos en asuntos que no son de su incumbencia, por otro, un río no menor de miseria nace de gente infeliz y abrumada por el trabajo, por la sombría idea de trabajo que se forjan y que inoculan en los demás. Incluso si esto no fuera cierto, creo que el hecho de que sean infelices es por sí solo una violación de la ley divina, un síntoma de locura o de pecado en su forma de vida. Ahora bien, para que alguien sea feliz en su trabajo se precisan tres cosas: debe estar cualificado para su tarea; esta no debe ser excesiva; y ese alguien debe sentir que la ha culminado con éxito; no una percepción dudosa que necesite del testimonio o la confirmación de otras personas, sino la certeza, o más bien el conocimiento, de que ha cumplido bien y de manera productiva con su tarea, sin importar lo que piense o diga el mundo. Así pues, para que una persona sea feliz no solo hace falta que sea competente, sino también que sepa enjuiciar su propio trabajo.


domingo, marzo 23, 2014

john ruskin / el sueño imperativo





Una tarde de invierno de hace ocho o nueve años recibí la llamada de un editor de cierto renombre, director de una venerable colección de clásicos. Yo le había enviado una propuesta de traducción de la obra poética de Coleridge y él me llamaba para comentarme que declinaba mi propuesta («ya hemos sacado hace poco una edición de Baladas líricas...») pero que se le había ocurrido una alternativa: una antología de la poesía victoriana inglesa, de Tennyson y Browning en adelante. La oferta era intimidatoria por monumental (sólo El libro Penguin del verso victoriano suma casi ochocientas páginas de poesía a texto corrido), pero también atrayente, con ese imán que tienen los desafíos para llevarnos a su terreno. Además, no me quedaba opción; estaba en el paro, sin perspectivas de encontrar trabajo a corto plazo, y malvivía de los encargos que me iban llegando con cuentagotas y que cobraba –como siempre– mal y tarde. Así que le pedí un par de días para pensármelo y enviarle una propuesta más definida, aunque en mi fuero interno ya había aceptado. Lo que sí avancé en nuestra conversación fue la necesidad de no confinarnos solo a los poemas de los grandes, sino de incluir muestras de la prosa de John Ruskin, Walter Pater y G. M. Hopkins, cuyos ensayos, cartas y cuadernos de notas tanto habían influido en los poetas del siglo veinte, empezando por Pound. De hecho, aquella misma tarde, o a la mañana siguiente, llevado por el entusiasmo, me puse a traducir algunos fragmentos de la obra de Ruskin, breves apuntes sobre el arte y la naturaleza que podían funcionar perfectamente, o eso me parecía (y me sigue pareciendo), como poemas en prosa. Traduje, no sé, diez o quince fragmentos mientras releía viejas antologías de poesía inglesa y redactaba un índice preliminar o tentativo para mi selección.

Como era de esperar, el proyecto quedó en nada. El editor se jubilaba aquel mismo verano, según me enteré por un tercero, y con su marcha también desapareció cualquier posibilidad de colaborar con la editorial. (Lo que nunca entendí, a la luz de estas noticias, es por qué me había llamado inicialmente; quizá pensó que podía echar a rodar algunos proyectos antes de jubilarse, quizá su jubilación fue más bien un despido encubierto; no hubo forma de saberlo.) Sin embargo, mantuve la idea de seguir traduciendo a Ruskin y de hacer un librito con el resultado. Recuerdo que una de las tareas que me impuse en el verano de 2006 fue la de ir leyendo y traduciendo algunos de esos fragmentos hasta un total de cincuenta o sesenta: sobre arte y naturaleza, en especial, pero también otros de índole autobiográfica, relativos a su niñez y a su relación con Turner. Todos ellos de una intensidad lírica innegable, escritos más desde el vacío fundante de la poesía que desde el sillón o la basa de la crítica. Pasó el verano, volví a mis traducciones de Auden y de Anne Carson, encontré trabajo en el Círculo de Bellas Artes, y el proyecto Ruskin quedó arrumbado en una carpeta: uno de esos bajíos en los que de pronto encalla hasta la nave mejor equipada. Algún fragmento escapó del naufragio y vio la luz en esta bitácora, pero sin consecuencias.

Y así siguió todo hasta el verano pasado. Siete años después, en agosto de 2013, y en un Madrid de calores africanos muy lejano del Gijón que lo vio arrancar, retomé por fin aquel viejo proyecto y lo completé con un sesgo sensiblemente distinto al inicial: a las entradas sobre arte, arquitectura y naturaleza se sumaron de modo natural toda una serie de fragmentos sobre sociedad y economía que daban fe de las preocupaciones sociales de Ruskin y que parecían comentar, con más de cien años de adelanto, nuestro presente castigado por la codicia de los bancos y la irresponsabilidad de financieros y políticos. Ruskin, que fue un crítico feroz del capitalismo victoriano y denunció las infames condiciones a las que estaba sometida gran parte de la sociedad inglesa, me hablaba en diferido (permítaseme la broma) y de modo indirecto de lo que pasaba aquí y ahora, en esta Europa exasperada por el miedo, la protesta y la incertidumbre. Así fue creciendo y cerrándose El sueño imperativo, un libro de apenas cien páginas que acaba de publicar Vaso Roto Ediciones y en el que se reúnen 111 fragmentos (los que me conocen saben de mi afición por la numerología) que tocan o reflejan todos los temas que interesaron a su autor. Es un libro de pequeño tamaño pero de grandes horizontes, porque todo lo que dice Ruskin sigue siendo relevante a estas alturas del nuevo siglo; basta con hacer un pequeño ejercicio de traducción, de transposición a las claves de nuestro tiempo. Esto es cierto incluso en el caso de sus notas sobre estética, en las que siempre se desliza un matiz, un aparte o un juicio que iluminan nuestra visión del arte y la literatura. Por no hablar de su noción de la obra de arte como algo vivo, como forma orgánica cuya totalidad es siempre mayor que la suma aritmética de las partes que contribuyen («coadyuvan») a su existencia.

El libro llega a las librerías la semana que viene en un formato casi de bolsillo, y eso es lo que pretende: ser llevado en el bolsillo, leído a ratos, picoteado en las horas perdidas del tren o el autobús; convertirse en un compañero de trayecto que haga pensar y, si es posible, sonreír. De momento, ahí va como adelanto uno de esos 111 fragmentos del libro que pertenece originalmente a uno de sus libros de madurez, El nido del águila (1872), en el que se reúnen algunas de sus conferencias en Oxford; un fragmento donde la fuerza de la sintaxis aparece tamizada por esa mezcla de escepticismo y admonición que es marca de la casa, y que es su manera de saludar de lejos a la muerte sin reconocer su autoridad:


¿A qué debemos atribuir el que todos los hombres rememoren el tiempo de su niñez con tanto pesar (si su niñez ha sido razonablemente saludable o pacífica)? Ese delicioso encanto que hasta la posesión más nimia tenía a nuestros ojos era la consecuencia de la pobreza de nuestros tesoros. Esa apariencia milagrosa con que la naturaleza nos rodeaba se debía a que habíamos visto poco y sabíamos menos. Cada nueva posesión supone una nueva carga de cansancio; cada nuevo fragmento de saber reduce la facultad de admiración; y la Muerte acude finalmente a su cita para echarnos de un escenario en el que, si nos quedáramos más tiempo, ningún obsequio podría satisfacernos y ningún milagro sorprendernos.

The Eagle’s Nest, capítulo V, § 82



domingo, agosto 11, 2013

el mundo no se acaba / una reseña


Antonio Ortega ha tenido la gentileza de escribir sobre El mundo no se acaba (Vaso Roto, 2013) de Charles Simic en el último número de la revista Nayagua, de la Fundación José Hierro. El resultado es un pequeño ensayo lleno de sugerencias y claves de lectura, con esa capacidad tan suya para establecer filiaciones y correspondencias con otros mundos. Un lujo, vaya. Podéis leer las cinco páginas de la reseña pulsando en cada imagen para ampliarla. 







martes, noviembre 22, 2011

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Más de medio año después de su publicación, me siguen llegando ecos del paso de Perros en la playa por los ojos y la mente de algunos lectores. Ahora es el turno del escritor gallego Ricardo Martínez Conde, quien firma una breve pero enjundiosa nota crítica sobre el libro en la revista/blog El placer de la lectura. A estas alturas –supongo– será la última que salga, o casi. Bien está. Moitas grazas, Ri
cardo.

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El poeta Marcos Canteli (cuyo último libro, Es brizna, acaba de ver la luz en la editorial Pre-Textos) ha tenido la gentileza de pedirme colaboración para el último número de la Revista de escritura y poéticas 7de7. Le he enviado una secuencia (incompleta) de poemas muy breves titulada «Monósticos». Es un título algo pedante, lo sé, pero tiene su lógica. Además, se lo robé al poeta inglés Christopher Middleton, así que la culpa –y la autoridad– es toda
suya.

*

Anda por las librerías, o a punto de llegar a ellas, un volumen colectivo publicado por Vaso Roto Ediciones para conmemorar el ochenta aniversario de Antonio Gamoneda. Se titula Un árbol de otro mundo e incluye poemas de Eduardo Moga, Amalia Iglesias, Antonio Méndez Rubio, Chantal Maillard, Guad
alupe Grande, Ildefonso Rodríguez, Jesús Aguado, Olvido García Valdés, Hugo Mujica, Miguel Casado, Tomás Sánchez Santiago, José María Castrillón, Juan Carlos Mestre y un largo etcétera. Va también un poema mío, «Collage», un breve texto en prosa que es mi forma de recordar al autor de aquellas Lápidas leonesas («la ciudad fue fundada en la claridad del miedo») que tanto me conmocionaron cuando las leí por vez primera en la vieja edición de Trieste, allá por 1989. Os dejo con la portada del libro y el deseo de que encontréis mucha poesía, pero también afecto y admiración genuina, en sus páginas.


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miércoles, junio 23, 2010

la ciudad consciente


En un mundo ideal uno escribiría siempre lo que quiere, no lo que puede. Y haría los libros conforme a un plan y ese plan no cambiaría con el tiempo, sino que abriría espacios en ese mismo tiempo para imponer nuestro deseo. La realidad, al menos en mi caso, es muy distinta. Desde hace algún tiempo los libros se organizan a su gusto a partir del material que voy reuniendo casi sin darme cuenta: notas dispersas, poemas, ensayos y traducciones… Todo cobra forma por azar o al dictado de circunstancias que me rebasan, y el resultado final aparece sólo cuando quiere, o cuando me necesita para completarse. No es que los libros se hagan solos (su esfuerzo me ha supuesto escribirlos, después de todo), pero sí que llegan a su término por caminos o carriles que nunca habría supuesto.

El ejemplo más inmediato es La ciudad consciente, el libro que acaba de publicar Vaso Roto gracias a la generosidad de Jeannette L. Clariond y Martín López-Vega y que reúne mis trabajos sobre T. S. Eliot y W. H. Auden, dos poetas a los que he traducido a lo largo de más de diez años y que han terminado acompañando y condicionando muchas de mis reflexiones sobre poesía contemporánea. Sin darme cuenta, cada uno de los ensayos que componen el libro iba completando o respondiendo al anterior, de forma que el conjunto dibuja un territorio cuya coherencia, si la tiene (y espero por mi bien que la tenga), responde más a la evolución de su autor en el tiempo que a ningún plan preconcebido. Son tres ensayos sobre Eliot (uno global sobre su toda su obra, otro centrado en el poema «Marina», y otro más sobre los motivos recurrentes que animan su poesía inicial), dos sobre Auden, y una breve introducción que trata de explicar o de justificar el interés que estos dos poetas siguen teniendo para mí.

El libro se ha retrasado mucho y ve la luz en fechas comprometidas, cuando acaba de terminar la Feria del Libro y el verano oficial ya está en marcha. No sé muy bien qué puede ser de él en un país donde se publican más de setenta mil títulos anuales y en el que la crítica literaria tiene una presencia casi testimonial en las librerías y en el horizonte de los lectores de poesía. Presiento que está condenado de antemano a la marginalidad. Por eso, venciendo un poco mi resistencia a utilizar la bitácora como plataforma publicitaria, escribo estas líneas anunciando su publicación. Con independencia de las virtudes que pueda o no tener, me arriesgo a decir que es un libro escrito desde la paciencia y la pasión, un libro pensado y repensado a lo largo de muchos años y cuyos argumentos están en la base de casi todo lo que he escrito recientemente. En ese sentido, responde perfectamente a esa idea del propio Auden según la cual el trabajo crítico de un poeta es una forma sutil o sesgada de autobiografía, de debate consigo mismo.

Añado que siempre es una alegría publicar nuevo libro. Y que la alegría es mayor si se comparte. Lo hago ahora, no sin antes citar los versos de Auden (de «Monumento a la ciudad») que dan título al libro y que son, por cierto, un retrato paródico pero también comprensivo de la sensibilidad romántica. Creo que ellos os darán una idea de por dónde van los tiros de este libro:

Los yermos eran peligrosos, las aguas bravas, sus ropajes
Ridículos; no obstante, cambiando con frecuencia de Beatrices,
Durmiendo poco, no cejaron, plantaron la bandera del Verbo
En lugares sin ley […]

Las quimeras les flagelaron, se dejaron vencer por el spleen […]
Cercados por el hielo de la desesperanza en el Polo del Alma,
Murieron solos, inconclusos; pero ahora las prohibidas, las ocultas,
Las salvajes afueras se habían dado a conocer:
Fieles sin fe, murieron por la Ciudad Consciente.
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