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sábado, marzo 20, 2021

un cuestionario

 

Hace un año estábamos sumidos en el estupor de los primeros días de confinamiento, y este blog iba dando cuenta de algunos momentos de mi vida cotidiana, del hogar y sus misterios, que no quería ver esfumarse en el aire. Fueron las entradas que luego dieron en La vida en suspenso. Meses después, a punto de arrancar el verano, la directora de la revista Ínsula, Arantxa Gómez Sancho, tuvo la gentileza de invitarme con otros escritores españoles –Ada Salas, Francisco Ferrer Lerín, Ricardo Menéndez Salmón o Harkaitz Cano, entre otros– a responder a un breve cuestionario sobre «escritura y pandemia». Tres preguntas tan sólo. Pero suficientes, parece, para avanzar indicios o sospechas que el paso del tiempo no ha hecho sino apuntalar. El resultado se publicó en el número 886 de la revista, correspondiente al pasado mes de octubre.

 

 

¿Cómo ha sido tu experiencia de la pandemia? ¿Se ha reflejado en tu escritura durante estos meses de cuarentena?

Mi experiencia de la pandemia ha quedado reflejada de manera bastante directa en La vida en suspenso, el diario que ha publicado la editorial Fórcola y que fui compartiendo por entregas en la revista asturiana El Cuaderno Digital. Sucedió que a lo largo de los días que precedieron y siguieron inmediatamente a la declaración del estado de alarma (un viernes 13 que hizo honor a su mala fama supersticiosa) toda mi actividad como editor externo, profesor y conferenciante quedó paralizada o en suspenso. Todas las citas que tenía marcadas en mi agenda de marzo y abril –clases, presentaciones, lecturas de poesía– se fueron cancelando una a una y de pronto me vi desocupado, con una extensión insólita de tiempo libre ante mí. Una vez hechas las cuentas y resueltas las cuestiones de intendencia doméstica, me pareció que lo más razonable era dejarse llevar por la corriente –o doblarse cual junco de proverbio oriental– y asumir el parón con normalidad. Pero no pude evitar que en ese vacío dejado por la falta de cargas laborales brotara la escritura. Lo hizo sin estridencias, como respondiendo a la necesidad de sosegar y ordenar la mente. El carácter excepcional de lo que vivíamos me llevó de manera espontánea al diario, que es tal vez el género más flexible y mejor dotado para dar cuenta del día a día con una palabra que, siendo fiel a las circunstancias, permita mantener la tensión literaria y una cierta voluntad de estilo. No es solo que en el diario quepa todo, sino que en sus páginas es posible ensayar tonos muy diversos: reflexivo, narrativo, irónico, lírico, etc. Y así fueron pasando los días. Una expresión que utilicé a menudo en los mensajes a los amigos fue: paciencia y buen humor. Y esa actitud de ecuanimidad fue lo que traté de mantener en mi vida cotidiana y de trasladar a mi escritura. No siempre con éxito, por desgracia.

 

¿Cómo afectará lo que ha ocurrido a nuestra organización social y modos de convivencia? En tu opinión, ¿quién sale ganando y quién perdiendo?

Es pronto para decirlo, creo, y tampoco soy un sociólogo o un economista con datos fiables y actualizados. Ahora mismo todo son conjeturas, y en el momento de escribir estas líneas –mediados de junio– parece que la famosa «desescalada» se acelera por momentos. Como ciudadano de a pie con inclinaciones especulativas, me preocupan varias cosas: uno, que insistamos en seguir modelos económicos y productivos que ya antes de la pandemia generaban desigualdad social y eran catastróficos para el medio ambiente; dos, que aquí en España muchos sigan pensando que la solución pasa por volver a los pilares de nuestra economía desde el desarrollismo franquista, que son el turismo y el ladrillo (un caso en el que la falta de imaginación y de humildad cobra dimensiones casi criminales); tres, que hayamos resuelto el presente del fútbol y las terrazas de los bares antes que la vuelta a las aulas y el futuro inmediato de la educación y la cultura; y cuatro, así en general, que una parte sustancial de la población no haya aprovechado estos meses para poner en cuestión muchos de sus hábitos o preguntarse por la viabilidad de un sistema basado en el consumo febril, el despilfarro y el egoísmo hipócrita.

 

¿Cuál es el lugar de la literatura en estos días inciertos?

Creo que el lugar de la literatura, y de la creación en general, en estos tiempos será más o menos el que siempre ha sido. Se habla mucho de la función crítica de la palabra, y esto es así, pero se dice menos que esa función crítica pasa por un reforzamiento de sus facultades imaginativas. Dicho de otro modo: de la capacidad de la literatura para seguir concibiendo realidades alternativas, conjeturales, y mantener encendido el candil de la utopía. Decía Paul Celan en su «Discurso de Bremen» que «los poemas están en camino: se dirigen a algo. ¿Hacia qué? Hacia algún lugar abierto que invocar […], una realidad que invocar». La verdadera creación abre, no cierra; mantiene activo el principio de esperanza y canaliza activamente la energía reprimida del sueño. Y nosotros estamos obligados a preservar a toda costa esa dimensión utópica de la literatura.







jueves, marzo 04, 2021

la mano abierta

 


 

Los protagonistas de esta fotografía son dos grandes poetas mayores. Digo mayores y no ancianos, y digo bien. José Ángel Valente estaba a punto de cumplir 71 años y Antonio Gamoneda, a su izquierda en la imagen, 69, edades que ahora nos parecen una extensión de la madurez, pero que en su caso ratificaban una vocación decidida de postrimería, la certeza de encarnar o estar asistiendo a un final de época. Una vocación, además, que se veía subrayada por el acecho de la enfermedad y la muerte. Valente se muestra aquí muy delgado, consumido casi por el cáncer de estómago que acabó con su vida. Gamoneda, siempre vital y enérgico a pesar de sus achaques, le confesaba meses antes, sin embargo, que «mi tensión arterial está ingobernable y esto no es poca cosa para quien tiene las carótidas reducidas a la mitad». Por suerte, esas carótidas siguen sirviendo bien a su dueño, pero la imagen nos recuerda que los poetas suelen aflorar a la conciencia pública en el tramo final de su ejecutoria, con la suerte de la obra ya echada.

 

No conocemos al autor de la foto. Sí el lugar y la fecha en que fue tomada, durante un encuentro de poetas y pensadores («Nostalgia de la ciudad, poesía y filosofía en la sociedad tecnológica») que se celebró en el salón de actos del Círculo de Lectores en Madrid el 7 de abril del año 2000, según nos informa la periodista Amelia Castilla en su nota de El País. Han pasado poco más de veinte años, pero ni el Círculo de Lectores ni su salón de actos (aquel espacio diáfano y legendario de la calle O’Donnell que gobernaba con puño de seda la gran Lola Ferreira) existen ya. Tampoco uno de los protagonistas. La fecha importa: esta fue la última aparición pública de Valente en Madrid antes de su muerte, que le sobrevino poco después, el 18 de julio de ese mismo año.

 

En la imagen es él, Valente, quien tiene la palabra, rubricando con la mano izquierda el aparte confidencial. El terno, impecable, le da un aire de alto magistrado. Gamoneda lo escucha con gesto a la vez atento y abstraído, una mezcla difícil que se materializa en los ojos entornados y la nariz respingona. Destaca el contraste entre corbatas, que el poeta de León corrige con el toque pensativo, casi profesoral, de sus gafas colgantes. Al fondo, en un discreto segundo plano, asoma un juvenil José Luis Pardo, otro de los participantes del coloquio junto con Miguel Morey, Tomás Segovia o Andrés Sánchez Robayna. Quizá Antonio recuerde el asunto de esa charla final, pero no quiero preguntarle. Mejor quedarse con el silencio locuaz de la escena, esa mano izquierda de Valente que «presenta, muestra, invita», como hace la doncella en el poema que dedicó en 1994 al San Jorge y el dragón de Uccello. Como si llevara algo escrito en la palma –un fragmento, nada, dos palabras– que al fin puede compartir con su interlocutor.

 

Esa mano abierta es también un foco de luz que alumbra desde abajo el rostro de los poetas y los reúne ante nosotros, sus lectores, cuando ya estaba claro que no habría otro encuentro. «Siento el crepúsculo en mis manos», consignó por esos años Gamoneda en Arden las pérdidas. Mes y medio después de que les hicieran esta foto, el 25 de mayo del 2000, Valente escribía su último poema, que es también una suerte de brevísimo epitafio que cierra en alto una obra de admirable coherencia: «Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo».

 

[Publicado en la revista Ínsula, 889-890, enero-febrero 2021, págs. 45-46]

 

 




martes, febrero 04, 2014

fuga en dos tiempos


suceso

No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos en falta nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin espacio para el recuerdo.
Todo salía a nuestro paso,
ahora silencio y luego niebla.


«Suceso» es uno de esos raros poemas, al menos en mi caso, que tardaron en fluir y encontrar su forma definitiva. Suelo escribir de un tirón cuando la ocasión se presenta: unas pocas palabras que llegan sin permiso y convocan una escena, una atmósfera, algo como un zarcillo de ritmo que exige cuidados para crecer. Poema o problema: lo primero es resolverlo, sacar el gusanillo que nos come por dentro y hacer que perfore la tierra de la página. Lo demás puede esperar. Pero «Suceso» fue distinto. Escribí los seis primeros versos (hasta «…cuervos impasibles») en marzo de 2005, sugestionado quizá por la lectura de Mark Strand: esos poemas suyos en los que, influido por cierto Ashbery, todo pasa y nada queda, las causas se desatan de los efectos y la ligereza es otro modo de discreción. Supongo que tenía en mente los maizales inmensos de Iowa, los campos de colza que vi años después en Inglaterra, el verde y el amarillo luminosos del verano atlántico. Anoté los versos en mi cuaderno y traté de seguir el hilo, pero no había hilo; imposible dar con él, tal vez porque yo mismo iba entonces hacia otra vida y me esforzaba en comprender qué había ocurrido en la anterior. Como dice Kierkegaard, la vida sólo se entiende mirando hacia atrás pero debe vivirse mirando hacia delante, algo de lo que el poema, no por azar, parece haberse hecho eco en su versión definitiva.

Cuatro años después, en abril de 2009, viajé a Cracovia invitado por el Instituto Cervantes. Abel Murcia, su director, tuvo la buena idea de alojarme en Klezmer-Hois, un hotel del barrio judío que había sido, hasta la llegada de los nazis, una vieja mikve o casa de baños rituales. El olor a especias (clavo, canela) era omnipresente y parecía emanar de los paneles de madera oscura que recubrían pasillos y dormitorios. Desde mi cuarto, una estancia enorme y desatenta que temblaba con el paso de los tranvías, veía la calle Starowislna débilmente iluminada por farolas anaranjadas. Claroscuros de Mitteleuropa. Me parecía estar en el decorado de una película de la guerra fría.




De Cracovia retengo muchas cosas, pero uno de los recuerdos más intensos, por inesperados, es un largo viaje en coche hacia la frontera checa y la visión fascinada del campo centroeuropeo: llanuras onduladas y sembrados de cereal, pueblos recién salidos del invierno y campos de patatas, bosques de robles y tilos. La impresión era de vastedad, de desamparo: un inmenso fondo marino que las aguas de la historia habían hecho y deshecho a su antojo; una mano abierta que iba del Danubio a los Urales y cuyas líneas estaban sembradas de cuerpos, ceniza, huellas de tanques y botas.

Ya en Madrid, aquella visión me dio el hilo que no había renunciado a encontrar: «las llanuras de Europa son testigo». El poema creció sobre el surco abierto por el viaje y propuso una alegoría escueta que era también –ahora sí– un espejo donde verse: una historia de exiliados perpetuos que avanzan a tientas y se niegan a mirar atrás; el relato de una fuga constante que se complace en borrar sus huellas. Como en los poemas de Strand, aquí también la ingravidez debía ser una forma de la elegancia.



[Acaba de ver la luz un nuevo número (de enero) de la revista Ínsula dedicado a la poesía española contemporánea y coordinado por Ángel Luis Prieto de Paula y Luis Bagué Quílez. Es un número más bien centrado en la poesía joven, y mi presencia en el índice, como la de todos los que nacimos en los sesenta (Jesús Aguado, Antonio Méndez Rubio, Enrique Falcón, etc.), está un poco traída por los pelos. Quiero decir que algunos ya empezamos a peinar canas, literalmente. Pero se agradece, y mucho: por incluirnos, y por mantenernos en las filas de la alegre juventud.

Mi colaboración en este número consiste en un breve texto en el que se me pedía comentar uno de mis poemas: el motivo que lo originó, las circunstancias que rodearon su escritura, el proceso mismo de creación… Cuestiones que no siempre es fácil resumir en apenas tres o cuatros párrafos, y menos cuando lo biográfico, como es el caso de este poema, tiene tanto peso en la escritura. Lo cuelgo aquí por si alguien tiene curiosidad.]