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jueves, diciembre 20, 2012

de sueños que sueñan



El confort, 1995. Acrílico sobre lienzo, 200 x 200 cm.


Divertimento para el pintor Pelayo Ortega

Pelayo Ortega pintó su justamente famoso cuadro El confort en los primeros meses del año 1995. El cuadro –del que no abundan, por cierto, las reproducciones– tiene una historia que lo diferencia de otros pintados por aquel tiempo y que merece ser contada sin más demora, como epílogo a nuestro encuentro con él.

El cuadro nos devuelve como protagonista de su historia a un resucitado Fernando Pessoa: pero no el Pessoa que todos conocemos o creemos conocer, crepuscular y huraño, perdido entre los muelles y la garúa lenta del anochecer, embaulado para la posteridad, conversando en silencio con fantasmas que iluminan su regreso a casa. En este cuadro, el Pessoa de Ortega parece un maduro inglés aristocrático, un ocioso inglés retirado como los que Hergé hubiera imaginado para Tintín: sabio experto en ideogramas chinos, tal vez, o aventurero ocasional en las selvas birmanas. Un Pessoa libre al fin de fantasmas, seguro de sí mismo, que trueca su abrigo raído por la comodidad (el confort, dice Ortega, con afortunado anglicismo) de unas zapatillas verdes y un jersey de cuello alto: un jersey Jorge Chávez, como lo llaman en Perú, donde tuvo la suerte de acompañar a Tintín en una larga expedición andina que casi acaba con su vida.

Ahora, sin embargo, descansa: lee, fuma en pipa y, con la mano derecha, la que tiene libre, se entretiene acariciando a Reis, su gato birmano, regalo del cónsul inglés en uno de sus primeros viajes a la selva. Es de noche. La figura reposa serena pero firme: el cuello erguido, el libro en alto, el brazo izquierdo doblado en impecable ángulo recto, todo en su postura transmite el poder inmóvil de un cuerpo acostumbrado al rigor y la disciplina física. Detrás de Pessoa, una pequeña ventana circular se abre a la noche, fondo añil donde brilla una estrella solitaria. Única compañera o testigo visible del poeta aventurero, la presencia de esta estrella junto a la figura en perfil sugiere un emplazamiento en alto: un rascacielos, una torre, un observatorio. Esta impresión se ve reforzada por la presencia, en primer plano, de dos cortinas a modo de telón que enmarcan la escena: en otras palabras, dos cortinas encarnadas que rodean una aparente segunda ventana por la que Pelayo Ortega parece observar a Pessoa. ¿Lo observa, o mejor será decir, atendiendo a la atmósfera teatral del cuadro, que Pessoa se deja mirar con actuada y fingida inconsciencia? Difícil decidirlo. Saben bien sus amigos lo mucho que hubo de esperar Ortega para hacerse con esta imagen; saben cuántas veces, apostado en esquinas y soportales, buscó entre la lluvia neblinosa la figura incierta del poeta, cuántas veces creyó adivinarlo con su paraguas entre las sombras y cuántas pareció escaparse, desvanecerse en el paseo del puerto como un espectro marino devuelto a las olas. Pasaron los meses y, de repente, el poeta dejó de visitarnos, desapareció de nuestras vidas como si nunca hubiera estado entre nosotros. Tan sólo quedaron, a modo de consuelo, los cuadros que Ortega pintó en horas de vigilia y espionaje: cuadros que nos devolvían otra ciudad, otras calles, no las nuestras, ni siquiera aquellas otras, leídas y releídas, del poeta, sino las de Ortega mirándole, tratando de entenderlo, haciéndole hablar, sabiéndose igual, siendo aquel a quien seguía.





Pero una noche, sin previo aviso, Ortega soñó o volvió a soñar al poeta aventurero. Soñó un cuadro de De Chirico y un espacio desierto, salpicado de largas sombras y maniquíes y torres soñadas por De Chirico. Y en una torre, Pessoa, abandonado vigía en tierra de nadie. Recuerdo haber entrado en aquel sueño a la noche siguiente, invitado por Ortega, y recuerdo también, con la intensidad de lo apenas creíble, haber subido a una de esas torres para usurpar, siquiera un instante, el puesto de un maniquí. Allí había instalado Ortega su caballete y sus tubos de pintura; allí, contra la limpieza geométrica de una ventana pensada por De Chirico, había inclinado el pintor su telescopio; allí había pasado la noche pintando, espiando, adivinando. Y allí también pude ver yo a Pessoa, desasido y absorto al otro extremo de la lente, viva imagen de la soledad acompañada como se nos muestra ahora en el cuadro.

Tierra de mudos vigías que Ortega soñó soñada por De Chirico. Ociosos aristócratas ingleses que Ortega recibe de Hergé y convierte en lectores apasionados en tierra de nadie. Cuadro soñado por un sueño primero: el confort, dice Ortega. Allí sigue el poeta, sabiendo que ha llegado, con la satisfacción del deber cumplido. Allí lo imagino yo, ya entrada la noche, levantando los ojos del libro, buscando la ventana, sabiendo que a lo lejos, tras el cuadro, en otra torre que no conoce pero oscuramente adivina, alguien le mira y sonríe para sus adentros: alguien que no envidia ni compadece las razones de su exilio.



[Escribí este divertimento hace más de dieciséis años, en el verano de 1996, y lo incluí en mi segundo libro de poemas, Diálogo en la sombra, publicado un año más tarde. Lo rescato ahora después de pasarlo por el túnel de lavado y quitarle algunos lunares retóricos. No sé si continúa teniendo validez o hasta si se entiende, pues está escrito en una etapa, muy de aquella época, de entusiasmo por los juegos de espejos y los caprichos de la imaginación. Era una forma de homenajear al pintor Pelayo Ortega, cuya obra siempre me ha fascinado, y también de rendir tributo a algunos ídolos compartidos. Ahora lo leo como una muestra de ese humor coqueto y algo pagado de sí mismo de quien ha leído demasiados libros sin haberlos digerido bien, pero a fin de cuentas tenía veintiocho años y hay peajes que es inevitable pagar. Además, para qué negarlo, uno ha sido siempre de aprendizaje lento. En cualquier caso, tiene un aire crepuscular, íntimo y a la vez expresivo, que rima bastante bien con este tramo final del año.]

jueves, diciembre 16, 2010

caminos / melquiades álvarez

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Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar; son trenes a los que hay que subirse sin dudarlo. Eso es lo que pensé cuando el fundador y director de Ediciones Trea, Álvaro Díaz Huici, me invitó a escribir un texto de acompañamiento a la serie de cincuenta dibujos que el pintor y dibujante Melquiades Álvarez (Gijón, 1958) ha agrupado bajo el título de Caminos. Dibujos que se expondrán a partir del próximo domingo 19 de diciembre en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que aparecen de manera simultánea en un hermoso volumen editado con esmero y elegancia por Trea.

No siempre tiene uno la posibilidad de colaborar con grandes artistas, y Melquiades Álvarez lo es: un dibujante impecable, capaz de recoger y condensar una atmósfera con unos pocos trazos de lápiz. Lo digo en mi epílogo: Caminos es el trabajo de un solitario, de un paseante, que tan pronto es capaz, al modo oriental, de fijarse en detalles casi imperceptibles como de recoger la poesía de la provincia, de las afueras, o percibir la cualidad metafísica de ciertos paisajes tocados por la luz y el abandono. Pero este libro es mucho más que el trabajo de un artesano, por diestro y experimentado que sea; es el fruto de una disposición que sólo puedo calificar de espiritual. Grandes palabras, sin duda, pero justas y adecuadas en este caso. La mirada de Melquiades es la de un gran lector, aficionado también a pasear por los libros y subrayar aquellos pasajes que le sorprenden o en los que se reconoce. Estos fragmentos aparecen en Caminos acompañando los dibujos, formando como un relato paralelo que los ilumina y complementa. Y aparecen –esto es importante– escritos en su mano, convertidos ellos mismos en dibujos.

Recuerdo el primer encuentro que tuve con Melquiades, este pasado verano, en el sobrio y tranquilo jardín de su casa en las afueras de Gijón. Una larga tarde de charla en la que fuimos descubriendo afinidades y puntos de contacto, los lugares donde nuestras miradas parecían converger. Acabé yéndome con las últimas luces, ya bien entrado el anochecer, con la sensación de haberme reencontrado con un viejo amigo. Antes de marchar, Melquiades me enseñó con orgullo una zona de su jardín convertida en huerto. Lo bello y lo práctico, o lo utilitario (que era también bello), convivían sin fisuras ni discordias. Así, pensé, podría definirse también su lectura del mundo, su trabajo pictórico. Una forma también de crecer, de aprender, de dejar que el trato con el mundo nos complete y afine, nos haga más sabios.

Si queréis más información sobre Caminos, podéis pulsar sobre las imágenes de esta entrada o ir a la página de Trea,
aquí. Por cierto, que el poeta y crítico Juan Carlos Gea (responsable de la bitácora de arte Materia parva) ha publicado hoy una lúcida y pertinente reseña de esta obra en el suplemento cultural de La Nueva España..
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martes, diciembre 22, 2009

una pintura reflexiva

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Ha muerto el pintor y escritor Albert Ràfols-Casamada (1923-2009). Otro grande que se nos va casi sin hacer ruido, como corresponde a un artista discreto y tranquilo que se movió lejos de camarillas, fiado a la soledad, absorto en una búsqueda personal que, a fuerza de trabajo riguroso, de lucidez, logró hacerse transitiva y compartible. Fue un poeta muy notable y un estupendo diarista, capaz de reflexionar con talento y honestidad sobre su trabajo pictórico y sus lecturas de ciertos hitos de la tradición moderna; sus palabras sobre Cézanne o Klee, por poner ejemplos de artistas a los que debió no poco, son particularmente iluminadoras. Pero era también capaz de recoger con una prosa de gran sutileza la declinación de la luz a media tarde, el vuelo de unos vencejos al otro lado de las ventanas de su estudio, los flecos de humo que coronaban los tejados de su barrio, todo el atrezzo de una existencia tranquila que dependía de los pequeños detalles sin dejarse limitar o reducir por ellos, como en esa poesía oriental de la que tanto aprendió.

Hace siete años expuso una amplia muestra de su trabajo en el Museo Palacio de Revillagigedo de Gijón, una exposición organizada por Cajastur para cuyo catálogo escribí un texto que rescato ahora a modo de homenaje. Como tantos otros encargos, es un texto que escribí con prisas, luchando contra el plazo de entrega, después de semanas de vacilación y dudas; la ansiedad es mala consejera siempre. Leído ahora, creo que funciona bastante bien –valga la inmodestia– como lectura de su trabajo pictórico, que es como decir de su peculiar sensibilidad artística, atenta al ritmo interno de formas y colores en el lienzo. Así escribió también sus poemas, como espacios donde las palabras y los sintagmas y los versos mismos jugaban a bailar coreografías luminosas, llenas de vida, de las que lograba desterrar todo indicio de pesantez o aspereza.


Per la pau, 2003


Una pintura reflexiva: Albert Ràfols-Casamada

En su hermoso y muy recomendable libro de ensayos, Rastros kármicos (2002), el escritor neoyorquino Eliot Weinberger evoca un largo poema de exilio del primer autor identificable de la poesía china, Qu Yuan, al que se conoce por un compendio recopilado hacia el siglo II a. de C. El poema, titulado Li sao («Encuentro con la tristeza»), es descrito por Weinberger como «la quintaesencia del poema yin», puesto que «no sólo es rica su imaginería floral y acuática, sino que es además el primer poema que añade una ‘palabra vacía’ (una sílaba sin significado) en medio de sus largos versos». Weinberger aclara de inmediato que el empleo de estas palabras vacías se convirtió «en práctica común en buena parte de la poesía china», y añade que este recurso era una forma de introducir «el vacío en torno al cual se construye el poema y por el cual el poema respira: el vacío que define las relaciones entre las cosas, y entre éstas y el poeta».

Imagino que la explicación de Weinberger es un lugar común de la sinología, pero aún hoy su lectura me sigue sorprendiendo. La traigo a estas páginas porque me parece singularmente adecuada al carácter de ciertas obras últimas de Albert Ràfols-Casamada, a la combinatoria de elementos que determina su vigor y que el espectador percibe en cada caso como inevitable. En una tela expuesta hace dos años en la Galeria Joan Prats, «Doble espai clar», el espacio, como de cal vieja, aparece dividido en dos por una negra línea vertical. A la derecha, un velero apenas esbozado gracias a un trazo de rojo y el contorno gris de unas velas se enfrenta con su reflejo desvanecido: un poco de rojo y dos breves rayas oscuras que sugieren, tal vez, un cielo, o una meta, o (ya lo hemos dicho) el reverso ralo de la imagen primera. Algo semejante parece ocurrir en una obra contemporánea, «Aire d’estiu», aunque en este caso el bloque de azul que ocupa la zona inferior derecha despierta un reflejo desecado, un bloque de claridad arenosa en el que se proyectan sendas formas blanquecinas. En ambos casos (haciéndose eco de un procedimiento que se remonta como mínimo hasta «Díptic holandés», de 1989), la división de la tela en dos mitades denota una voluntad de simetría que es contradicha parcialmente por el desvanecimiento de ciertos elementos en su paso de uno a otro sector, gracias a un sutil juego de pesos y contrapesos que es uno de los placeres evidentes de esta pintura. Este desvanecimiento, que es otra forma de la reticencia, abre zonas de descanso, remansos de color que son el equivalente visual de las «palabras vacías» evocadas por Weinberger. El efecto de estos remansos se ve reforzado por la aparición de manchas y trazos blancos, como heridas indoloras donde el ojo descansa y la tela respira. Es un efecto bien perceptible en otras dos obras de gran atractivo, «Ritme dins del blau» y «Terra nua». En la primera, la banda blanca que preside el tercio superior del conjunto semeja un corte o incisión en la tela, corte del que mana luz y que tiene algo de lámpara o flexo bajo el cual líneas y manchas de color disponen su peculiar coreografía. En la segunda, el blanco se adivina en trazos más o menos intensos que aclaran el fondo terroso de la obra. Estas zonas de claridad actúan a modo de pulmones, «son el vacío que define las relaciones entre las cosas», aquello que las articula y permite su plena expresión. El escamoteo del color y de las formas en ciertos lugares es lo que hace posible, en otros, su revelación.


El pas del signes, 2000


Valga este primer asedio interpretativo para dejar claro que la pintura de Ràfols-Casamada exige como pocas nuestra participación activa, necesita convertirnos en parte integral de su presencia o su sentido. Como fruto que es de una sensibilidad moderna (y Ràfols-Casamada ha tenido muy presente en todo momento la reflexión de Motherwell según la cual «el contenido siempre ha d
e ser expresado en términos modernos», aunque en arte no puede hablarse, me parece, de contenidos en estado puro), esta pintura pone el énfasis en el cuadro no como resultado sino como proceso. Javier Marías decía no hace mucho que la escritura de una novela es un viaje por tierras desconocidas, de las que no hay constancia en ningún mapa, y que la única ayuda del escritor es una brújula hecha por igual de intenciones e intuiciones: se sabe en qué dirección hay que viajar, pero no qué accidentes y obstáculos puede haber en el camino. El acto creador, para cumplirse, ha de apoyarse en una cierta ignorancia de su destino; es una ignorancia activa, desde luego, que se alimenta del deseo (un deseo que la obra final apenas satisface) y el afán de búsqueda. Pero la meta no está clara, hay un cúmulo de problemas técnicos cuya resolución nos impide verla con nitidez, sabemos o creemos saber a grandes rasgos su apariencia sin advertir que cambia a cada paso. Dicho de otro modo, que la obra resultante no es el producto de un viaje sino el viaje mismo, pues lleva impresas las huellas que han conducido hasta ella. O mucho me equivoco o esta concepción de la obra como un palimpsesto que acoge el itinerario creativo de su autor tiene una importancia radical para Ràfols-Casamada. Las páginas de su diario (parcialmente publicadas en castellano con el hermoso título de Huésped del día) ofrecen abundantes pruebas de ello, por no mencionar el modo en que sus telas, desde el ya mencionado «Díptic holandés», se conciben como tablillas donde se inscribe, una y otra vez, el camino emprendido por el ansia exploratoria de su autor. Lo ha explicado él mismo en una entrevista con el poeta Alfonso Alegre: «La experiencia que constituye su realización, la lucha de la ejecución material, la intensidad de esa lucha, se integra –en permanente tensión latente– en la obra, como resultado, como parte esencial de ella».

En una anotación fechada en diciembre de 1975, Ràfols-Casamada invoca un sugerente aforismo de Cézanne: «Pintar es pensar con los ojos». El uso del infinitivo pone definitivamente el acento en la acción pero el verbo (pensar) nos remite a una concepción reflexiva, lúcida, del arte. El pintor postulado por Cézanne y evocado por Ràfols-Casamada tiene que ver con el ensayista o pensador en su desprecio por el mundo seco y descarnado de las conclusiones. Amante del matiz y el detalle, no acepta reducir el objeto de su reflexión a un esquema bidimensional que expulsa de su seno al tiempo. Lo que quiere, precisamente, en virtud de ese «hacer» manual que apela lo mismo al intelecto que a la mirada, es integrar el tiempo en el espacio de la obra. Es un tiempo que se proyecta hacia atrás, hasta el momento original de la creación, pero también hacia delante, a fin de confundirse con el tiempo del espectador. En este sentido, toda obra está por hacer en la medida en que necesita del espectador (de su tiempo, de lo que guarda ese tiempo) para concluirse. Esto es singularmente cierto en el caso de una pintura que, como la de Ràfols-Casamada, se plantea como el equivalente del ensayo literario, con sus meandros y apartes casi gratuitos, sus cambios rítmicos y tonales, sus transiciones y soluciones de continuidad. Contemplando sus obras más recientes, se hace evidente que estamos ante un artista a quien ha interesado, desde siempre, explorar la interrelación entre los diversos elementos pictóricos a fin de crear espacios autónomos, plenos de vida propia. Ràfols-Casamada lo explica mejor y más claramente en un pasaje de su diario: «Crear una imagen, en el sentido más amplio tal vez. Transformar una superficie neutra –papel, tela– en una cosa personalizada; una cosa que guste, o emocione, o impresione, o sorprenda; que sea única (insólita) y que valga por sí misma, pero que al mismo tiempo se relacione con la personalidad de quien la ha hecho y con otras obras suyas. Esa imagen será una imagen del mundo del pintor. Es necesario que lo refleje lo mejor posible para que tenga substancia». Fijémonos en que lo importante aquí es el acto de «crear una imagen», una imagen por lo demás «única» en la medida en que ello denota su autonomía. La voluntad mimética se reduce a establecer una correspondencia entre dicha imagen y el «mundo del pintor»: es, por tanto, una imagen de la memoria y la imaginación, el fruto de una alquimia impredecible donde el tiempo juega con la luz de los sentidos.


Blau intens y objectes, 1992


Ràfols-Casamada se mueve desde hace años en la linde misma entre figuración y abstracción, y ha reducido la presencia del mundo objetual a un conjunto variable (pero nunca caprichoso) de formas y contornos sutilmente esbozados. Algunos de los títulos, como los ya mencionados «Aire d’estiu» y «Terra nua», no esconden su deuda con los ritmos y superficies del mundo natural, pero esto no es ni mucho menos la norma. Igual de frecuentes son otros títulos que denotan la fascinación del pintor por los elementos y materiales que maneja: «Accent groc» o «Ritme dins del blau» son ejemplos paradigmáticos en la medida en que rubrican la existencia, en el interior de la tela, de un juego de tensiones, equilibrios y énfasis que se convierte en su razón de ser. El artista convertido en director de escena o incluso en coreógrafo, pues no en vano sus materiales tienen vida para él, le obedecen o desafían según las circunstancias, fuerzan decisiones inesperadas o de compromiso. Así, en su charla con Alfonso Alegre puede afirmar no sólo que «me interesa hacer una pintura que sea sólo pintura, cuyo tema fundamental sea por tanto ella misma», sino que «en mi manera de trabajar hay un diálogo muy directo con la materia pictórica, sin referencias directas a la realidad ni presupuestos que te aten a una idea preconcebida». Con estas palabras, Ràfols-Casamada se declara liberado de todo compromiso con ese concepto resbaladizo de «lo real» que algunos esgrimen todavía como baremo y término de comparación. Es una postura a la que ha sido fiel desde el inicio de su trayectoria artística, pero que la edad ha envuelto en los dones complementarios de la gracia y el juego, como si el trayecto de la experiencia fuera precisamente un regreso al espíritu lúdico de la infancia. Es la gracia y el juego de quien sabe borrar las huellas de su esfuerzo y entregarse a un diálogo desenvuelto con sus propios materiales. Ràfols-Casamada sabe perfectamente, como lo saben los niños, que el juego es una cosa muy seria y que no hay diversión sin reglas. Esas reglas se llaman, en su caso, desafíos («en el origen de la creación de la obra está también la necesidad de plantearte nuevos problemas») y uno puede ver su trayectoria como una cadena de retos a los que trata de dar una respuesta lo más coherente posible. El juego cambia pero no la actitud. La pintura de Ràfols-Casamada es un sostenido ejercicio de fe en el placer y las virtudes de la creación, fuera de todo impulso servil o utilitario. Sé bien que el idealismo que encierra o encarna esta postura no es muy popular y que despierta más suspicacias que adhesiones (como sigue despertando suspicacia entre muchos de nuestros literatos aquel aforismo de Wallace Stevens según el cual «la poesía es el asunto del poema»), pero no cabe dudar de su fuerza y validez. Alguien tan poco sospechoso de elitismo o conservadurismo como Susan Sontag ha escrito hace muy poco que «la sabiduría que llega a alcanzarse a través de una relación profunda, establecida a lo largo de la vida, con lo estético no puede ser reproducida, me atrevo a decir, por ningún otro modo de autenticidad».

Así volvemos, en cierto modo, al punto de partida de este ensayo: esa mezcla medida de presencias y ausencias, de pasividad y actividad, de encarnación y vacío que caracteriza la obra de Ràfols-Casamada y que la permite respirar, envolvernos en su aliento. No a otra cosa nos referimos cuando hablamos de la «atmósfera» de un cuadro. Mirar es dejarse atrapar por lo mirado, vivir en su aire. En este caso, es evidente que estamos ante una obra que ha alcanzado la difícil belleza de la naturalidad, que respira sin esfuerzo ni violencia: el aire de estos cuadros nos subyuga por su limpieza. Entre «Díptic holandés» y «Doble espai clar» asistimos a un lento pero irrefrenable proceso de adelgazamiento y depuración que celebra una y otra vez el poder inagotable de la imagen. El espacio fundado juega así, en forma simultánea, a fijar lo que huye y velar lo que se presenta, haciendo que la tela se convierta en un telar de huellas, de formas presentidas o despedidas, de guías y sugerencias que piden la participación (la reconstrucción) de la mente y la mirada. Por eso ha dicho el propio Ràfols-Casamada que lo importante a la hora de formar el espacio del cuadro es «el color, el color y la textura. Cierta atmósfera creada a través del color. Los contrastes entre lo que podríamos llamar líneas fluctuantes y contrastes definidos; a veces los contrastes son más nítidos y otras más esfumados, esto es una forma en cierto modo de crear proximidad y lejanía, y por lo tanto crear así una sensación de espacio distinta… de espacio-color».


Jardí de nit, 2003


Llegados aquí, no hace falta aclarar que el sentido de esta obra depende en gran medida de la complicidad y la voluntad de comprensión del observador. Un observador que es también un participante, para quien el cuadro es una partitura de estímulos visuales que requiere toda su atención. El cuadro como desafío y a la vez, según dijimos antes, como plano que espera la tercera dimensión de nuestro tiempo. Por ahí entiendo la reflexión de Ràfols-Casamada sobre que «el sentido es más amplio que el significado. El significado requiere la palabra, al sentido no le hace falta». Entendiendo por palabra todo aquello que pertenece al lenguaje visual del pintor, yo precisaría esta afirmación diciendo que el sentido, más que despreciar o ignorar la palabra, se apoya en ella para rebasarla. El sentido es lo que está más allá de la palabra pues necesita de la lectura para cumplirse. El significado está en el diccionario, el sentido en el lector. Cerremos, pues, nuestros diccionarios visuales y entremos sin rodeos en estos cuadros, a fin de dialogar con ellos y suscitar una presencia que nos redima de todas nuestras ausencias.

(2003, 2004)