Tanto o más importante que el libro, en
ocasiones, es la expectativa que despierta su lectura, la atmósfera que va
creando conforme lo leemos. Esa expectativa nace en el acto mismo de hojearlo
en la librería y abrir sus tapas. Vamos con él por la calle como quien lleva
una delicatesen, una sorpresa suculenta que luego compartiremos en casa. Así
que hay ese elemento de gula, de apetencia pura, pero también algo más: una
apertura de posibilidades, un presagio feliz, la idea o mejor la ilusión –y
cómo nos revolvemos si el libro defrauda esa ilusión– de que en esas páginas
hay una clave, una voz, algo, que nos permitirá sentirnos menos solos… o
menos desorientados. Esto sólo pasa con muy pocos libros, claro; o pasa muy de
vez en cuando. Es una cuestión de química, de simpatía animal.
El juego de las afinidades es misterioso y a
veces paradójico –suele ocurrir que apreciamos autores que se ignoran o se
detestan mutuamente–, pero también es cierto que todos tenemos nuestros
libros, nuestros autores, esos nombres propios que buscan o llaman a
otros nuevos hasta formar constelaciones. Y que son esas constelaciones, esos
dibujos astrales, los que nos orientan a la hora de optar por un camino u otro.
Dicho de otro modo: son los libros los que nos eligen, los que deciden por
nosotros y nos lanzan su reclamo desde la mesa de novedades o la página de un
suplemento cultural. Y ello explica, por ejemplo, por qué, sin saber nada o
casi nada de Dorothea Tanning, la pintora y poeta norteamericana, cedí sin
pensarlo al impulso de comprar sus memorias, Between Lives. Bastó un
leve vistazo, el examen curioso de algunas páginas –la sintaxis, el tono de
voz, pero también la tipografía, la extensión de algunos párrafos–, para
hacerme con el libro. De ahí pasé a sus poemas, a sus cuadros, y me sumergí
durante semanas en el mundo artístico de la Francia de posguerra. Es un
ejemplo. Me pasa igual con los libros de notas de Julien Gracq –que, a veces, lo
diré, han podido irritarme por su evidente altivez o sus lítotes endemoniadas,
pero que siempre contienen alguna perla, destellos inconstantes de su
inteligencia.
Con todo, quizá lo mejor de la lectura es cuando
el libro se apodera del día y las obligaciones cotidianas, digamos, quedan
supeditadas a su atmósfera, el ritmo de sus frases o el parloteo de sus
personajes. Todo –lo de dentro y lo de fuera, el verso suelto del pensamiento y
la prosa de la rutina exterior– sucede en el espacio abierto por el libro. Es
algo que hemos aprendido a evitar, hasta cierto punto, porque el grado de
interferencia es tan alto que choca frontalmente con la exigencia de
productividad del mundo. Así que la consignamos a los días de vacaciones o a
los puentes festivos, como si fuera un adorno para ocasiones especiales. Algo
inevitable, supongo, porque la mayor parte de la gente trabaja fuera de casa y
no tiene tiempo para estas «delicadezas»; y porque ya muy pocos leen en el metro
o en el autobús, por ejemplo, o pueden abstraerse y tomar distancia de su
trabajo –que los agota y los aliena– en las páginas de un libro. Pero yo tengo
la suerte –que no siempre es afortunada– de trabajar en casa, y más de una vez
ha sucedido que, arrastrado por un libro, me descubro sentado en un sofá a
media tarde, vagamente culpable, leyendo y subrayando y anotando frases en un
cuaderno. Y esas lecturas son más intensas –también en el recuerdo– que ninguna
otra. Son una supervivencia de los maratones lectores de nuestra juventud, de
ese dominio tiránico que los libros ejercían sobre nosotros. Las recordamos muy
bien, hasta con afecto, porque por un momento la vida se volvió otra cosa, una
extensión maleable que se doblaba o curvaba al contacto de la imaginación
ajena.
He escrito antes «vagamente culpable». Una
tontería, o una muestra de debilidad por mi parte, como si tuviera que hacerme
perdonar el haber protegido ese tiempo de lectura –ese espacio vital– de
la agresión exterior. Pero esa es la escala de valores que va apoderándose del
mundo y que, como se descuide uno, termina infiltrándose en la conciencia. El
tiempo lineal de la eficacia, del trabajo productivo, no soporta ese otro
tiempo curvado por la fuerza de gravedad del libro. No lo quiere incordiando
por ahí, zumbando a su alrededor como las moscas «familiares» del poema de
Machado.
Leer a sorbos, a trompicones, leer en los
ratos libres, es algo que a nadie puede bastarle y que tarde o temprano
terminamos pagando. El espíritu –a falta de una palabra mejor– necesita esas
inmersiones periódicas, esas borracheras de tinta de las que salimos perplejos,
mareados, como quien ve la luz del día después de pasar tiempo en una
habitación a oscuras. O como quien salta a tierra después de navegar durante
horas. El vaivén del agua en la sangre. El rumor de las palabras, como insectos
en torno a un farol encendido. Y todo, en esa atmósfera abierta por el libro,
se distorsiona ligeramente para cobrar su apariencia más veraz, más persuasiva.