lunes, diciembre 30, 2019

cuenta atrás





Los veo en la cancha, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la hora y la oscuridad creciente. Los veo y no los veo, medio escondidos por los árboles que envuelven el rectángulo vallado, las canastas, las dos farolas que vierten su luz tibia sobre el pavimento. Hasta que se abre un claro y el ruido del balón me llega nítido, inmediato, y los gritos que avisan y se buscan y se dan órdenes… Que celebran, también. Es un sábado de finales de año, un sábado de libertad, sin horarios, y la noche no va a sacarlos de quicio. No importa si son amigos o si el azar los ha reunido aquí para jugar un partido improvisado. Desde fuera es difícil saberlo. Pero yo sé que fui uno de ellos hace tiempo, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la noche, o quizá fuera mejor decir contra la noche, como si la oscuridad fuera el relevo natural de los padres aguafiestas, de esa espera irritable que nos ataba en corto con solo mirarnos.

Esas tardes infinitas. Esos partidos que se prolongan sin que ninguna de las partes se atreva a ponerles fin. Ese temor de que cada jugada sea la última. Afinábamos los pases, los intentos de lanzamiento, los bloqueos, y todo para desmentir la falta de luz. Negar la evidencia podía ser un arte. Y la ilusión del virtuosismo –agacharse para estudiar la jugada, buscar o esperar el desmarque, dar el pase con la mano cambiada–, nuestra forma de apurar cada minuto. La cuestión era forzar prórrogas, dilatar el tiempo hasta lo inverosímil, hasta que solo quedara irse. Y no pensarlo. Como ahora.

martes, diciembre 24, 2019

feliz navidad



Komura Settai (Japón, 1887-1940), Nevada matinal, 1924


Amanece con nieve: nieve reciente, muy fina, como pelusa o polvos de talco. Ya ayer, al regresar de buena tarde a casa, el azul cobalto de un cielo sin estrellas competía con el aura anaranjada de las farolas precaria y prematuramente encendidas. Era un indicio de nieve, o la nieve misma, suspendida sin cuerpo en el aire, lluvia invisible que solo la luz revela. Ahora descorro las cortinas y la blancura me duele en los ojos. Despierto con este resplandor acerado de un sol lejano, nítido como una hoja de afeitar, y luego, en silencio, con miedo a despertarla, desciendo a la cocina. En el jardín, la tierra húmeda asoma tímidamente entre lo blanco, y también los mínimos brotes que en este final de febrero se atreven a desafiar los últimos bandazos del invierno. No aguantará la nieve: tal vez en el jardín nos espere algún rastro esta noche, pero será la excepción. No hubo viento. Nada nos inquietó mientras dormíamos. Puedo imaginar ahora el rumor inapreciable de la nieve al caer sobre el asfalto como una música de fondo en nuestros sueños. No soñé con nieve, pero todo lo soñado se asienta en ella. Luego, cuando salga a la calle, será ese territorio el que pise, seré yo quien entre como una prolongación furtiva en mi sueño; y quien tome residencia con la primera palabra pensada o escrita sobre la nieve.

«Preámbulos del poema», 1997


Felices fiestas a todos, con mis mejores deseos.

viernes, diciembre 20, 2019

caravana





Días en los que uno llega a este cuaderno tan desasistido, tan ayuno de imanes y expectativas, que hasta agradecería la presencia fisgona de algún jubilado detrás de la valla, comentando la jugada.



Para un epitafio posible: Todo en ti / fue contradicción.



A fuerza de tomar un desvío tras otro, fue encontrando su camino.



La cabeza en la piedra, los pies en el umbral.



Soy tan capaz de rabia, odio, desdén, violencia verbal, raptos de capricho o egoísmo arbitrario como el más pintado. Que nadie parezca encontrar huella de estas emociones en mi escritura, o apenas, no significa que hayan quedado fuera. Están en la banda, en la grada, leyendo con atención y dando instrucciones. Vigilando el acceso.

lunes, diciembre 16, 2019

anáfora / 2





Me llegan algunos comentarios de amigos sobre la entrevista que me hizo el poeta Carlos Iglesias Díaz para la revista Anáfora (Carlos, por cierto, acaba de obtener el Premio de la Crítica que concede la asociación de escritores asturianos; toda una alegría para él y sus lectores). Entre las parejas de pregunta-respuesta que han quedado fuera de la versión final o editada, quisiera rescatar estas dos, que parten de Seamus Heaney y Geoffrey Hill para hablar un poco de escritura, en general, y de la mía en particular. Y son palabras que, en última instancia, se ajustan como un guante a muchas entradas de esta bitácora.


Al abordar el estudio conjunto y comparativo de los poemas en prosa de Seamus Heaney y Geoffrey Hill, opones la transparencia y el afán de verosimilitud propios del género frente a la retórica más artificiosa del poema en sí mismo. Por otro lado, tú eres un asiduo cultivador del poema en prosa, bien en diarios –La vibración del hielo (2008)– como en libros misceláneos –Perros en la playa (2011)–. ¿Qué te atrae del poema en prosa, en tu doble vertiente de lector y autor, y qué retos específicos te plantea a la hora de traducirlo?

Tengo la impresión de que el poema en prosa es una de las formas que toma la pelea constante de la modernidad entre el verso (más rítmico, más artificioso, más sutil y contrapuntístico) y la prosa. Dice Charles Simic que «El poema en prosa es una bestia mítica como la esfinge. Un monstruo hecho de prosa y poesía», pero no estoy muy de acuerdo. El problema reside en esa equivalencia falsa entre «verso» y «poesía». Lo contrario de la prosa es el verso, no la poesía, que puede aparecer donde quiera. Faltaría más. Yo creo que este tipo de debates formales deberían estar superados a estas alturas: poema en prosa, verso libre, serialidad, fragmentación, etcétera. Otra cosa es que se quieran superar en falso, sin tener una idea clara de lo que es o lo que supone la forma poética. Pero esa es otra cuestión.

Yo creo que todos, como poetas, hemos envidiado esa espaciosidad de la prosa, ese don para meter mundo y decirlo sin afectación, sin artificio aparente. Por cada gran poema que hemos leído podríamos invocar un pasaje en prosa igualmente memorable que persiste en la memoria como un talismán. Quizá no lo recordemos palabra por palabra, pero sabemos que está ahí, que existe, y podemos volver a él.

Sé que otros lectores pueden no estar de acuerdo, pero yo siento que Perros en la playa es un libro esencialmente de poesía. De hecho, es la poesía que quise hacer después de la decepción que me produjo, casi al momento de publicarse, Gran angular. Siento que hay menos poesía ahí que en Perros…, que es un cuaderno de notas, de reflexiones y mini ensayos, de aforismos… No veo cesura ni distancia entre esos dos modos de escritura. Hay una continuidad.


Siguiendo en la estela de Heaney y, en concreto, de su célebre poema «Digging» (Cavando), ¿crees que la tarea del traductor consiste justamente en cavar y horadar el lenguaje en busca de nuevos matices de los que antes carecía?

Yo creo que la imagen del «cavar» ha sido muy importante para mí como descripción del proceso de escritura. La idea de que uno empieza escarbando, apartando maleza y piedrecillas hasta que tropieza con algo. Algo de lo que tirar. Y la escritura entonces se parece a coger una pala y profundizar en los alrededores de ese algo, hasta que lo tienes delante de los ojos en forma de poema. Otra imagen posible es la del ovillo: uno encuentra un cabo suelto y tira de él hasta desplegarlo. Me gustó mucho el modo en que lo describió Martín López-Vega al reseñar Nada se pierde. Decía que los poemas, «que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn». Martín entendió, me parece, la naturaleza obsesiva y hasta machacona de esa búsqueda. Pero la imagen del «cavar» también me atrae porque supone un esfuerzo físico, una cosa de porfía y de empeño. Bueno, todo eso está en un poema temprano como «Laurel», bastante explícito al respecto. En general, toda poética que incluya una visita a la tierra, a la oscuridad o al lado de sombra del mundo, tiene mi asentimiento.

jueves, diciembre 12, 2019

preludio


And then the lighting of the lamps… Ese momento, en la tarde de mediados de diciembre, en que vemos encenderse las farolas de la calle. Previsible, tal vez, pero inesperado. Los ojos se han ido habituando a la penumbra y al amarillo seco y sin vida de las hojas, y todo es del color indistinto del cielo, de las fachadas, de la piedra mordida por el frío. (Parece que esta noche lloverá). Vamos hablando de cualquier cosa y de pronto, ante nosotros, se enciende una farola, un parpadeo, luego la calle entera hasta donde llega la vista. La sorpresa. Luego el alivio tranquilo de la iluminación, como si nada. Y la noche va llegando, imantada por las luces como una polilla. Y lo que no esperábamos ilumina lo que nos espera, el camino que falta. Todavía es pronto para volver.

lunes, diciembre 09, 2019

familiares desconocidas


Vuelvo a leer en clase, en el taller del Kafka, ese viejo y certero lema de Valente: «Sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las palabras» (Cómo se pinta un dragón). Una confesión de parentesco, desde luego, pero también una insinuación erótica, sin duda anterior o condicionada a esa idea suya de la escritura como «gestación». Sin embargo, como sucede también con las personas con las que compartimos la vida, hay días en que las palabras se nos vuelven extrañas, súbitas desconocidas, las vemos y es como si su rostro hubiera cambiado, nos descoloca, hay alguien ahí que asoma (¿algún ancestro?) y no sabemos quién es. Y puede ocurrir incluso que las palabras se nos hagan odiosas, como en esas broncas familiares en las que sale un rencor antiguo, el veneno fermentado durante años. La cercanía tiene esas contrariedades, ese viaje del amor al despecho que hacemos cada vez que la razón o el origen de nuestra fuerza nos quita la cara –y nos debilita. Uno puede enredarse en sus propias raíces, está claro. Pero es mejor sacar un pie tras otro y contorsionarse si es necesario que esgrimir un hacha falsamente liberadora. Las palabras se nos pueden volver remotas, hasta ilegibles a veces, pero no son el enemigo.

jueves, diciembre 05, 2019

cuenta atrás





Llevaba medio año ausente (alguna vez lo eché de menos), pero el chino que hace ejercicio caminando hacia atrás ha reaparecido. Así es la cosa: da vueltas en torno al parque en modo retroceso, moviéndose con paso firme y volteando la cabeza cada poco para evitar tropiezos y despistes. Podría hacer una consulta para conocer el motivo –si es una práctica venerable o está recomendado para prevenir algún mal específico–, pero me quedo con la imagen de este hombre más bien bajo, escueto y reconcentrado, que circunvala el damero de parterres y jardines avanzando de espaldas, como si quisiera regresar infinitamente a la noche de donde proviene –sin lograrlo. Una forma de penitencia. La sospecha, quizá, de que este caminar inverso ayuda a expiar (¿a corregir?) los errores de la víspera. El reloj en hora. Borrón y cuenta nueva.

(Una semana después me lo encuentro acompañado de su mujer, que imita su caminar hacia atrás, pero sin la firmeza ni la gracia del hombre. Tiene el pelo alborotado por las rachas de viento y lleva de la mano a su hijo, que intenta zafarse cada poco para no perder el equilibrio. El día, ciertamente, no ayuda. Pero ellos insisten y me los cruzo diez minutos después, más acompasados. Una práctica familiar).

lunes, diciembre 02, 2019

apetito



Tanto o más importante que el libro, en ocasiones, es la expectativa que despierta su lectura, la atmósfera que va creando conforme lo leemos. Esa expectativa nace en el acto mismo de hojearlo en la librería y abrir sus tapas. Vamos con él por la calle como quien lleva una delicatesen, una sorpresa suculenta que luego compartiremos en casa. Así que hay ese elemento de gula, de apetencia pura, pero también algo más: una apertura de posibilidades, un presagio feliz, la idea o mejor la ilusión –y cómo nos revolvemos si el libro defrauda esa ilusión– de que en esas páginas hay una clave, una voz, algo, que nos permitirá sentirnos menos solos… o menos desorientados. Esto sólo pasa con muy pocos libros, claro; o pasa muy de vez en cuando. Es una cuestión de química, de simpatía animal.

El juego de las afinidades es misterioso y a veces paradójico –suele ocurrir que apreciamos autores que se ignoran o se detestan mutuamente–, pero también es cierto que todos tenemos nuestros libros, nuestros autores, esos nombres propios que buscan o llaman a otros nuevos hasta formar constelaciones. Y que son esas constelaciones, esos dibujos astrales, los que nos orientan a la hora de optar por un camino u otro. Dicho de otro modo: son los libros los que nos eligen, los que deciden por nosotros y nos lanzan su reclamo desde la mesa de novedades o la página de un suplemento cultural. Y ello explica, por ejemplo, por qué, sin saber nada o casi nada de Dorothea Tanning, la pintora y poeta norteamericana, cedí sin pensarlo al impulso de comprar sus memorias, Between Lives. Bastó un leve vistazo, el examen curioso de algunas páginas –la sintaxis, el tono de voz, pero también la tipografía, la extensión de algunos párrafos–, para hacerme con el libro. De ahí pasé a sus poemas, a sus cuadros, y me sumergí durante semanas en el mundo artístico de la Francia de posguerra. Es un ejemplo. Me pasa igual con los libros de notas de Julien Gracq –que, a veces, lo diré, han podido irritarme por su evidente altivez o sus lítotes endemoniadas, pero que siempre contienen alguna perla, destellos inconstantes de su inteligencia.

Con todo, quizá lo mejor de la lectura es cuando el libro se apodera del día y las obligaciones cotidianas, digamos, quedan supeditadas a su atmósfera, el ritmo de sus frases o el parloteo de sus personajes. Todo –lo de dentro y lo de fuera, el verso suelto del pensamiento y la prosa de la rutina exterior– sucede en el espacio abierto por el libro. Es algo que hemos aprendido a evitar, hasta cierto punto, porque el grado de interferencia es tan alto que choca frontalmente con la exigencia de productividad del mundo. Así que la consignamos a los días de vacaciones o a los puentes festivos, como si fuera un adorno para ocasiones especiales. Algo inevitable, supongo, porque la mayor parte de la gente trabaja fuera de casa y no tiene tiempo para estas «delicadezas»; y porque ya muy pocos leen en el metro o en el autobús, por ejemplo, o pueden abstraerse y tomar distancia de su trabajo –que los agota y los aliena– en las páginas de un libro. Pero yo tengo la suerte –que no siempre es afortunada– de trabajar en casa, y más de una vez ha sucedido que, arrastrado por un libro, me descubro sentado en un sofá a media tarde, vagamente culpable, leyendo y subrayando y anotando frases en un cuaderno. Y esas lecturas son más intensas –también en el recuerdo– que ninguna otra. Son una supervivencia de los maratones lectores de nuestra juventud, de ese dominio tiránico que los libros ejercían sobre nosotros. Las recordamos muy bien, hasta con afecto, porque por un momento la vida se volvió otra cosa, una extensión maleable que se doblaba o curvaba al contacto de la imaginación ajena.

He escrito antes «vagamente culpable». Una tontería, o una muestra de debilidad por mi parte, como si tuviera que hacerme perdonar el haber protegido ese tiempo de lectura –ese espacio vital– de la agresión exterior. Pero esa es la escala de valores que va apoderándose del mundo y que, como se descuide uno, termina infiltrándose en la conciencia. El tiempo lineal de la eficacia, del trabajo productivo, no soporta ese otro tiempo curvado por la fuerza de gravedad del libro. No lo quiere incordiando por ahí, zumbando a su alrededor como las moscas «familiares» del poema de Machado.

Leer a sorbos, a trompicones, leer en los ratos libres, es algo que a nadie puede bastarle y que tarde o temprano terminamos pagando. El espíritu –a falta de una palabra mejor– necesita esas inmersiones periódicas, esas borracheras de tinta de las que salimos perplejos, mareados, como quien ve la luz del día después de pasar tiempo en una habitación a oscuras. O como quien salta a tierra después de navegar durante horas. El vaivén del agua en la sangre. El rumor de las palabras, como insectos en torno a un farol encendido. Y todo, en esa atmósfera abierta por el libro, se distorsiona ligeramente para cobrar su apariencia más veraz, más persuasiva.