Revisando un poco las reacciones
que todavía hoy suscita Juan Ramón Jiménez, resulta ilustrativo –cuando no deprimente–
hasta qué punto la obra sigue pesando menos que la persona, la figura pública.
Y cuando digo persona quiero decir el relato de sus manías y neurosis, su
egotismo legendario, esa presunta incapacidad para admitir que sus discípulos pudieran
crecer o desarrollarse lejos de una sombra que siempre iba a ser excesiva. Se
le valora no tanto por lo que dio, que es incalculable, como por aquello que, al
parecer –y siempre según los cuentos que algunos de esos alumnos se encargaron cuidadosamente
de difundir–, fue incapaz de recibir, guiado por una mezcla de suspicacia,
rencor y hasta envidia.
Nada extraño, por lo demás: si miramos a nuestro alrededor, vemos que puede ser menos ofensivo olvidarse de regalar algo que no aceptar el regalo del otro con el entusiasmo debido, en especial cuando ese otro concibe el regalo como extensión o expresión de su yo. Es verdad que Juan Ramón, como buen ególatra, no se privó de incurrir en este vicio –la obra propia es siempre, en primera instancia, un pedir silencio, una exigencia de atención–, pero no lo es menos que ha pagado con creces las consecuencias; de hecho, las sigue pagando a día de hoy. Y se pregunta uno qué puede hacerse para que los lectores veamos su obra como lo que es: un obsequio inmenso, incesante, cuya magnitud pasa quizá desapercibida porque no va envuelto en el papel de colores que solemos esperar en estos casos.
Nada extraño, por lo demás: si miramos a nuestro alrededor, vemos que puede ser menos ofensivo olvidarse de regalar algo que no aceptar el regalo del otro con el entusiasmo debido, en especial cuando ese otro concibe el regalo como extensión o expresión de su yo. Es verdad que Juan Ramón, como buen ególatra, no se privó de incurrir en este vicio –la obra propia es siempre, en primera instancia, un pedir silencio, una exigencia de atención–, pero no lo es menos que ha pagado con creces las consecuencias; de hecho, las sigue pagando a día de hoy. Y se pregunta uno qué puede hacerse para que los lectores veamos su obra como lo que es: un obsequio inmenso, incesante, cuya magnitud pasa quizá desapercibida porque no va envuelto en el papel de colores que solemos esperar en estos casos.