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sábado, mayo 17, 2014

jrj / apostilla


Revisando un poco las reacciones que todavía hoy suscita Juan Ramón Jiménez, resulta ilustrativo –cuando no deprimente– hasta qué punto la obra sigue pesando menos que la persona, la figura pública. Y cuando digo persona quiero decir el relato de sus manías y neurosis, su egotismo legendario, esa presunta incapacidad para admitir que sus discípulos pudieran crecer o desarrollarse lejos de una sombra que siempre iba a ser excesiva. Se le valora no tanto por lo que dio, que es incalculable, como por aquello que, al parecer –y siempre según los cuentos que algunos de esos alumnos se encargaron cuidadosamente de difundir–, fue incapaz de recibir, guiado por una mezcla de suspicacia, rencor y hasta envidia.

Nada extraño, por lo demás: si miramos a nuestro alrededor, vemos que puede ser menos ofensivo olvidarse de regalar algo que no aceptar el regalo del otro con el entusiasmo debido, en especial cuando ese otro concibe el regalo como extensión o expresión de su yo. Es verdad que Juan Ramón, como buen ególatra, no se privó de incurrir en este vicio –la obra propia es siempre, en primera instancia, un pedir silencio, una exigencia de atención–, pero no lo es menos que ha pagado con creces las consecuencias; de hecho, las sigue pagando a día de hoy. Y se pregunta uno qué puede hacerse para que los lectores veamos su obra como lo que es: un obsequio inmenso, incesante, cuya magnitud pasa quizá desapercibida porque no va envuelto en el papel de colores que solemos esperar en estos casos.

jueves, noviembre 10, 2011

islas

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Todos los días oigo y leo cosas distintas sobre la manera de hacer España. ¿Pero España se va a hacer así; en una esquina, en el café, en la prensa?

No; que trabaje cada uno en su casa, plenamente, en lo que sabe. En sus libros, en su cátedra, en el laboratorio; con voluntad, con espíritu, con amor. Pasados unos años, España será una suma de obra y acción pura; será –sobre granito bueno y mirto– amor, espíritu y voluntad.

Recójase hacia dentro el río de la palabra y trasmítase y hágase duradera. Hablar, sí, pero de otro modo y mejor.

¿Que otros, mientras, se harán dueños? Sí, pero por menos tiempo que ahora. Y, mientras, que sea la obra verdadera y grande el premio, la luz, el pan de verdad, de los que no lo sean ni lo quieren ser.

Y, por otro lado, ¿es que puede más el dueño que el libre?
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Juan Ramón Jiménez


Palabras oportunas, me parece, en estos tiempos de alboroto político. Y con un ojo puesto en el gran Tomás Segovia, que acaba de dejarnos y que tanto admiró a JRJ. Bien es cierto que él hacía su España en el café (el célebre Comercial de la Glorieta de Bilbao, tan recordado estos días), pero no lo es menos que había logrado convertir esa mesa de café en un espacio íntimo, un segundo hogar: la misma soledad, el mismo recogimiento. Por mi escaso trato con él, no creo que Segovia apreciara precisamente el ruidoso gregarismo del tertuliano castizo; en su costumbre veo más bien una manera de replicar con su sola presencia el acto poético, el orgullo huraño y algo zumbón de quien planta su isla de silencio en medio del bullicio, que es –en realidad– lo que hace o pretende hacer todo poema. Descanse en paz.
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