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martes, julio 16, 2013

nabokov / una velada literaria



 horst tappe / getty images


una velada literaria

Acérquese, me dijo mi anfitriona, su rostro haciendo sitio
a una de esas rosadas sonrisas de preámbulo
que enlazan, como un valle de frutales en flor,
las faldas de dos nombres.
Haga usted el favor, murmuró, de comerse al Dr. James.

Tenía hambre. El Doctor parecía apetecible. Se había leído
el gran libro de la semana y le había gustado, dijo,
porque tenía fuerza. Así que me sirvieron
una buena ración. Su señora, escotada de malva,
no dejaba de señalarme –muy educadamente, pensé–
los bocados más tiernos con la punta de su cuchillo.
Comí… y los atardeceres de Egipto eran geniales;
a los rusos les iba francamente muy bien;
¿sabía de un tal Príncipe Poprinsky, a quien había conocido
en Caparabella, o era en Mentón?
Viajaban mucho, él y su esposa;
la afición de ella era la Gente; la de él, la Vida.
Todo estaba muy bueno y en su punto, pero lo más sabroso
era su cerebelo, crujiente y con sabor a nuez. El corazón
era oscuro y brillante como un dátil,
y amontoné los huesecillos en un extremo de mi plato.



trad. J. D. / el original, aquí



Otro poema de Vladimir Nabokov, esta vez de tema mundano y tono satírico. Quien se haya visto obligado alguna vez a compartir cena con el concejal de turno, su señora esposa y varios de sus amigos después de una lectura de poemas (es un decir) en alguna remota localidad que ha vivido muy felizmente sin saber de uno ni de su poesía, sin duda entenderá el sesgo peculiar de estos versos. Solo que el mundo que describe el autor de Ada o el ardor es el de la América patricia de los primeros cuarenta (el poema se publicó en el New Yorker el 11 de abril de 1942), la América de la Ivy League y los campus opulentos de la costa este en la que el mundo académico compartía jardines y mantel con una burguesía acomodada que se alimentaba, en el mejor de los casos, del Harper’s, y en el peor, del Reader’s Digest. Ese fue el mundo en el que aterrizaron muchos ilustres exiliados europeos como Auden, Nabokov o el mismo Einstein (que fue de los primeros, en 1933). Aquí aparece esbozado a la perfección en un puñado de versos donde la comicidad no excluye un toque siniestro, incluso amargo. Por lo demás, la metáfora de la comida tiene mucho sentido en un escritor tan gourmet como Nabokov, para quien las palabras tenían textura, sabor, y que se relamía literalmente con cada rima, cada giro de la sintaxis, cada guiño etimológico.

La foto, en la que se le ve moreno y algo cansado, con un aire veraniego propio del boyante pensionista que había llegado a ser, fue tomada en Suiza en 1975, dos años antes de su muerte. Acostumbrado a verle siempre o casi siempre en blanco y negro, me ha gustado descubrir este retrato: una figura más cercana, casi contemporánea, como si me reencontrara con uno de esos mayores distinguidos que sobrevolaban los veranos de mi infancia.

domingo, septiembre 16, 2012

vladimir nabokov / el poema




  
El poema

No el poema crepuscular que compones pensando
en voz alta
con su tilo esbozado en tinta china
y cables de telégrafo sobre nubes rosáceas;

no el espejo que está en ti y el hombro de ella,
delicado y desnudo, brillando con luz tenue;
no el lírico chasquido de rimas de bolsillo…
la música menuda que da siempre la hora;

y no los pesos y monedas en esas pilas
de diarios vespertinos calados por la lluvia;
no los cacodaimones del dolor de la carne
ni las cosas que dices mucho mejor en prosa:

el poema que cae desde alturas ignotas…
cuando aguardas el chapoteo de la piedra
allá al fondo, y agarras como puedes la pluma,
y entonces sobreviene la conmoción, y entonces…

en la fronda sonora, las palabras-leopardo,
las aves avistadas, los insectos cual hojas,
se fusionan y forman un intenso, callado,
mimético diseño de perfecto sentido.



Trad. J. D.

El original, transcrito extrañamente en prosa, aquí.




Entre las librerías que visité en París este pasado mes de julio no podía faltar, por supuesto, la gran Shakespeare & Co.; no es la original de Sylvia Beach pero se le parece bastante y, por lo demás, está muy bien surtida y atendida por un puñado de libreros eficaces a los que no parece conmover el fetichismo algo pegajoso de sus visitantes.

Quizá el que más prefiero de los que compré aquel día es el volumen de Collected Poems (2012) de Vladimir Nabokov, poco más de doscientas páginas que reúnen todos los poemas de madurez de Nabokov: no sólo el contenido íntegro de la primera parte de Poems and Problems (1969) (es decir, los treinta y nueve poemas que el escritor tradujo del ruso al inglés y los catorce que escribió originalmente en inglés y que se publicaron por lo general en la mítica revista New Yorker), sino también poemas de la etapa americana que habían quedado inéditos y nuevos poemas «rusos» que su hijo Dmitri, auténtico experto en la obra de su padre, con quien colaboró estrechamente, ha ido traduciendo a lo largo de estos años. Todo un poco laberíntico, como se ve, pero nada que turbe la coherencia del conjunto, que lleva impreso en cada página el sello de Nabokov, esa rara mezcla de inteligencia, galanteo verbal y un afán de trascendencia que hace todo lo posible por jugar al despiste.

Hace unas semanas me entretuve traduciendo un par de poemas «americanos» del libro, labor compleja porque Nabokov escribe una poesía muy hecha, muy cocinada formalmente, con un gusto manifiesto por las rimas consonantes, los juegos de palabras y las frases enigmáticas que a veces me hace pensar en Auden, aunque el autor de Pálido fuego es más coqueto y a la vez más sentimental. De los dos, me gusta en especial este «El poema», publicado por primera vez el 10 de junio de 1944 en el New Yorker y que Nabokov recogió ya en su día en Poems and Problems. Es un metapoema, por decirlo en pedante, una poética que procede por eliminación, descartando posibles definiciones que siempre resultan insuficientes antes de postular una imagen final que parece la apoteosis del credo simbolista: el poema como cifra redonda, como música intensa de «perfecto sentido» que logra encarnar la vida y detener el tiempo. Sin embargo, esta idea aparece expresada con un lenguaje lleno de concreción, de frescura, por momentos incluso prosaico, como si Auden hubiera decidido musicar una letra de Paul Valéry: no en vano la idea de que «las cosas que dices mucho mejor en prosa» no son materia de la poesía es algo que habría suscrito cualquiera de los dos.

En español se pierden las rimas consonantes, pero he tratado de compensar esa pérdida con algunas asonancias y aliteraciones encargadas de tensar la malla del verso. Entiendo que Nabokov fue trilingüe (francés, inglés y ruso) desde muy niño, pero no deja de asombrarme que fuera capaz de escribir este poema en inglés cuando apenas llevaba cuatro años viviendo en Estados Unidos.