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domingo, junio 16, 2019

hasta ahora


Detrás del ventanal tiene lugar un espectáculo feroz. Es la hora de los vencejos. Volando por decenas en el corazón vaciado de nuestra manzana, dando vueltas incansables como el gato que gira sobre sí mismo antes de echarse a dormir, se dan el festín de insectos con que celebran el final del día. Y justo encima, de pie en «el sombrío escalón de poniente» (la imagen es de un viejo poema de Blanca Andreu que leí hace treinta años y que no ha dejado de acompañarme), el disco perfecto y luminoso de la luna llena.

Es un anochecer cordial y balsámico de mediados de junio, pero es también, sin solución de continuidad, una imagen de novela gótica, un fotograma de serie B que exagera los detalles hasta volverse implausible. Son sólo quince, veinte minutos. Tan pronto la luz declina del lado de la noche, los vencejos levantan el vuelo y queda el espacio vacío, esta superficie irregular de claraboyas y tejados con remiendos y corralas que sobreviven, se diría, a espaldas del tiempo. También uno, de no ser por estas visiones ocasionales, llevaría una vida un poco a trasmano de todo, hasta de sí mismo.

Dicen que los gatos dan vueltas antes de acostarse no sólo para inspeccionar y aplanar el terreno, sino buscando el ángulo más propicio para captar el viento y el rastro –de presas, de enemigos potenciales– que trae consigo. Y algo así parece estar haciendo la mente mientras contempla el vuelo de los vencejos: girar olisqueando el aire, las sombras, la noche inevitable. Hasta ahora.

lunes, agosto 22, 2011

de paso



Tarde oscura, de nubes sombreadas por el vientre, plata y blanco entremezclados junto a lentas fisuras que lo mismo traen agua que luz. Paseo por el Muro mientras el viento riza las aguas plomizas, como de mina de lápiz, y demoro el regreso a casa pese a la amenaza de lluvia. En realidad, la lluvia está como flotando en el aire, pero tal vez sólo sea el salpicar de las olas o el temblar de los charcos que se forman sin sentir bajo la barandilla. No quiero volver tan pronto. Tampoco quiero pararme aquí, entre gentes que no conozco y que esta tarde, por alguna razón, no siento inofensivas. Como todo se mueve, yo también quiero moverme. Estar de paso a cada instante. Caminar, dejando que todo camine en otra dirección mientras miro. Es como si cada cosa huyera de la vecina, o jugara a evitarla unos instantes bajo la dirección incontenible del viento. Y entonces caigo en la cuenta: estamos como niños que esperan oír de un momento a otro la voz de su maestro, que juegan con ímpetu creciente y hasta con rabia porque saben que el recreo no puede durar mucho más. Poco importa si termina lloviendo. O si toda la ligereza de mis pasos no logra corregir, por más que lo pretenda, el espesor inquieto de la sangre, como si llevara una dosis concluyente de este mar aquí dentro.
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miércoles, agosto 25, 2010

reencuentro

Estar junto a la puerta mientras se dice adiós a los amigos. Dentro, la mesa con las copas destempladas, el súbito repliegue, los vestigios de vino en el mantel. Parada y fonda. Unas pocas palabras en desorden contra el ancho silencio de la tierra. Y la noche, la mano fría de la noche como un trapo contra la cara, la frente que respira.

Que todo se detenga ahora, en este instante, que todo sea una vez más lo que somos, lo que no somos: esa blanda ronquera después de las palabras y el alcohol, la luz junto a la puerta, a punto de apagarse.
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martes, enero 12, 2010

el silbido del verano,

la sombra (de lo que fuimos). Podrían ser dos versos, el comienzo o el final de un poema, pero es el resultado de unir el título de un texto en el que llevo trabajando un tiempo con el nombre de la revista virtual que ha tenido la gentileza y la generosidad de publicar sus primeras páginas, un adelanto quizá prematuro pero que me hace, para qué negarlo, mucha ilusión. A veinticinco años de distancia, el pasado se convierte en una ciudad cuyas calles recorres con aprensión y vaga familiaridad. Hay que caminar muy despacio, sin ansiedad, para que los recuerdos despierten a un ritmo habitable y se engarcen, uno a uno, a tus propios pasos. Se trata, en fin, como tantas otras veces, de construir un paseo.

Por cierto, toda la revista puede descargarse en pdf. No dejéis de explorar este último número (que hace el 12, curiosa y ególatramente); no tiene desperdicio.


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lunes, agosto 24, 2009

weather report


Ésta es la calma que ha ganado a duras penas. Alguien habla por teléfono mientras abre las hojas del balcón y mira de reojo la calle, el ir y venir de la gente bajo las acacias, el cielo pizarroso que comienza a encresparse. Se oyen voces de niños, coches que pasan con lentitud, una canción que tararea mentalmente y le ayuda a encadenar los gestos, a darles fluidez en el agua seca y polvorienta del verano. Repite frases consabidas, monosílabos que apaciguan igual que un molinillo de oraciones. De pronto, un golpe de viento cierra la puerta del despacho y unos folios caen al suelo. Sin dejar de hablar, se acerca a recogerlos y siente el frescor repentino del aire, el barrunto que aviva las hojas y pone un grumo de escarcha en la piel. Como si algo cobrara sentido en ese instante. Como si algo sucediera más acá de la tormenta o su inminencia. Pero no es nada, sólo la calma que vibra con astucia entre el rayo y su estallido, la calma que se ovilla bajo sus párpados lo mismo que un insomnio, este alambre de calma que le inquiere y le aquilata y es algo muy suyo que vuelve a conocer, que desnuda su carne bajo la sombra eléctrica.

jueves, agosto 20, 2009

oasis

Ayer a media tarde, en el patio de un colegio cercano, cuatro adolescentes jugaban al frontón con palas de madera y una pelota de tenis. Habían dejado las mochilas contra la pared delantera, a resguardo del sol de agosto que cortaba en dos la pista, arrojando un zumo denso y brillante sobre el asfalto. El aire pesaba y hacía aún más firmes el vacío y la soledad del patio, el silencio casi material de las ventanas enrejadas, pero ellos corrían y daban gritos ajenos a todo, incansables, contentos de haber encontrado aquel oasis en una de las calles traseras de su barrio. Hace veinticinco años yo habría sido uno de esos chicos, pasando la larga tarde de verano en la pista de deportes del colegio, apurando las horas y los minutos antes del regreso inevitable a casa. Me quedé mirándoles, recuperando esa atmósfera de barrio en verano que con los años ha adquirido una intensidad punzante, casi alucinada, saboreando el modo en que la claridad, al empastarse en los muros de ladrillo y las fachadas grises, parecía detener el tiempo. Vi los geranios secos en un alféizar de la planta baja, el hollín y la humedad tamizando la luz violenta. Vi las mochilas tiradas en un rincón, las líneas dibujadas con tiza, los saltos y carreras de los jugadores. Como si nada hubiera cambiado desde entonces. Una imagen de la felicidad.

domingo, julio 12, 2009

calle blanca



El futuro desciende sobre esta calle blanca donde todo es incierto.

El aire mueve hollines, esquirlas de hojas secas, limaduras de goma negra que salpican el empedrado.

Caminas en silencio, y el hierro del calor te corrompe, adormece tus párpados.

Recuerdas una edad en que los nombres importaban. Ahora los nombres son esta masa inerte que un sol extravagante desdibuja sin odio: dos bancos de madera, una hilera de acacias ambarinas que se arquean al sol con angustia africana, las motos agolpadas en la acera, la textura del aire.

Habrías deseado otra baraja, no este idioma desértico, desmochado por la incerteza, el punzón de la duda taladrando las horas con hermosa insistencia.

Y piensas en la sombra de tus ojos, y en solares dejados a su suerte, y en mañana, que es un hombre cenceño que se detiene ante tu puerta y llama y dice un nombre incomprensible que acaba siendo el tuyo.

La tarde hace vibrar sus alas de insecto,

todo se borra bajo la luz blanca, en este espacio sin gramática,

esta calle de hollines y hojas secas, de ramas aceitosas y un aire lento, que nada mueve.

viernes, junio 26, 2009

summer night

Edward Hopper, Night Windows


La noche es fresca bajo las acacias.
Caminamos en paz, mi sombra y yo.
La luz en las ventanas nos responde.

jueves, junio 25, 2009

escuela de calor 2

Wim Wenders, Librería de segunda mano, Butte, Montana


Volvía a casa a la hora de comer y era como si hubiera ingresado de pronto en las páginas de El extranjero: la calle casi desierta, con sólo algunos paseantes encogidos, la luz negra y violenta, el calor espeso que moja los párpados y la nuca. Esa atmósfera irreal en la que cualquier acto parece posible y todo adquiere el aura de una premonición, una inminencia. Iba por la margen de sombra, ofuscado por el cansancio, y cada cruce con un extraño −ese momento en que dos cuerpos se apartan sutilmente aun cuando hay espacio entre ellos− se erizaba de posibilidades. Fueron cuatro, cinco minutos, lo que tardé en llegar a mi portal desde el parque. Una especie de alucinación privada provocada por el extraño y ominoso silencio de las calles. Sin multitudes que la estorbaran, la mente se sintió con fuerzas para plantar sus fantasmas y jugar con ellos, ignorante de que pronto se pasarían al bando de la luz de mediodía. Cuando quiso corregir su error de cálculo ya era tarde.

martes, mayo 19, 2009

escuela de calor


La luz desmedida del verano comienza a golpear las calles y los senderos del parque y se descubre buscando una y otra vez los márgenes de sombra, los anchos patios de penumbra que se recortan bajo los árboles. El sol acaba de llegar, piensa, pero es ya el enemigo, el perseguidor, el dueño de unas calles que humean a cada paso. Sólo ahora, a media tarde, el verde brillante de las acacias parece templar el aire y los ojos descansan, aliviados, disfrutando de un poco de calma entre dos cegueras.

Hasta cuando camina por el parque, de vuelta del trabajo, le parece como si estuviera mirando el mundo desde una habitación en penumbra, las persianas bajadas a medias, la ventana abierta para que corra el aire. A veces se sienta en un banco y hace tiempo. Es decir, espera que pase el tiempo y la luz pierda fuerza y las cosas recuperen su respiración habitual, no esa quietud de animal abrumado y expectante con que se recogen al mediodía. Exagera, sí, pero a veces la exageración es una forma de estar a la altura de los propios fantasmas, y este calor casi africano está lleno de los fantasmas de otros veranos, de los fantasmas que ha sido, de la intemperie desértica que ha sido. Trata de seguir el parpadeo de las hojas, de acogerse a unas pocas formas sencillas. Trata de hacerse a la idea. Ese cauterio.