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sábado, febrero 23, 2013

tanning / artista, una vez



 

Hace unos diez meses publiqué en esta bitácora un poema («Mujer saludando a los árboles») de Dorothea Tanning, la gran pintora y poeta norteamericana de cuyo fallecimiento se cumplió un año el pasado 31 de enero. Casada con Max Ernst entre 1946 y la muerte del pintor en 1976, Tanning descubrió la escritura y la poesía modernas a su regreso a Nueva York, a la edad en la que otros se jubilan, gracias a su amistad tardía con James Merrill y John Ashbery, entre otros, y supo reinventarse como espléndida biógrafa de un mundo, el de la inmediata posguerra europea, en el que las luminarias de la vanguardia presidían un gran baile de máscaras en el que se entremezclaban gentes de todo pelaje: diplomáticos, jóvenes bohemios, galeristas y editores, empresarios enriquecidos por la guerra, aristócratas extranjeros venidos a menos o arruinados por el exilio pero aún con ínfulas y no pocos contactos… Así lo cuenta ella en Between Lives, extraño y fascinante libro en el que la prosa serpentea y se enrosca con una voluntad de estilo que es un poco el correlato de ese tiempo, de la propia ambivalencia de su autora al revisarlo, dividida entre la admiración sincera y la burla socarrona. París es un imán demasiado intenso, un ojo de huracán devorado muy pronto por la vulgaridad chillona del dinero fácil, y la pareja Ernst-Tanning no tarda en escapar, primero a Touraine, en la región del Loira, y luego al sur, a la Provenza, donde residen hasta la muerte de él en 1976.

Pero no adelantemos acontecimientos. Coming to That (2011), su segundo y último libro de poemas, se cierra con este poema, «Artist, Once», en el que Tanning recrea su juventud neoyorquina, ese lapso de tiempo que se extiende entre su llegada a la ciudad en 1935 y el encuentro con Max Ernst en 1942: siete años en los que se ganó la vida trabajando como ilustradora y dibujante publicitaria mientras pintaba los cuadros de corte vagamente surrealista que llamaron la atención del mítico galerista Julien Levy. Fue Ernst, de hecho, quien la convenció de dejar el mundo de la ilustración y dedicarse de lleno (o, por hacer un fácil juego de palabras, sin medias tintas) a la pintura, aunque esos primeros años de «libertad» no debieron de ser fáciles: la sombra de su compañero era demasiado grande y Tanning tardó en madurar su mundo, encontrar la puerta que la llevara hacia sí misma.

Traduje este poema por invitación de Patricia Nieto, redactora de Letras Libres y gran admiradora de Tanning, quien lo ha incluido amablemente en el número de febrero de la revista. Es un poema sobrio, ajustado, regido por los principios de la elipsis y la economía verbal. No hay nostalgia ni complacencia en su mirar atrás, aunque no deja de ser significativo que Tanning cerrara el libro con él. De alguna manera, responde al deseo de cumplir el círculo vital de la creación, atar cabos, inferir algún tipo de coherencia entre el yo de entonces y el de ahora, aunque sea bajo la luz vacilante de la duda o la incertidumbre («ya no está tan segura»). Lo que me sigue asombrando es que lo escribiera una persona casi centenaria, alguien llegado a la poesía cuando la mayor parte de los poetas ya no tienen gran cosa que decir ni ganas de decirlo.

El original, aquí.

sábado, abril 14, 2012

dorothea tanning / poema



Dorothea Tanning, Casiopea


mujer saludando a los árboles

Lo normal es que nadie
se dé cuenta al principio.
Me ha dado por maravillarme
de los árboles del parque.
Algo puedo deciros:
son hermosos
y lo saben.
También están exhaustos,
cientos de años
atascados en el mismo lugar:
hermosos paralíticos.
Cuando estoy a sus pies
sienten que los observo,
miran cómo agito mi necia
mano, y envidian la alegría
de ser un blanco móvil.

Los ociosos que pueblan los bancos
empiezan a fijarse.
«Hay gente para todo…»,
se oye decir.
Muchos tienen los ojos
perdidos en el suelo,
como si de verdad no hubiera nada
que mirar, hasta que
ahí va esa mujer
saludando a las ramas
de estos viejos árboles. Alzad
la frente, amigos, mirad arriba,
puede que veáis más
de lo que nunca os pareció posible,
justo ahí donde algo
la saluda tal vez para decirle
que ha visto lo maravilloso.



El pasado 31 de enero, justo un día de antes de que muriera la poeta Wislawa Szymborska, falleció en Nueva York la pintora, escultora y escritora norteamericana Dorothea Tanning. Tenía 101 años y sólo unos meses antes había publicado en Graywolf Press su segundo libro de poemas, Coming to That. Un libro de una vitalidad, una frescura y un buen hacer absolutamente excepcionales en alguien de su edad. No en vano, cuando publicó su primer poemario, A Table of Content, en 2004 (¡a los noventa y cuatro años!), ella se autodefinió con humor como «la más vieja de los nuevos poetas emergentes».


Foto de Peter Ross, 1998


Tanning (nacida en 1910 en un pueblo de Illinois) conoció a Max Ernst en 1942, en Nueva York, y juntos vivieron en Estados Unidos y en Francia hasta la muerte del pintor alemán en abril de 1976 (se habían casado oficialmente en Beverly Hills en 1946, en una ceremonia doble en la que también contrajeron matrimonio Man Ray y Juliet P. Browner). Aunque Tanning se había hecho ya una reputación como ilustradora y pintora de vanguardia durante los años previos a la Segunda Guerra mundial, las tres décadas y media que pasó con Ernst fueron decisivas para su arte. A la muerte de Ernst, cerró su estudio en la Provenza y volvió a Estados Unidos, donde siguió pintando y se convirtió en una de las grandes damas de la escena artística neoyorquina. Allí, animada en gran medida por su amistad con el poeta James Merrill, comenzó a escribir poemas. Una escritura llena de plasticidad y sabiduría vital, teñida de humor lúcido y una perspicacia poco frecuente para capturar atmósferas, luces y sombras, los infinitos matices de las relaciones humanas, el diálogo entre viejos y jóvenes… Una poesía, también, llena de inventiva formal pero siempre accesible, transparente, capaz de hacer brillar sin raros esguinces las escamas de esos peces escurridizos que son las palabras. Algo de esa transparencia es la que uno percibe en los muchos retratos fotográficos que aparecen en su página web, algunos firmados por nombres tan ilustres como Ray, Cartier-Bresson, Hans Namuth o Sylvia Plachy, y en los que aparece siempre diez o quince años más joven, con una rara viveza acentuada por su saber vestir, esa elegancia de ciertos artistas que se adivina innata.

La muerte de Tanning ha pasado un poco desapercibida, al menos en Europa, y supongo que en parte es debido al fallecimiento, apenas un día después, de la gran Szymborska. Pero la vida de esta pintora y poeta es apasionante (la cuenta de forma memorable en sus memorias, Between Lives) y a mí me sigue asombrando la mera existencia de sus versos, escritos por alguien que había rebasado los noventa años y que sin embargo mostraba el entusiasmo y el vigor de una estudiante. Un ejemplo perfecto es este poema, «Woman Waving to Trees», que llevaba días rondándome, pidiendo ser traducido: tiene la mezcla perfecta de levedad (humorística), precisión y trascendencia que caracteriza toda su obra. Tenía otro candidato (bastante obvio en estas fechas), «No Snow», una serie de cuatro poemas breves sobre la esperanza de ver nieve en abril después de un invierno de secano, pero al final me quedé con esta mujer saludando a los árboles. Es un modelo, otro más, de cómo se puede hacer gran poesía, profunda, iluminadora, a partir de una anécdota en apariencia trivial.

El original, aquí.