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miércoles, marzo 24, 2021

un espejo de palabras

 

 

Cartas de Sylvia Plath. Vol. 1 (1940-1951), edición de Peter K. Steinberg y Karen V. Kukil, traducción de Ainize Salaberri, Tres Hermanas, Madrid, 2020, 460 págs.

 

 

Pocos escritores han visto estudiada su vida (y su muerte) con las lentes de aumento que Sylvia Plath lleva concitando desde aquella fría madrugada del 11 de febrero de 1963 en que decidió meter la cabeza en el horno. La veda se abrió muy pronto, con una necrológica del crítico Al Alvarez en The Observer que aludía al «genio peculiar» de una poeta «poseída», poniendo la primera piedra de un mito que en apenas dos años se volvió ingobernable. La publicación de Ariel en 1965 fue un estallido cuyo eco nos sigue llegando amplificado por multitud de biografías, estudios críticos y guías de lectura que hacen difíciles equilibrios entre la vida y la obra. Es agotador servir a dos amos a la vez. Ese es justamente el tema de La mujer en silencio de Janet Malcolm, uno de los libros más lúcidos que ha generado el mito Plath y que estudia con piedad cómplice las distorsiones que la fama mediática –y más en una cultura tan ofuscada por la celebridad como la estadounidense– introduce en la recepción de la obra y el modo en que nosotros, los lectores, percibimos a sus protagonistas.

 

Así que bienvenida sea la oportunidad de volver a la fuente, las palabras mismas de Sylvia Plath. Después de la publicación de sus Diarios completos (Alba) en 2016, nos llega de la mano de Tres Hermanas el primero de los cinco volúmenes en que verán la luz sus cartas. La edición reproduce fielmente la edición inglesa, cuidada por Peter K. Steinberg y Karen V. Kukil (que fue también la editora literaria de los diarios), pero convierte los dos volúmenes originales en cinco, de modo que este primer tomo no llega a 1956, como su homólogo inglés, sino a finales de 1951, cuando Plath es una brillante joven de diecinueve años que cursa su segundo curso universitario en Smith College. Estamos, pues, ante un relato en primera persona de la infancia y adolescencia de la autora. Un relato discontinuo y parcial que conviene cotejar con los diarios que empezó a escribir en enero de 1944, con apenas once años; pero también un relato sesgado, pues las cartas son la versión que da de sí misma a los demás: una imagen bien delineada que se amolda a las expectativas ajenas, en especial las de su madre, y que es tanto ficción tranquilizadora como su modo, largamente perfeccionado, de obtener afecto y recompensa.

 

Conocemos el estilo epistolar de Plath gracias a Cartas a mi madre (Letters Home. 1950-1963), el volumen con que Aurelia Schober quiso corregir el retrato feroz que su hija había dado de su relación en La campana de cristal y en poemas como «Medusa». El tiro le salió por la culata: algo ingenuamente, Aurelia no se dio cuenta de que las cartas, que para colmo se ofrecían expurgadas, no hacían sino confirmar el carácter asfixiante y hasta enfermizo de un vínculo que preludia y explica en parte la «intensidad claustrofóbica», según los propios implicados, de la relación con Ted Hughes. La muerte del padre, Otto Plath, en noviembre de 1940 arrojó a la familia a una precariedad económica que Aurelia suplió con una mezcla de trabajo duro, buena economía familiar y una exhibición de abnegado sacrificio que su hija, observadora atenta y hambrienta de cariño, percibió casi por ósmosis.

 

El grueso de este volumen sigue la tónica de aquel viejo Letters Home y está conformado por las innumerables cartas y postales (a veces a un ritmo de dos o tres al día) que Plath dirigió a su madre, bien desde la casa de sus abuelos, donde pasaba temporadas cada vez que Aurelia conseguía trabajo, bien desde los campamentos de verano a los que asistió entre 1943 y 1948. Son las cartas prolijas y expresivas de una niña muy inteligente con ganas de agradar y sobre todo de impresionar; cartas llenas de dibujos, miniadas, en las que su autora da rienda suelta a su talento visual y su afición al detalle llamativo. La inquietud por el dinero asoma enseguida en forma de listas de gastos y tablas contables, todo anotado con detalle: «he gastado alrededor de 45 céntimos en la lavandería cerca de 20 céntimos en fruta, 1,50 en nesesidades y 20 céntimos en caprichos. 2,40 en total. No voy a necesitar gastar mucho más, solo en la lavandería y en fruta» (21 de julio de 1943). Por cierto, gran parte del mérito de que oigamos tan claramente a esta niña de diez años es de la traductora, Ainize Salaberri, capaz de recrear con gracia el lenguaje infantil de Plath, sus errores de ortografía y léxicos, etc. Con los años esos errores se corrigen, pero no así su afán competitivo y su inseguridad, que van a la par. Esta veta perfeccionista le impide creerse sus propios logros y una y otra vez la vemos poniéndolos entre paréntesis (que es, claro, una forma inconsciente de subrayarlos).

 

El otro leit-motiv de estas cartas infantiles es la comida, de la que Plath ofrece informes exhaustivos. Al deber filial de alimentarse bien se le suma el placer mismo de comer, del que ofrece un testimonio que concurre con su gusto manifiesto por la vida, la naturaleza, las actividades al aire libre, todo lo que ponga a prueba su cuerpo y su capacidad de resistencia, que en ella es una forma de sensualidad.

 

Particular interés tienen los poemas que intercala de vez en cuando y en los que la voz infantil de Plath augura muchos de los motivos «adultos» de Ariel, como si ese libro final (cumplidas las lecciones del oficio, arrumbado el saco de influencias que arrastraba desde el bachillerato) hubiera sido en parte un regreso a las raíces. El rigor descriptivo de «Un atardecer de invierno», escrito nada menos que con trece años, trasluce una inquietud amenazante que rima con el aire gótico de «La luna y el tejo»: «… La luna pende, un globo de luz iridiscente / En el cielo de una noche helada, / Mientras que contra el brillo occidental uno ve / el esqueleto desnudo y oscuro de los árboles. // Las estrellas aparecen y una a una / Escudriñan el mundo con mirada arrogante». Así también estos versos, escritos seis meses después en el campamento de verano y en los que se oye un ritmo, un decir, que cualquier lector atento de Plath sabrá reconocer: «El lago es una criatura / callada pero salvaje. / Dura y pese a todo amable, / un hijo indómito…». El tono algo petulante de algún pasaje («No puedo permitir que Shakespeare se aleje demasiado de mí, ya sabes», escribe en 1947) puede hacernos sonreír, pero no despistarnos sobre el alcance real de su talento.

 

Con el tiempo Plath amplía la nómina de corresponsales: Margot Loungway, con quien intercambia confidencias filatélicas y juega a ser mayor; o Hans-Joachim Neupert, joven alemán con el que establece amistad por correspondencia y que le permite explayarse sobre las sutilezas de la cultura popular americana. Las cartas a Neupert nos dan pistas sobre sus lecturas (con dieciséis años, ojo, ha leído a Robert Frost, Willa Cather, Eugene O’Neill y Sinclair Lewis, pero también Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell) y también atisbos de sus inquietudes espirituales y sus dudas íntimas: así el relato del sentimiento oceánico que experimenta en el campamento de verano de 1948 («creo que la grandeza de la naturaleza cura el espíritu») o su temor, nada infundado, al cambio de vida que supone el ingreso en la Universidad.

 

La lejanía garantiza la confidencialidad y hace que Plath pueda mostrar su flanco más vulnerable. Así ocurre en las cartas que escribe a Eddie Cohen poco antes de entrar en Smith College. Después de incontables rechazos, Plath logra publicar su cuento «And Summer Will Not Come Again» en la revista juvenil Seventeen, lo que provoca que Cohen le escriba un mensaje admirativo desde Chicago. Muchas de las cartas a Cohen fueron destruidas, pero las pocas que se conservan nos dejan ver la manera coqueta, casi teatral, con que la joven estudiante dosifica la información y muestra (a distancia) su mejor rostro. Pero Smith no tarda en sepultarla con sus exigencias académicas, lo que implica un recrudecimiento de la correspondencia con su madre. Como explican los editores, «de las 85 cartas reunidas que escribió durante el primer semestre en el Smith College, todas menos dos son para su madre». Sorprende la franqueza con que Plath le narra su vida cotidiana, la espiral de clases, deberes y actividad social, sus citas desganadas con alumnos de colleges vecinos (Smith era un centro exclusivamente femenino) y su ambición literaria, que se traduce en una contabilidad exacta de lo que escribe, ha escrito o espera publicar.

 

Al final de este primer volumen seguimos en Smith, con una Plath recuperada del shock del primer curso, haciendo planes de futuro y escribiéndose con uno de sus pretendientes. La vida le sonríe y disfruta en primera línea del espectáculo de pirotecnia de los «felices cincuenta», cuyos valores ha empezado a cuestionar en secreto. Todo está por hacer y, sin embargo, el mecanismo deja escapar un ruido sospechoso allá dentro: «herrumbrosa ensoñación, las ruedas / De hojalata de los manidos tópicos sobre el tiempo, / El perfume, la política, los ideales fijos». Continuará.

 

 

[Babelia, 21 de noviembre de 2020]

 

 

domingo, febrero 05, 2017

tanto depende / w.c. williams


  
Casa de William Carlos Williams, Rutherford, N.J.


William Carlos Williams (1883-1963) fue el último de los grandes modernists en obtener el reconocimiento popular, pero quizá por ello su presencia en la poesía norteamericana contemporánea ha sido más intensa y perdurable. Él mismo se quejó amargamente en sus memorias de que la publicación de La tierra baldía «aniquiló nuestro mundo como si una bomba atómica hubiera caído sobre él y nuestras valientes incursiones en lo desconocido hubieran sido reducidas a polvo […]. Sentí de inmediato que me había hecho retroceder veinte años». Lo que viene a ser otra forma de decir que el impacto de Eliot había retrasado dos décadas el encuentro con sus lectores naturales, capaces de entender el sesgo de una escritura «radicada en el lugar donde debía dar fruto». «Eliot nos empujó de vuelta al aula» cuando el designio de Williams era salir a la calle y prestar atención a la superficie del mundo, la infinita coreografía de formas, colores y texturas que compone un lugar en el mundo. De ahí esa poesía de saltos y zigzagueos, de pausas y vislumbres y rápidas transiciones, ese verso nervioso que arranca con una conciencia casi somática del espacio antes de echar a andar entre las cosas que lo rodean, cosas que le llevan y le traen sin rumbo cierto («Es la anarquía de la pobreza / lo que me encanta») y por las que siente una profunda simpatía.

Como Wallace Stevens, abogado de una compañía de seguros en Hartford, Williams llevó una doble vida, pero en su caso sin doblez ni disimulo: médico de familia y pediatra, los versos surgían durante sus rondas o en el dorso de las recetas que expedía en la consulta de su domicilio en Rutherford, en las afueras de Paterson; sus hijos recuerdan el traqueteo de la máquina de escribir hasta bien entrada la noche: «el suave y regular andante cuando estaba sereno y feliz, y el estacato discontinuo cuando las cosas se ponían feas, el estruendo del carro, y el folio arrancado, hecho una bola y lanzado a la papelera. La noche era la hora del rugido. Ahí encontraba su dicha, su amor, la poesía…». La imagen de Williams improvisando en la máquina («El ritmo era el ritmo del habla, un ritmo entusiasta porque me entusiasmaba cuando escribía») prefigura los rollos de papel continuo de Ginsberg, Kerouac o Ammons, el verso proyectivo de Olson, la cadencia jazzística de Creeley, la extroversión algo bipolar de Kenneth Koch o la frescura naif de Ron Padgett. Es también la sístole de una diástole compasiva: sus visitas a los enfermos le permitieron conocer como nadie lo que había tras las fachadas de Paterson, el corazón secreto del reloj. Y de ese conocimiento surgió su extenso poema homónimo, ese Paterson cuya escritura le ocupó media vida y que es un buceo demorado en la historia y la geografía del lugar, sí, pero también una puesta en claro retórica de ese afán tan americano de crear una épica coral siguiendo el ejemplo de Lee Masters (Antología de Spoon River) o Sherwood Anderson (Winnesburg, Ohio). Paterson es el nombre de la ciudad y a la vez del doctor que habla y deja hablar en el poema, algo que Jim Jarmusch traduce con astucia en su película al convertirlo en un conductor de autobús que escucha en secreto a sus pasajeros; y el poema junta verso y prosa, pasajes líricos, narrativos y documentales –listas, cartas, informes– en su ambición por levantar testimonio de una comunidad, como el río Passaic recoge el reflejo de quienes se asoman a él. El poema, en realidad, es el río, con sus meandros, remansos y saltos de agua –los mismos que retrata la película–, sus cambios de caudal y su avance sinuoso.

La peculiar inmediatez de esta poesía se paladea mejor en pequeños sorbos. Y una de tantas miniaturas que no se olvidan es esa «carretilla roja» que asomó relativamente pronto, en Spring and All (1923), y que nos recuerda el gusto del poeta por la energía evocadora de las descripciones: «tanto depende / de una // carretilla / roja // laqueada de / gotas de lluvia // junto a las gallinas / blancas». Pero la fineza casi oriental de esta imagen sería muy poco sin ese «tanto depende» [so much depends] que introduce una nota de anhelo romántico que no extraña, que no puede extrañarnos, en el imitador de Keats que fue de joven. ¿Qué es lo que depende tanto de esa imagen, exacta y sugestiva al mismo tiempo, de la carretilla? Tal vez que su presencia puede mostrarse en términos que sean fieles a la dignidad tácita de la cosa misma; que la imaginación puede ser educada en los rigores de la percepción; o, en fin, que la percepción puede verse a sí misma en la aparición gradual, verso a verso, de cada palabra sobre la página. El objetivismo de Williams saludó al mundo con un entusiasmo sensual que contagió a casi todos los grandes poetas norteamericanos que le siguieron. Y si alguno cree que Paterson queda fatalmente lejos, quiero recordar que el verso de Williams fue el modelo que un escritor inglés, Charles Tomlinson, empleó para traducir «Poema de un día» de Antonio Machado, otra pieza que registra el curso sincopado de la percepción y el pensamiento. No hay círculo vicioso que se resista a estas cuadraturas.

[Publicado en Babelia (El País), el 6 de enero de 2017]

sábado, diciembre 22, 2012

listas, listas



Alec Soth, Minnessota, 2007 / © Magnum Photos


La verdad es que nunca me han gustado (ni me he creído) demasiado las listas de fin de año, ese injerto del mundo del deporte o la competición que tan mal casa con los ritmos y las necesidades de la lectura, pero no puedo negar (¡viva la contradicción!) que me he llevado una alegría al ver que mis dos últimos trabajos como traductor de poesía han logrado colarse en algunos de estos inventarios. Si en Babelia Ángel Rupérez incluye Conjeturas y esperanza, la muestra de John Burnside publicada por Pre-Textos, entre los cinco mejores libros de poesía extranjera del año, en el ABC Cultural Jaime Siles destaca la Poesía completa (Seix-Barral) de Paul Auster como el mejor libro dentro de ese mismo apartado, el de poesía extranjera. Por último, en la revista virtual Koult, el joven escritor Hasier Larretxea ha logrado que la antología de Burnside figure entre los veinte mejores libros del año (en el puesto 17) junto a los de poetas tan extraordinarios como Adam Zagajewski, Zbigniew Herbert (atención a su Poesía completa en Lumen) o Mahmud Darwix...

Ya digo que nunca me he creído mucho estas cosas, pero a nadie le amarga un dulce y me alegra que por una vez el viento haya soplado en la dirección de libros a los que uno ha dedicado tanto tiempo y esfuerzo. Gracias a los tres por su gentileza y el elogio implícito en la elección. Y ahora, si me disculpáis, voy a por ese pellizco de sal que se merecen estas cosas...
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