Exigua
luz que surge de repente
en
el cielo, entre dos
ramas
de pino, y sus finas agujas
grabadas
ahora en la extensión radiante
y
encima este
cielo,
alto, ligero…
Huele
el aire. Es el olor del pino blanco,
más
fuerte cuando el viento sopla en él
con
un sonido igual de extraño,
como
suena el viento en una película.
Sombras
que se desplazan. Cuerdas que
suenan
a cuerdas. Lo que oyes ahora
debe
ser el sonido del ruiseñor, Chordata,
el
macho cortejando a la hembra…
Un
rechinar de cuerdas. La hamaca
se
mece con el viento, bien sujeta
entre
dos pinos.
Huele el aire. Es
el olor del pino blanco.
¿Es
la voz de mi madre lo que oyes
o
solo el ruido de los árboles
cuando
el aire pasa entre ellos
pues
cómo sonaría entonces
pasar
entre la nada?
trad. J.D.
¶
A la gran Louise Glück (Nueva
York, 1943) no hace falta presentarla entre nosotros, me parece. Hasta cinco de
sus libros (Ararat, Averno, El iris salvaje, Las siete
edades y Vita nuova) han sido
editados con mimo y elegancia por la editorial Pre-Textos. Es quizá la poeta
norteamericana contemporánea más traducida y editada en España.
Su último libro se publicó hace
pocos meses con el título de Faithful and
Virtuous Night (Fiel y virtuosa noche);
un sintagma que parece tomado de un libro de himnos o de una antología de
poesía barroca, y que rubrica el viaje de la poeta hacia las regiones de una
espiritualidad entre elegíaca y panteísta que se cuela entre las grietas del
mundo visible para, como recordaba hace poco el novelista E. L. Doctorow que decía
Henry James que debía ser la literatura, «mirar dentro de lo que no se ve». En
el caso de este poema, uno de mis preferidos del libro, ver incluye también oír, oler, recordar (y aquí «recordar», jugando un poco con la etimología, toma
el sentido de dar cuerda al reloj del corazón, pero al revés, para que avance en
sentido inverso, porque Glück tiene una sensibilidad elegíaca indudable, un don
para mirar atrás sin ira y establecer vínculos temporales que son, también, continuidades
especiales).
Aunque no creo mucho en los
premios, me ha hecho ilusión enterarme de que este libro, así como el último de
mi admirado John Burnside (All One Breath),
están entre los finalistas del premio T. S. Eliot. Se lo merecen, sin duda. Hay
muchas afinidades entre sus obras, pero yo quizá destacaría la fluidez de su
escritura, su ligereza, como si escribir fuera algo tan natural o tan sencillo como
respirar, como si las palabras del poema fueran jirones de nubes en un cielo
claro –«ligero», dice ella– de verano, a punto de esfumarse. No lo hacen, y por
eso están aquí, creando sus lectores, dejándose traducir.