algunas notas sobre la traducción de poesía
Que la traducción es creación, así, sin más explicaciones ni
apostillas, es algo que no recuerdo haber puesto en duda jamás, ni siquiera en
las etapas iniciales de mi aprendizaje literario y específicamente poético, hará
unos treinta años. Me parecía evidente... como lo era, al menos a mis ojos, la
diferencia entre una traducción, digamos, más o menos didáctica, informativa o
pegada a la literalidad del original, y otra capaz de preservar buena parte de
sus valores formales, principalmente rítmicos, pero también asociados al tono,
el fluir de la sintaxis, la tensión de la elipsis, ese aliento misterioso pero
real –«quien lo probó lo sabe»– que infunde vida colectiva a
palabras que hasta ese momento habían vivido aparte, sin tratarse. Ser un
lector inexperto no me impedía distinguir una clase de traducción de otra y
sentirme frustrado e incluso irritado cuando el texto no respondía al contacto
de la lectura; cuando quedaba ahí, inerte, amorfo, sobre la página. Me veo
rehaciendo una y otra vez las traducciones ajenas que ni el oído ni la
intuición daban por válidas, hasta cuando no conocía el idioma de partida. Y
entiendo ahora que ese atrevimiento, que era una consecuencia de mis ganas de
aprender, surgía también de una percepción aguda de la materialidad y el
carácter orgánico del poema, de su condición de cosa viva. No sé muy bien el
origen de este convencimiento mío; quizá venía de serie o se activó tan pronto
empecé a leer poesía con atención. Lo cierto es que todas mis lecturas críticas
posteriores, de Coleridge a Valente pasando por Pound u Octavio Paz, no han
hecho sino confirmarlo. Pero vayamos por partes.
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Crecí, entre otras, a la sombra de aquella mítica colección amarilla de
Ediciones Júcar que se llamaba «Los poetas» (que la
editorial tuviera su sede en Gijón no es un dato trivial), y su catálogo,
irregular y algo atrabiliario, hecho de libros de muy diversa procedencia, era
un repertorio ilustrativo de las muchas vías por las que llegamos a la
literatura. Quizá recuerden que cada título de aquella colección, fuera de
alguna antología, estaba dedicado a un poeta canónico y que consistía en un
estudio preliminar y una selección de poemas, pero ahí se acababan las
semejanzas: algunos títulos eran traducciones de trabajos extranjeros,
principalmente franceses, a los que se añadía una antología realizada manu militari por algún colaborador de
la editorial; otros eran estudios académicos muy correctos que solían optar por
una traducción más bien chata o incluso prosificada de la poesía; y otros, en
fin, eran trabajos genuinamente literarios, propuestas críticas para las cuales
la versión de los poemas era tanto o más importante que el estudio preliminar,
pues ahí estaba el meollo del asunto, la prueba del algodón que verificaba la
validez del conjunto. Recuerdo, en este último apartado, libros que fueron
importantes en mi formación: el Odysseas
Elytis de José Antonio Moreno Jurado, el Eugenio Montale de Joaquín Arce, el Gottfried Benn de José Manuel López de Abiada, el Mallarmé de Pilar Gómez Bedate... O, por
mencionar un libro de naturaleza algo distinta, la monumental Antología de la poesía portuguesa
contemporánea en dos tomos de Ángel Crespo. (Todos ellos autores, por
cierto, y no me parece fortuito, que vivían o habían pasado largas temporadas
en el extranjero). Estos títulos sobresalían visiblemente del resto y eran un
ejemplo, a finales de los años setenta o principios de los ochenta del siglo
pasado, de cómo podían hacerse las cosas. Cuando el propio Crespo escribe, en
el prólogo de su libro Las cenizas de la
flor, publicado en 1987, que «no sería de desear que se escribiese sobre poesía prescindiendo
[…] de ese instrumental crítico de carácter universitario que tantas cuestiones
puede aclarar y tantas dudas resolver, si bien me [doy] cuenta del riesgo, que
efectivamente se corre, de que dichos instrumentos de estudio se conviertan en
un fin, en lugar de ser sólo un medio», está haciendo referencia a ciertas
formas extremas de academicismo poco sensibles a los valores formales o
estéticos del texto, algo de lo que yo mismo era testigo (y víctima) en
aquellos mismos años en algunas aulas universitarias.
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Ahora me parece evidente lo que entonces veía de manera confusa, y es
que detrás de aquel interés primerizo por la poesía extranjera y la traducción
alentaba el bilingüismo de mi niñez (soy hijo de madre francesa), y que gran
parte de mis lecturas críticas buscaban iluminar ese espacio de confluencia
entre dos lenguas y dos tradiciones que se abre en toda traducción literaria. Como
Freud en la célebre frase de su epistolario que Lawrence Durrell puso al frente
de Justine («Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que
participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema»), me di cuenta de
que en el acto de traducción de un poema participan al menos cuatro elementos,
y que los idiomas de partida y de llegada eran menos determinantes que las
lenguas poéticas respectivas, el modo en que cuajaban y se formalizaban. Conforme avanzaba en mis estudios y descubría el territorio
vastísimo y opulento de la poesía en lengua inglesa, más visible se me hacía el
carácter histórico de los códigos literarios, el modo en que una lengua poética
va sedimentando y condicionando las respuestas de cada cual a la herencia
recibida. Mis lecturas de poesía española, francesa y angloamericana parecían
discurrir por ramales divergentes, o que solo se tocaban muy de vez en cuando,
gracias al esfuerzo de figuras literalmente excéntricas. Tuve entonces la
intuición –el germen– que fructificaría años después en mi tesis doctoral y que
encontró apoyo en formulaciones críticas de Yves Bonnefoy y de Paul Auster (el
Auster crítico y poeta de la década de 1970, anterior a su fama como narrador):
si Bonnefoy comparaba la lengua de la poesía contemporánea francesa a una
esfera autosuficiente, algo rarificada, y la contraponía al espejo más
narrativo –algo esthendaliano– de
cierta poesía angloamericana, Auster notaba en mucha de la poesía francesa de
su tiempo un grado de sutileza y transparencia verbales (de elegancia y fluidez
polisilábica) que parecía disolverse en el afán de concreción de la tradición anglo, en sus ritmos abruptos y
monosilábicos, en su predilección por el cuento y el detalle, lo grávido y material.
Estoy generalizando de manera grosera.
Pero mi experiencia como lector de poetas tan diversos como Coleridge,
Browning, Robert Frost, Eliot, Sylvia Plath o Charles Tomlinson confirmaba que
las vetas germánica y escandinava del inglés habían aflorado al idioma poético
desde el pozo artesiano del habla popular hasta hacerse con él y condicionar su
evolución histórica. En cambio, la lengua poética española había creado en
grandes tramos de su historia una distinción artificiosa –a veces en un mismo
autor– entre lo popular y lo culto, dejándose hacer en mayor medida que la
inglesa por los modelos latinizantes de la tradición petrarquista italiana y la
simbolista francesa. La lengua misma, qué duda cabe, había influido en la
configuración del código literario; pero a su vez esos códigos habían cobrado
vida propia para evolucionar, en cada caso, por ramales casi divergentes.
Estas ideas configuraban un marco
propicio de estudio y exploración, pero no convenía llevarlas demasiado lejos.
El carácter histórico de la lengua poética podía ser una fuerza centrífuga,
pero debía contender con la fuerza centrípeta del internacionalismo de la
modernidad y los ismos vanguardistas. Esa lucha entre la fuerza de arrastre de
la historia y el afán utópico de la modernidad ha tenido resultados muy
diversos y no siempre previsibles: pensemos, por ejemplo, en la debilidad del
surrealismo en lengua inglesa, su incapacidad para implantarse más allá del eco
tardío que tuvo en algunos poetas norteamericanos de la era Kennedy; o en las
dificultades que sigue teniendo la poesía española para dar cuenta veraz, aún
hoy, de los grumos y texturas narrativas de un Robert Frost o un Ted Hughes.
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A veces, con todo, sucede lo imprevisto,
el milagro. Recuerdo, por ejemplo, una antología publicada por Pamiela en 1991,
Siete poetas norteamericanas actuales,
en la que Rosa Lentini y Susan Schreibman reunieron un puñado de versiones de
la obra de Denise Levertov, Linda Pastan, Adrienne Rich o Carolyn Forché, entre
otras. Creo no ser el único para quien esta antología resultó ser una lectura
fundacional: lo personal y lo político, lo íntimo y lo colectivo, el impulso
figurativo y el expresionismo onírico, los ritmos de la prosa y la atracción
del fragmento, todo se anudaba en estas páginas de una manera que resultaba
insólita en la España de entonces, en un momento además en que las lecturas
críticas del feminismo se ignoraban por el sencillo expediente de darlas por
superadas, como si nunca hubieran escapado de la burbuja contracultural en la
que surgieron inicialmente.
Recuerdo también, en un sentido sin duda
muy distinto, el descubrimiento de las versiones de Antonio Machado que el
poeta inglés Charles Tomlinson –con la ayuda del lingüista Henry Gifford– hizo
tempranamente. Reunidas en 1963 en un fino volumen titulado Castilian Ilexes, su trabajo sigue siendo uno de los grandes ejemplos de traducción poética
del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías
y las visiones paisajísticas de Machado con el verso escalonado o «3-ply
verse» de William Carlos Williams, ese
metro saltarín hecho de tres peldaños variables que aligera el poema de
barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la
que mirar más de cerca el mundo.
La estrategia de
Tomlinson es arriesgada, pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poem of a Day» («Poema de un día»): la rima desaparece y permite desliar los versos,
desanudarlos sobre la página en forma de escalones que van y vienen imitando el
ir y venir de la percepción, el curso sincopado del pensamiento. Se preserva
así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de
agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado, en estas
viejas versiones de Tomlinson –tienen ya 55 años largos–, es el mismo y
distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar y de
hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.
Tomlinson pertenece a ese
gremio de poetas-traductores que han dibujado con el tiempo una constelación de
modelos o guías ejemplares: Pound, Ben Belitt, Robert Bly, el último Ted
Hughes, Yves Bonnefoy o, en nuestro idioma, Octavio Paz, José Emilio Pacheco,
el Jaime García Terrés de Baile de
máscaras, Manuel Álvarez Ortega, Clara Janés, Mirta Rosenberg, Circe Maia o
Ángel Crespo, del que nunca he olvidado un aforismo que habla mucho de su
lucidez conceptual y su vocación de servicio: «Dedicar un día a nuestra propia obra y una semana a la de los demás, que no
es obra ajena». Como buen aforismo, es una exageración y hay que
leerlo entre comillas, pero no es mala divisa en estos tiempos de
exhibicionismo y baja tensión crítica. Esa aclaración final: «que no es obra
ajena», viene a poner el dedo justamente sobre la cuestión de la autoría, un
tema complejo sobre el que, sin embargo, vale la pena aventurar alguna
hipótesis, por esquemática que sea.
•
Me parece productivo concebir la
traducción literaria, o en este caso la poética, como un ejercicio de
desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro,
una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en
otra lengua. Puedo decir sin temor a exagerar que, al enfrentarme a poetas tan dispares
como Auden, Ted Hughes, Charles Simic, o el propio Tomlinson, he debido ensayar
mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas
originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las
circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos
ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, con una respiración
que es a la vez propia y ajena.
En este esfuerzo me ha
venido bien un consejo que recibí hace años de un amigo actor, quien me dijo
que una buena caracterización dependía muchas veces de dar con un rasgo del
personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que
lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite
reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor
ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad. Y,
como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación
hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma
de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza
el texto original.
Se trata de un esfuerzo
imaginativo que no es tanto una transformación del yo como el desarrollo de
algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes,
atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. Así el humor negro de Simic, por ejemplo, su ironía teñida de rasgos
surrealistas, góticos. Así la urbanidad elegante de Auden, su gusto por el
aparte digresivo y ensayístico, su coquetería. El yo
es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que
puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de
la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de
reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y
fatalmente percibimos ser.
Publicado originalmente
en la revista de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX) El Espejo, núm.
11 (2019), págs. 7-16. Gracias a Antonio Reseco por su amable invitación.