martes, noviembre 30, 2010

sintaxis asfalto

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Hace unos días se presentó en Zaragoza el nuevo libro del poeta chileno (aunque afincado en aquella ciudad) Julio Espinosa Guerra. Continuación de su espléndido NN (libro que conoció dos versiones, en Chile y en España), sintaxis asfalto (Ediciones Olifante, 2010), que así se llama su nuevo trabajo, es un poco el testimonio poético de sus constantes viajes entre Zaragoza y Madrid, su lectura (y traducción simbólica) del árido paisaje que ha frecuentado tras las ventanillas del autobús. Es mucho más, por supuesto, pero es evidente que el punto de partida es un viajero solitario que mira y piensa y se mete en el interior de las horas mientras va de una ciudad a otra.

Julio ha tenido la gentileza y la generosidad de pedirme unas palabras para la solapa de su libro (siempre es un placer acompañar a los amigos en sus aventuras editoriales) y este es el resultado. Copio también tres breves poemas del conjunto que definen a la perfección su tono, su abanico de búsquedas y hallazgos. No os lo perdáis: es un libro que ha madurado mucho tiempo en manos de su autor, un libro escrito y corregido hasta que cada fragmento encontrara su forma y su lugar idóneo en la serie. Si os gusta las atmóferas de road movie, tenéis una cita inexcusable con él.



Viajar no es sólo desplazarse de punto a punto, salvar una distancia. Es salirse del tiempo lineal, entrar en un espacio transitorio donde las viejas cotas, las lindes familiares, pierden su validez por unas horas. Todo es provisional, todo queda en suspenso o se vuelve materia de deseo, de planes que la mente bosqueja para ser con más fuerza ella misma. Entretener la espera, apurar la botella de la resignación, mirar por la ventana un paisaje a la vez distante y familiar, inerte y elocuente.

En sintaxis asfalto, Julio Espinosa Guerra nos da algo semejante a una épica (feroz y fragmentaria) de los viajes domésticos, un himno taciturno que anota cuanto ve, cuanto medita, cuanto imagina, y lo reúne en finas astillas de palabras que son como dibujos en ventanillas polvorientas: cables, pájaros, ramas, llanuras de cemento, charcos y amaneceres, el ruido del motor y la belleza exhausta del desmonte… Como el viajero que observa su reflejo sobre el telón de fondo del paisaje, así el yo se descubre a sí mismo al descubrir la tapa de lo real, del mundo inalcanzable que fluye por sus ojos. Estos poemas se presentan ante nosotros como naipes de una baraja desordenada, a la espera de un orden que sería también, como bien dice el título, una nueva sintaxis. Se cumple de este modo uno de los propósitos del viaje: ponerse al día con la propia vida, concebir la ilusión de un recomienzo.



de sintaxis asfalto

4

Y de pronto
el campo
tierra
surco
trigo
Signos transparentes
abiertos al ojo
Un cascarón que se rompe
sin polígonos
ni ciudad
¿ni ciudad?
Cables de alta tensión
Líneas caligráficas
cercenando el vuelo


5

En medio de la nada
que es el todo
sin cemento
un campo de amarillo
Bulldozer desguazados
a la orilla de la vía
Grafía oxidada
Virus
del paisaje


31

Cables eléctricos
Y pájaros como signos
escribiendo con sus cuerpos
lo real

lunes, noviembre 29, 2010

paul muldoon / brownlee

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Por qué Brownlee se fue

Por qué Brownlee se fue, y adónde,
sigue siendo un misterio.
Pues si alguien debía estar contento
era él: un acre de patatas,
dos de cebada, cuatro bueyes,
una lechera, un techo de pizarra.
Fue visto por última vez
yendo a arar muy temprano
una mañana radiante de marzo.

Al mediodía Brownlee ya era famoso;
todo lo suyo estaba desatendido, el último
surco aún por abrir, su par de pencos
negros, como marido y mujer,
desplazando su peso de unas patas
a otras, y oteando el futuro.


Más Irlanda. Cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, una de las primeras cosas que hice fue asistir como oyente a las conferencias (las célebres lectures universitarias) sobre poesía británica contemporánea que Matthew Campbell, entonces un joven profesor de greñas rojizas, daba en los sótanos de la Torre de las Artes. Aulas oscuras con amplios graderíos que se llenaban en pocos minutos para escuchar genuinos tour de force expositivos llenos de conocimiento de causa, ironía y lucidez. Campbell (que formó parte, tres años y medio más tarde, del tribunal de mi tesina sobre Peter Redgrove) estaba particularmente interesado en la poesía irlandesa, y uno de los primeros poemas que leyó y comentó con su habitual brillantez fue esta breve pieza de Paul Muldoon (1951), «Why Brownlee Left», de su libro homónimo publicado en 1980. Recuerdo que lo recitó con una mueca feroz y se centró especialmente en los primeros versos: ese tal Brownlee que, al parecer, debía estar contento o satisfecho por tener nada menos que «un acre de patatas, / dos de cebada, cuatro bueyes, / una lechera, un techo de pizarra». ¿Cómo es que alguien podía despreciar un tesoro semejante? La ironía de Muldoon, aquí, asoma su sonrisa traviesa para dar paso, al final de la segunda estrofa, a una imagen al mismo tiempo doméstica y misteriosa, inquietante y ligeramente humorística.

«Why Brownlee Left» es uno de sus poemas más estudiados y antologados (uno se lo encuentra, de hecho, en incontables páginas de la Red), pero es también, a pesar de su aparente sencillez, un poema muy difícil de traducir. O al menos lo ha sido para mí, pues sólo después de muchos años y varias sentadas he dado con una formulación más o menos aceptable. Tiene una dicción muy suelta, con toques de sorna irónica y distante, pero al mismo tiempo consigue que entendamos a la perfección (y sin decirlo a las claras) el por qué del título. Aunque parece una pieza menor, y quizá lo es, tiene algo de puerta de entrada a la obra, francamente difícil y exigente, de Muldoon. Una obra que en libros posteriores se llena de juegos de palabras, de chistes poco menos que privados, de rimas intelectualmente rebuscadas y complejas estructuras estróficas. De todos los poetas contemporáneos de habla inglesa, sospecho que Muldoon es ahora el más difícil de traducir.

El original, por cierto, aquí.


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sábado, noviembre 27, 2010

fallon / abedules

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Leyendo el último número de la revista Poetry Nation Review, me encuentro con un breve poema, casi un apunte, del irlandés Peter Fallon (1951), poeta, traductor y fundador de la legendaria editorial The Gallery Press. Cuatro versos que tienen algo de haikú y mucho de greguería y en los que percibo, vaga o tenuemente, un eco del calor del verano. Los traduzco y los copio aquí, con la esperanza de que nos protejan un poco de estos primeros compases heladores del invierno.
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Abedules

Sombras y más sombras
cruzan el camino;
una hilera de abedules:
código de barras.


Trad. J. D.

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miércoles, noviembre 24, 2010

tres

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Una ciudad de gentes que cada mañana ignora en qué idioma va a hablar. Se turnan para ser los primeros.

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Sólo perdiendo el tiempo se encontraba a sí mismo.

*

Algo como un espejo, pero que reflejara tan sólo nuestro
olor.
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martes, noviembre 23, 2010

invernal

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Ahora que el invierno está próximo, el cuerpo rehúye las calles pero la mente las busca con alivio, feliz de haber dejado atrás el embotamiento del verano. Las ideas se estiran y prosperan, el sol no las oprime, hay como una amplitud en el aire que resiste incluso a las contracciones del frío. Más todavía si el cielo, como ayer a media tarde, aparece despejado: un azul denso, impenetrable, reverso del negro casi gótico que vino a sucederle. Cuerpo y mente prefieren estaciones distintas, sí. Y uno debe aprovechar la fuerza que le es dada, venga de donde venga. El invierno es para él, desde hace mucho, el espacio para el juego del pensamiento.
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sábado, noviembre 20, 2010

taller del hechicero

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Si yo fuera fotógrafo, creo que uno de mis primeros proyectos sería retratar chapisterías o talleres de reparación de coches. De hecho, me extraña que no sea un asunto más frecuente, salvo en viejas imágenes algo hopperianas de pueblos norteamericanos donde los letreros de Exxon o de Mobil tienen la fuerza icónica de una bandera. En nuestras ciudades, al menos, son de los pocos espacios urbanos donde todavía quedan restos de una tecnología primitiva, de ruedas y discos y engranajes mecánicos que se conciertan con resultados más o menos tangibles. Es el reino de un trabajo manual que ya no puede servirse de materiales nobles (madera, tela, piedras preciosas o de cantería) pero que tampoco ha ascendido a ese otro estadio donde la electrónica permite una distancia higiénica entre el músculo y el objeto dañado. Es inevitable mancharse las manos y la cara, asomar los ojos entre marañas de tubos y cables y manchas de aceite. Y luego están los garajes, esos bajos de edificios abiertos en su interior como vientres de ballena tiznados de hollín, con forjados de uralita y tragaluces vidriosos que no dan a ningún sitio, en los que siempre hay una pequeña oficina mal ventilada donde el calendario hace las veces de altar. Son espacios fascinantes, madrigueras de topo en medio del paisaje saneado de la ciudad moderna. Lo más curioso es que a ellos confiamos la reparación de nuestros coches, como si siguiéramos obedeciendo a la vieja superstición de que un objeto precioso sólo puede ser restaurado por una intervención excepcional, como si no pudiéramos vivir -al menos en apariencia- sin la diligencia de magos o curanderos de saberes esotéricos. El paso del coche por el taller tiene algo de rito de iniciación: hay que entrar en lo oscuro para borrar la mancha o la dolencia y salir como nuevo al otro lado. Y ellos, los mecánicos, son los oficiantes inescrutables y algo displicentes de este rito. Retratarlos en sus garajes urbanos seria, imagino, como documentar el final de los últimos mohicanos, con ese aire de tribu irreductible que se niega a trasladarse a la reserva normalizada de los concesionarios.
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jueves, noviembre 18, 2010

tijeras de sombra

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Iba andando de noche por el paseo del estanque, siguiendo la hilera de farolas anaranjadas que separa el camino de asfalto de los setos y los pequeños recuadros de césped arbolado. Cada vez que dejaba atrás una farola, mi sombra enflaquecía y me adelantaba con rapidez hasta desvanecerse, pero justo entonces, al acercarme a la siguiente farola, una sombra compacta, negrísima, se formaba detrás de mí y empezaba a crecer y aclararse y ponerse a mi altura. Y así sucesivamente: sombras que no dejaban de crecer a mi espalda y de rebasarme luego velozmente hasta borrarse en el asfalto. Como si estuviera enviando emisarios en misión de reconocimiento que caían abatidos tan pronto alcanzaban un misterioso límite invisible, o como si mis sombras quisieran protegerme y les pudiera siempre la urgencia, el deseo de abrir camino a toda costa. El juego de adelantamientos y desapariciones tenía cierta gracia rítmica, como la oscilación de un émbolo o los tijeretazos de una mano avisada. Un juego, sí. Una forma de hacer más habitable el camino de vuelta a casa; de hacer a un lado cansancio y ansiedad. Pensé, por un instante, que andaba por un claro abierto por mis sombras. Algo así como un buen poema: un centro de claridad bajo palabras oscuras.
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martes, noviembre 16, 2010

explicaciones

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Me escriben algunos amigos, extrañados (quizá preocupados) de que no haya actualizado la bitácora desde hace más de diez días. Miro las entradas del año pasado por estas mismas fechas y veo que hay un vacío similar: es tan sólo que la carga de trabajo se espesa hacia la mitad de trimestre y termina formando una madeja impenetrable, por la que sólo se puede avanzar a machetazos, con golpes secos y rotundos. Esta es temporada de muchas exposiciones y a mí me toca sacar adelante los catálogos con toda su cohorte de proyectos laterales. Un trabajo apasionante, desde luego, pero difícil de compaginar con otras inquietudes. Así que nada grave: tan sólo el ritmo habitual de estas fechas imponiendo su pesado lastre.

No son tan sólo los catálogos, sin embargo. Por alguna razón, este trimestre se me ha ido (es un decir) escribiendo varios textos críticos que irán viendo la luz a lo largo de las próximas semanas y meses: el prólogo de una antología de la poesía del escocés John Burnside que Pre-Textos publicará el año que viene; un epílogo a la edición bilingüe que Julio Mas Alcaraz ha realizado del segundo libro de John Ashbery, El juramento de la pista de frontón, de inminente aparición en Calambur Editorial (he colgado la portada -espléndida, obra como siempre del editor Emilio Torné- en la columna de la izquierda); un texto de acompañamiento para una memorable edición de los dibujos y carboncillos del pintor asturiano Melquiades Álvarez, Caminos, que Ediciones Trea acaba de enviar a la imprenta; y otro texto para mi buen amigo Eduardo Scala, cuya serie Visualabrev aparecerá en forma de libro a finales de este año (en La Oficina, la editorial que acogió Lost City). Muchas cosas, por tanto, más alguna conferencia, un par de textos de contraportada, la presentación del libro de Mercedes Roffé… Todo esto lo voy anotando, más que nada, para ir anunciando algunos de los libros cuyas portadas iré colgando en el margen izquierdo de la bitácora. Se trata, en todos los casos, de proyectos muy cercanos y francamente hermosos, pero tanta prosa crítica ha hecho que dejara a un lado esta página, las anotaciones cotidianas, hasta los aforismos que de vez en cuando solían aparecer como en sueños.

Por suerte, tengo amigos que creen en mi trabajo más que yo mismo. Poetas que no dejan de asombrarme por su fe en la poesía y su talento para iluminar la vida de sus prójimos. Uno de ellos es mi buen Elías Moro, quien ha decidido (él sabrá por qué) ir colgando en su
bitácora las entradas de Bestiario del nómada, un libro que escribí en dos tiempos, en 1995 y 2001 (es decir, hace una eternidad), y que es un diccionario de seres imaginarios y vagamente alegóricos. El otro es Óscar Curieses, que ha recogido algunas de mis «Iluminaciones» junto con otros textos de mis admirados Eduardo Moga y María Salgado en su bitácora Dentro. Mil gracias a los dos por su generosidad y su cercanía cómplice. Así, creo que ya lo he dicho antes aquí, todo es más fácil. Mira uno al frente con más optimismo, más esperanza.
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PS. No os perdáis, por cierto, los poemas de Derek Walcott que hemos publicado en Las razones del aviador...
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jueves, noviembre 04, 2010

la ciudad consciente / reseña

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Días de mucho trabajo, de nervios y plazos de imprenta que se nos echan encima sin apenas darnos cuenta. En tales circunstancias ha sido muy difícil tener actualizada esta bitácora, disponer de las horas y la tranquilidad necesarias para escribir o revisar lo escrito. Hoy, sin embargo, una buena noticia. El poeta y crítico asturiano Luis Muñiz ha tenido la gentileza, la generosidad, de escribir una atenta y muy detallada reseña de mi libro La ciudad consciente (Vaso Roto, 2010), que vio la luz a finales del pasado mes de junio. La primera reseña, y me temo que la última. Ya se sabe que el ensayismo literario... La leo, no obstante, con cierta incredulidad. ¿Puede uno imaginarse esta reseña publicada en algún suplemento literario madrileño? A esto hemos llegado, supongo, a convertir los mal llamados suplementos de los grandes diarios en listados de fichas técnicas y solapas descriptivas.

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La ciudad de los poetas.
Jordi Doce reúne sus ensayos sobre Eliot y Auden


La Nueva España, Culturas, 4 de noviembre 2010

El poeta, traductor y crítico literario Jordi Doce (Gijón, 1967) reúne en La ciudad consciente todos sus ensayos sobre T. S. Eliot y W. H. Auden, dos autores a los que ha vertido al español con enorme acierto (formidables son, por ejemplo, sus trabajos sobre «Burnt Norton» o «Marina», del primero, y «Calibán al público» o «España», del segundo). Doce es uno de los mejores traductores de poesía en lengua inglesa con los que cuenta ahora mismo nuestro país, pero, si bien sus versiones de Auden (Los señores del límite, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007) llegaron a ocupar espacio en las librerías, no ocurrió otro tanto con las de Eliot, pues la antología de éste que él y Juan Malpartida prepararon en 2001 para Círculo de Lectores no fue distribuida más que entre los socios del club por un problema con los derechos de autor. Una lástima, porque todas las traducciones incluidas en ese volumen tienen gran interés, empezando por la de Cuatro cuartetos de Doce y la de «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» de Malpartida.

Precisamente dos de los ensayos que contiene La ciudad consciente son los prólogos que el gijonés escribió para introducir sus versiones de ambos po
etas, cuya obra, según afirma en el prefacio del libro, «señala un momento de transición en el desarrollo de la poesía moderna en lengua inglesa. Un momento –prosigue– que cabría definir como el epílogo del legado simbolista y el preludio de otra edad, en la que aún estamos, caracterizada por la incertidumbre sobre el rumbo a seguir». Como lector, Doce considera la postura de Auden «más sensata o provechosa a estas alturas de la partida», pero admite que la poesía de Eliot es «una cima de perfección estética que ningún poema de Auden está cerca de emular». Sin embargo, rompe una lanza por el segundo al reconocer que su trabajo «da carta de naturaleza al poeta como ciudadano burgués maniatado por las contradicciones de su condición», que es justo el lugar más alejado del «púlpito de superioridad solitaria» desde el que lanzaron sus prédicas Eliot, Yeats, Valéry o Juan Ramón Jiménez; una tribuna que «nuestro tiempo, teñido de ironía y descreencia», ya no permite levantar.


Eliot y Auden, poetas modernos, tienen como nexo la ciudad, aunque, por más que ambos sigan a Baudelaire, difieren en el tratamiento que conceden al tema. Para el primero, sobre todo en su obra inicial, la ciudad no es un escenario, sino el otro protagonista del poema, que agrede al flâneur en sus paseos y sacude al insomne en sus vigilias; un personaje al que, de acuerdo con los dictados del simbolismo finisecular, pero también de conformidad con su exigente fe puritana, condena por «su materialidad grosera» y porque es «el espacio de la caída». Más adelante, en Cuatro cuartetos, ya definitivamente embarcado en su proyecto de recuperación del dogma religioso, le otorgará «de manera invariable rango infernal o de pesadilla».

En cambio, Auden («tal vez nuestro primer poeta posmoderno») no ve en la ciudad sino el ámbito donde se desarrolla la vida cotidia
na, y su presencia, explica Doce con sumo tino, «se traduce en la irrupción de la prosa en el poema», algo que en su día ya percibió con claridad Jaime Gil de Biedma, quizá su primer valedor entre nosotros. En su obra, como expone el gijonés, la poesía se contamina «de datos circunstanciales y epocales, reinventándose como enunciado de un sujeto consciente afincado en un lugar y un tiempo muy concretos». Y esto es así porque, para él (como luego lo será para John Ashbery), la ciudad también es el centro emisor de la jerga periodística y el territorio de la vulgar reflexión a la que se entregan los urbanitas en sus tiempos muertos. Sin embargo, esta reivindicación de lo apoético que Auden inaugura, esta propuesta democratizadora que reacciona contra la voz absolutista de los herederos del simbolismo (Eliot entre ellos), no estaría completa si antes el autor no hubiera quedado marcado por lo que Doce llama «el estigma del poeta moderno», que es, al mismo tiempo, «la fuente de su poder»: la voluntad de creer cuando creer es una actividad que «el escepticismo y la duda» sabotean sin descanso; voluntad que es una maldición para quienes, como dejó escrito en «Monumento a la Ciudad», «fieles sin fe, murieron por la Ciudad Consciente».


De esas dudas está llena la poesía de Auden; de dudas y, a veces, de contradicciones tan visibles que el autor se sintió impelido a corregirlas. Quizá la más famosa sea la que afecta a su poema «España», compuesto en 1937 al calor de su viaje a nuestro país. En plena contienda bélica, el poeta cede al entusiasmo revolucionario con el que hasta entonces sólo había coqueteado intelectualmente y se granjea críticas muy severas con el verso: «La aceptación consciente de culpa ante el asesinato necesario». Tres años después, incómodo con los reproches, trueca su última parte en el impreciso sintagma «el hecho del crimen». Finalmente, en la edición de su poesía reunida publicada en 1966, lo excluye con el argumento de que es un poema «deshonesto», aunque, para probar esa deshonestidad, no cita el verso en cuestión, sino las dos líneas finales: «La Historia a los vencidos / puede ofrecer su pena pero no ayuda ni perdón». Y razona: «Decir esto es equiparar bondad y éxito. Haber sostenido esta doctrina perversa ya habría sido bastante siniestro, pero haberla puesto por escrito sólo porque me sonaba retóricamente eficaz resulta imperdonable».

Otro ejemplo de esta pulsión correctora es el verso de «1 de septiembre de 1939» que reza «debemos amar al prójimo o morir», luego transmutado en «debemos amar al prójimo y morir». Doce dedica a este largo poema, que Auden también decidió dejar fuera de su poesía reunida, gran parte de su último ensayo, «El poeta en la ciudad», quizá el más valioso del conjunto. Como nos recuerda el crítico asturiano, la pieza (y, en concreto, sus dos versos iniciales: «Estoy sentado en uno de los antros / de la calle Cincuenta y dos») suele ponerse como ejemplo de la superación de la concepción vática que instauraron los románticos y que, con todos los matices que se quiera, llega hasta Eliot. Joseph Brodsky, entre otros, ha intentado probar que en este poema Auden se transforma en una suerte de informador con veleidades de moralista, alguien que puede plasmar los temores de una época poniéndose a la altura de quien los padece. Sin embargo, si es así, lo hace sin acabar de decidir qué papel le gusta más: si el del cronista en pugna con el oráculo del vate o el del «legislador no reconocido» del mundo que propugnaba Shelley. De esa indefinición, de ese no saber si bajarse o no del púlpito, Doce extrae una idea iluminadora: Auden no está rompiendo con el linaje alto romántico, lo está adecuando «a las nuevas circunstancias imperantes», aunque sea a través de una disfunción en la que cabe ver la consecuencia de una nueva contradicción: aquélla en la que sume al poeta el desdén de la misma sociedad a la que intenta acercarse.

Luis Muñiz
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