enseñando al
simio a escribir poemas
No les fue
difícil
enseñar al simio
a escribir poemas:
primero le
sujetaron con correas a la silla
y luego en la
mano le ataron un lápiz
(la hoja ya
estaba clavada en la mesa).
El doctor
Agujazul se inclinó sobre su hombro
y le susurró al
oído:
«Pareces un
dios, aquí sentado.
¿Por qué no
intentas escribir algo?»
Escuché a James
Tate (1943) hace cosa de catorce años, en una lectura conjunta con John Ashbery
que sirvió de clausura a un congreso sobre las relaciones entre la poesía
británica y la estadounidense organizado por el University College de Londres.
Una ocasión que siempre recordaré con perplejidad; entre las decenas e incluso
cientos de asistentes anglos sólo había cuatro «extranjeros»: dos estudiantes
polacas con sonrisa de manifiesta desesperación (que iba aumentado conforme
pasaba el tiempo), mi buena amiga Cristina Fumagalli (autora, por cierto, de un
libro fundamental sobre Walcott y Heaney, The
Flight of the Vernacular) y un servidor. Fuimos ignorados de manera rotunda
y reiterada durante dos días y medio, como plebeyos que se hubieran colado en
un baile de sociedad de una novela de Jane Austen. Todo el mundo, hasta algún
viejo profesor nuestro, tenía demasiada prisa para conversar o intercambiar
impresiones con aquellos intrusos. Cosa terrible es que el inglés medio decida
hacerte el vacío; si son multitud, hasta la autoestima más acrisolada empieza a
derrumbarse. Por suerte, Cristina y yo establecimos un frente latino de
maledicencia y desdén preventivos que nos ayudó a salir del trance con la
dignidad más o menos intacta.
Recuerdo a James
Tate como telonero y asistente de un Ashbery algo bebido y como autor de un
puñado de poemas chistosos y vagamente surrealistas, con algo del Alberti de Yo era un tonto… Me encuentro de nuevo
con él leyendo un artículo reciente de Charles Simic (en realidad, una entrada
de su blog en The New York Review of
Books) en el que el autor de Una
mosca en la sopa revela que su lugar favorito para escribir es la cama; es
donde la conciencia, explica, parece relajarse y flotar con ágil sonambulismo
entre imágenes y palabras, y es también un lugar que no convoca, como sí
hace el escritorio, el fantasma de la impostura: «Sentado a una mesa no puedo
evitar sentir que interpreto a un papel». Cita en su apoyo este breve poema de
Tate, «Enseñando al simio a escribir poemas», en el que «soy a la vez el mono y
el científico loco que experimenta con él», y que es una crítica nada sutil (muy
digna de Parra, por cierto) a esa visión del poeta como demiurgo o pequeño dios
parapetado en su mesa. Releyendo este y otros poemas de Tate, me doy cuenta de
que quizá fui algo injusto con él; también es verdad que su lectura, más propia
de un humorista en El club de la comedia,
me despistó por completo.
El original, aquí.
2 comentarios:
No está mal Tate. Recuerdo precisamente una entrevista que le hizo Simic para la Paris Review que no estaba nada mal. Dejo el link aquí: http://www.theparisreview.org/interviews/5636/the-art-of-poetry-no-92-james-tate
A mi la lectura humoristica me agrada mucho ,no habia escuchado hablar de Tate hasta ahora,serà el caso que comience a leerlo.Un abrazo.Teresa J.
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