suceso
No estábamos
allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino
a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo
cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos
verdes, amarillos,
pueblos de gente
suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos
en falta nuestra casa
o sentimos
nostalgia del pasado.
Así era el
viaje:
por la noche
silencio,
a la mañana
niebla.
Una vez encontré
un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a
sostenerlo bajo el sol,
arrojando
destellos a las altas espigas.
Luego fue una
moneda usada
y tuvimos el
paso franco en todos los controles.
Las llanuras de
Europa son testigo.
Ellas saben
también que algo ocurrió,
aunque nunca lo
viéramos.
Íbamos de camino
a otro país,
otra vida,
sin bultos
estridentes,
sin espacio para
el recuerdo.
Todo salía a
nuestro paso,
ahora silencio y
luego niebla.
«Suceso» es uno de esos raros
poemas, al menos en mi caso, que tardaron en fluir y encontrar su forma
definitiva. Suelo escribir de un tirón cuando la ocasión se presenta: unas
pocas palabras que llegan sin permiso y convocan una escena, una atmósfera,
algo como un zarcillo de ritmo que exige cuidados para crecer. Poema o
problema: lo primero es resolverlo, sacar el gusanillo que nos come por dentro
y hacer que perfore la tierra de la página. Lo demás puede esperar. Pero
«Suceso» fue distinto. Escribí los seis primeros versos (hasta «…cuervos
impasibles») en marzo de 2005, sugestionado quizá por la lectura de Mark Strand:
esos poemas suyos en los que, influido por cierto Ashbery, todo pasa y nada
queda, las causas se desatan de los efectos y la ligereza es otro modo de discreción.
Supongo que tenía en mente los maizales inmensos de Iowa, los campos de colza
que vi años después en Inglaterra, el verde y el amarillo luminosos del verano
atlántico. Anoté los versos en mi cuaderno y traté de seguir el hilo, pero no
había hilo; imposible dar con él, tal vez porque yo mismo iba entonces hacia
otra vida y me esforzaba en comprender qué había ocurrido en la anterior. Como
dice Kierkegaard, la vida sólo se entiende mirando hacia atrás pero debe vivirse
mirando hacia delante, algo de lo que el poema, no por azar, parece haberse
hecho eco en su versión definitiva.
Cuatro años después, en abril de
2009, viajé a Cracovia invitado por el Instituto Cervantes. Abel Murcia, su
director, tuvo la buena idea de alojarme en Klezmer-Hois, un hotel del barrio
judío que había sido, hasta la llegada de los nazis, una vieja mikve o casa de baños rituales. El olor
a especias (clavo, canela) era omnipresente y parecía emanar de los paneles de
madera oscura que recubrían pasillos y dormitorios. Desde mi cuarto, una estancia
enorme y desatenta que temblaba con el paso de los tranvías, veía la calle Starowislna
débilmente iluminada por farolas anaranjadas. Claroscuros de Mitteleuropa. Me parecía estar en el
decorado de una película de la guerra fría.
De Cracovia retengo muchas cosas,
pero uno de los recuerdos más intensos, por inesperados, es un largo viaje en
coche hacia la frontera checa y la visión fascinada del campo centroeuropeo:
llanuras onduladas y sembrados de cereal, pueblos recién salidos del invierno y
campos de patatas, bosques de robles y tilos. La impresión era de vastedad, de
desamparo: un inmenso fondo marino que las aguas de la historia habían hecho y
deshecho a su antojo; una mano abierta que iba del Danubio a los Urales y cuyas
líneas estaban sembradas de cuerpos, ceniza, huellas de tanques y botas.
Ya en Madrid, aquella visión me
dio el hilo que no había renunciado a encontrar: «las llanuras de Europa son
testigo». El poema creció sobre el surco abierto por el viaje y propuso una
alegoría escueta que era también –ahora sí– un espejo donde verse: una historia
de exiliados perpetuos que avanzan a tientas y se niegan a mirar atrás; el
relato de una fuga constante que se complace en borrar sus huellas. Como en los
poemas de Strand, aquí también la ingravidez debía ser una forma de la
elegancia.
[Acaba de ver la luz un nuevo número (de enero) de la
revista Ínsula dedicado a la poesía
española contemporánea y coordinado por Ángel Luis Prieto de Paula y Luis Bagué
Quílez. Es un número más bien centrado en la poesía joven, y mi presencia en el
índice, como la de todos los que nacimos en los sesenta (Jesús Aguado, Antonio
Méndez Rubio, Enrique Falcón, etc.), está un poco traída por los pelos. Quiero
decir que algunos ya empezamos a peinar canas, literalmente. Pero se agradece, y mucho: por incluirnos, y por mantenernos en las filas de la alegre juventud.
Mi colaboración en este número consiste en un breve texto en el que se me pedía comentar uno de mis poemas: el motivo que lo originó, las circunstancias que rodearon su escritura, el proceso mismo de creación… Cuestiones que no siempre es fácil resumir en apenas tres o cuatros párrafos, y menos cuando lo biográfico, como es el caso de este poema, tiene tanto peso en la escritura. Lo cuelgo aquí por si alguien tiene curiosidad.]
Mi colaboración en este número consiste en un breve texto en el que se me pedía comentar uno de mis poemas: el motivo que lo originó, las circunstancias que rodearon su escritura, el proceso mismo de creación… Cuestiones que no siempre es fácil resumir en apenas tres o cuatros párrafos, y menos cuando lo biográfico, como es el caso de este poema, tiene tanto peso en la escritura. Lo cuelgo aquí por si alguien tiene curiosidad.]
4 comentarios:
Sutileza, elegancia. Inteligencia. Y explicación. Cuatro en uno.
Sigue siendo, en esta tercera ¿o cuarta? lectura, un poema en estado de gracia: una gran metáfora de la vida que, a la vez, tiene la sencillez de un hecho cotidiano.
Es un poema basado, me parece, en una elipsis (habría que preguntarle a Antonio RT, que hace poco estudiaba con tino en su blog esta figura): se diría que se nos escamotea el "suceso" anunciado en el título, pero no tardamos en caer en la cuenta de que tal vez en eso, precisamente, consista el "suceso". Que, como han dicho tantos, la vida siempre no solo "está en otra parte", sino que esa es tal vez su verdadera condición. Vivir es fugarse. Pero la huida es imposible. (También lo es acotar el poema desde fuera).
Puede verse como una respuesta a algunos poemas de Kavafis («Ítaca», «Esperando a los bárbaros») donde lo sustantivo es lo que no comparece, o sólo lo hace de modo distinto al que la costumbre nos lleva a esperar.
O, e fin, como tú apuntas, como pura conciencia del instante, «donde todo pasa y nada queda».
Para mí el poema es también una especie de hito o mojón en mi pequeña historia como paseante de esta playa. ¡Ya han pasado cinco años! Quién lo diría. Pero sigue siendo un placer. Cada vez mayor.
Un abrazo, Jordi.
Magnífica entrada, amigo. Y excelente poema. Abrazos.
Gracias, amigos, lectores. También para es un placer cada vez mayor teneros como visitantes de esta playa perruna.
Alfredo, tu largo comentario me parece muy atinado en lo que respecta al tema del poema. Tengo otro, "Entonces", que empieza con el verso "Cuando el mundo se convirtió en el mundo". Por ahí anda la idea, supongo. Lo que sucede de verdad se nos escapa siempre o no acabamos de entenderlo. Sin embargo, sus consecuencias no dejan de sentirse igualmente... Eso sí, ¡qué más quisiera yo que poder responder a Kavafis (nada menos)! Abrazo grande, J12
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