Casa de William Carlos Williams,
Rutherford, N.J.
William Carlos Williams (1883-1963) fue
el último de los grandes modernists
en obtener el reconocimiento popular, pero quizá por ello su presencia en la
poesía norteamericana contemporánea ha sido más intensa y perdurable. Él mismo
se quejó amargamente en sus memorias de que la publicación de La tierra baldía «aniquiló nuestro mundo
como si una bomba atómica hubiera caído sobre él y nuestras valientes
incursiones en lo desconocido hubieran sido reducidas a polvo […]. Sentí de
inmediato que me había hecho retroceder veinte años». Lo que viene a ser otra forma
de decir que el impacto de Eliot había retrasado dos décadas el encuentro con
sus lectores naturales, capaces de entender el sesgo de una escritura «radicada
en el lugar donde debía dar fruto». «Eliot nos empujó de vuelta al aula» cuando
el designio de Williams era salir a la calle y prestar atención a la superficie
del mundo, la infinita coreografía de formas, colores y texturas que compone un
lugar en el mundo. De ahí esa poesía de saltos y zigzagueos, de pausas y vislumbres
y rápidas transiciones, ese verso nervioso que arranca con una conciencia casi
somática del espacio antes de echar a andar entre las cosas que lo rodean,
cosas que le llevan y le traen sin rumbo cierto («Es la anarquía de la pobreza
/ lo que me encanta») y por las que siente una profunda simpatía.
Como Wallace Stevens, abogado de una
compañía de seguros en Hartford, Williams llevó una doble vida, pero en su caso
sin doblez ni disimulo: médico de familia y pediatra, los versos surgían
durante sus rondas o en el dorso de las recetas que expedía en la consulta de
su domicilio en Rutherford, en las afueras de Paterson; sus hijos recuerdan el
traqueteo de la máquina de escribir hasta bien entrada la noche: «el suave y
regular andante cuando estaba sereno
y feliz, y el estacato discontinuo cuando las cosas se ponían feas, el
estruendo del carro, y el folio arrancado, hecho una bola y lanzado a la
papelera. La noche era la hora del rugido. Ahí encontraba su dicha, su amor, la
poesía…». La imagen de Williams improvisando en la máquina («El ritmo era el
ritmo del habla, un ritmo entusiasta porque me entusiasmaba cuando escribía») prefigura
los rollos de papel continuo de Ginsberg, Kerouac o Ammons, el verso proyectivo de Olson, la cadencia
jazzística de Creeley, la extroversión algo bipolar de Kenneth Koch o la frescura
naif de Ron Padgett. Es también la sístole de una diástole compasiva: sus visitas
a los enfermos le permitieron conocer como nadie lo que había tras las fachadas
de Paterson, el corazón secreto del reloj. Y de ese conocimiento surgió su
extenso poema homónimo, ese Paterson
cuya escritura le ocupó media vida y que es un buceo demorado en la historia y
la geografía del lugar, sí, pero también una puesta en claro retórica de ese afán
tan americano de crear una épica coral siguiendo el ejemplo de Lee Masters (Antología de Spoon River) o Sherwood Anderson
(Winnesburg, Ohio). Paterson es el
nombre de la ciudad y a la vez del doctor que habla y deja hablar en el poema, algo
que Jim Jarmusch traduce con astucia en su película al convertirlo en un conductor
de autobús que escucha en secreto a sus pasajeros; y el poema junta verso y
prosa, pasajes líricos, narrativos y documentales –listas, cartas, informes– en
su ambición por levantar testimonio de una comunidad, como el río Passaic recoge
el reflejo de quienes se asoman a él. El poema, en realidad, es el río, con sus meandros, remansos y
saltos de agua –los mismos que retrata la película–, sus cambios de caudal y su
avance sinuoso.
La peculiar inmediatez de esta poesía se
paladea mejor en pequeños sorbos. Y una de tantas miniaturas que no se olvidan
es esa «carretilla roja» que asomó relativamente pronto, en Spring and All (1923), y que nos
recuerda el gusto del poeta por la energía evocadora de las descripciones: «tanto
depende / de una // carretilla / roja // laqueada de / gotas de lluvia // junto
a las gallinas / blancas». Pero la fineza casi oriental de esta imagen sería
muy poco sin ese «tanto depende» [so much
depends] que introduce una nota de anhelo romántico que no extraña, que no
puede extrañarnos, en el imitador de Keats que fue de joven. ¿Qué es lo que depende tanto de esa imagen, exacta y sugestiva
al mismo tiempo, de la carretilla? Tal vez que su presencia puede mostrarse en
términos que sean fieles a la dignidad tácita de la cosa misma; que la
imaginación puede ser educada en los rigores de la percepción; o, en fin, que
la percepción puede verse a sí misma en la aparición gradual, verso a verso, de
cada palabra sobre la página. El objetivismo de Williams saludó al mundo con un
entusiasmo sensual que contagió a casi todos los grandes poetas norteamericanos
que le siguieron. Y si alguno cree que Paterson queda fatalmente lejos, quiero
recordar que el verso de Williams fue el modelo que un escritor inglés, Charles
Tomlinson, empleó para traducir «Poema de un día» de Antonio Machado, otra
pieza que registra el curso sincopado de la percepción y el pensamiento. No hay
círculo vicioso que se resista a estas cuadraturas.
[Publicado en Babelia (El País), el 6 de
enero de 2017]
1 comentario:
Círculos concéntricos: no se rozan, pero en el vuelo, en la pirueta, se tocan.
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