Ayer a media tarde, en el patio de un colegio cercano, cuatro adolescentes jugaban al frontón con palas de madera y una pelota de tenis. Habían dejado las mochilas contra la pared delantera, a resguardo del sol de agosto que cortaba en dos la pista, arrojando un zumo denso y brillante sobre el asfalto. El aire pesaba y hacía aún más firmes el vacío y la soledad del patio, el silencio casi material de las ventanas enrejadas, pero ellos corrían y daban gritos ajenos a todo, incansables, contentos de haber encontrado aquel oasis en una de las calles traseras de su barrio. Hace veinticinco años yo habría sido uno de esos chicos, pasando la larga tarde de verano en la pista de deportes del colegio, apurando las horas y los minutos antes del regreso inevitable a casa. Me quedé mirándoles, recuperando esa atmósfera de barrio en verano que con los años ha adquirido una intensidad punzante, casi alucinada, saboreando el modo en que la claridad, al empastarse en los muros de ladrillo y las fachadas grises, parecía detener el tiempo. Vi los geranios secos en un alféizar de la planta baja, el hollín y la humedad tamizando la luz violenta. Vi las mochilas tiradas en un rincón, las líneas dibujadas con tiza, los saltos y carreras de los jugadores. Como si nada hubiera cambiado desde entonces. Una imagen de la felicidad.
1 comentario:
que bonito el relato y que apropiado el titulo del mismo!
saludos.... (estos dias me esta llegando el viejazo, no digo mi edad porque seguro me decis pero si sos tan joven! pero la verdad es que extraño el colegio secundario (creo que alla se le dice el liceo o preparatoria) y esas cosas. bua. saludos!
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