La pared que da a la calle despide un frío intenso, mineral. No es el alivio, el frescor reconfortante del verano, sino una placa de hielo inhóspito, como entrañado en piedra: ladrillo y cemento, arena y yeso, el blanco rugoso de la pintura. Fuera, las acacias extienden sus largas ramas, cada vez más finas, como una red de nervios que atravesara la carne del aire. La mañana de invierno es esta luz afilada que todo lo recorta, lo adelgaza, lo perfila. Cada cosa encuentra su refugio, el latido secreto en el que se recuesta. La lucidez de estar a la intemperie.
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