Con los años los enemigos aumentan en número pero se vuelven menos pugnaces, menos
concentrados; cada cual, tomado en soledad, pesa menos. Su hostilidad se ha ido transfiriendo al tiempo, es decir, a nosotros mismos en el tiempo. Hemos comprendido y hasta asumido sus argumentos, incorporamos tácitamente sus coacciones y reservas, toleramos su mala fe, su beligerancia. Hasta el punto de que empezamos a parecernos a ellos, o al menos a no lamentar la convergencia. Nos volvemos un poco más tímidos, más cobardes, vasallos de un miedo que fue ajeno y ahora nos pide asilo. Si no andamos con cuidado, ese cuerpo extraño terminará por definirnos.
2 comentarios:
¿No sería eso madurez? No lo tengo claro, pero, sea lo que sea, es una buena apreciación.
Como en toda guerra fría que se precie siempre es bueno, incluso conveniente, tener un enemigo. Eso sirve de depuración de nuestros propios males.
Saludos.
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