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Entrar en la ciudad con el coche en silencio, cada cual en sus pensamientos, mientras los ojos desplazan su desgana sobre fachadas y carteles y sólo el balbuceo de la radio aventura algo semejante a una conversación. Todos estamos ya en otro lugar, otro día, lo que vivimos quedó atrás y es un bagaje levemente incómodo que va de mano en mano a la luz vidriosa de los semáforos. La tarde que declina, el coche suturando las calles, las rotondas, las frases que se dicen por decir y son como la máscara del silencio, su pequeño altavoz. Allí seguimos, horas después, junto al olor de ropas oreadas, el tacto de unas llaves en los bolsillos. Cuando la complacencia es una forma de la inercia. Cuando el cansancio tiene forma de complacencia. Cuando llegar no importa, sólo la inercia del llegar, su expectativa.
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