Hace
unos diez meses publiqué en esta bitácora un poema («Mujer saludando a los árboles») de Dorothea Tanning, la gran pintora y poeta norteamericana de cuyo
fallecimiento se cumplió un año el pasado 31 de enero. Casada con Max Ernst
entre 1946 y la muerte del pintor en 1976, Tanning descubrió la escritura y la poesía
modernas a su regreso a Nueva York, a la edad en la que otros se jubilan, gracias a su amistad tardía con James
Merrill y John Ashbery, entre otros, y supo reinventarse como espléndida
biógrafa de un mundo, el de la inmediata posguerra europea, en el que las
luminarias de la vanguardia presidían un gran baile de máscaras en el que se
entremezclaban gentes de todo pelaje: diplomáticos, jóvenes bohemios, galeristas
y editores, empresarios enriquecidos por la guerra, aristócratas extranjeros venidos
a menos o arruinados por el exilio pero aún con ínfulas y no pocos contactos… Así
lo cuenta ella en Between Lives, extraño
y fascinante libro en el que la prosa serpentea y se enrosca con una voluntad
de estilo que es un poco el correlato de ese tiempo, de la propia ambivalencia
de su autora al revisarlo, dividida entre la admiración sincera y la burla
socarrona. París es un imán demasiado intenso, un ojo de huracán devorado muy pronto
por la vulgaridad chillona del dinero fácil, y la pareja Ernst-Tanning no tarda
en escapar, primero a Touraine, en la región del Loira, y luego al sur, a la
Provenza, donde residen hasta la muerte de él en 1976.
Pero
no adelantemos acontecimientos. Coming to
That (2011), su segundo y último libro de poemas, se cierra con este poema,
«Artist, Once», en el que Tanning recrea su juventud neoyorquina, ese lapso de
tiempo que se extiende entre su llegada a la ciudad en 1935 y el encuentro con
Max Ernst en 1942: siete años en los que se ganó la vida trabajando como
ilustradora y dibujante publicitaria mientras pintaba los cuadros de corte vagamente
surrealista que llamaron la atención del mítico galerista Julien Levy. Fue
Ernst, de hecho, quien la convenció de dejar el mundo de la ilustración y
dedicarse de lleno (o, por hacer un fácil juego de palabras, sin medias tintas)
a la pintura, aunque esos primeros años de «libertad» no debieron de ser fáciles:
la sombra de su compañero era demasiado grande y Tanning tardó en madurar su mundo,
encontrar la puerta que la llevara hacia sí misma.
Traduje
este poema por invitación de Patricia Nieto, redactora de Letras Libres y gran admiradora de Tanning, quien lo ha incluido amablemente
en el número de febrero de la revista. Es un poema sobrio, ajustado, regido por
los principios de la elipsis y la economía verbal. No hay nostalgia ni
complacencia en su mirar atrás, aunque no deja de ser significativo que Tanning cerrara el libro con él. De alguna manera, responde al deseo de cumplir el
círculo vital de la creación, atar cabos, inferir algún tipo de coherencia
entre el yo de entonces y el de ahora, aunque sea bajo la luz vacilante de la
duda o la incertidumbre («ya no está tan segura»). Lo que me sigue asombrando es que lo escribiera una persona casi centenaria, alguien llegado a
la poesía cuando la mayor parte de los poetas ya no tienen gran cosa que decir
ni ganas de decirlo.
El
original, aquí.
4 comentarios:
El poema de Tanning, una maravilla. Sobrio pero directo, sensible, exquisito, como tu versión. Siempre es un lujo leer y recorrer caminos aquí.
Siempre tan madrugadora, índigo, gracias por tu lectura... Abrazo, J12
¡Hola! Me encantó el poema y, en general, el blog o lo que he visto de él en los 30 minutos que llevo leyendo. ¡He visto que has traducido a T.S. Eliot! Estoy leyendo ahora "Cuatro cuartetos" después de leer "Arde el mar" de Gimferrer. La verdad es que tengo unas ganas enormes de zamparme todo el simbolismo, me parece que me falta tiempo. Un saludo de un curioso de la literatura que le gustaría dedicarse a ella.
Muy bueno,
saludos.
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