Siempre me ha parecido que en el
trabajo crítico de Octavio Paz tuvo mucho peso la idea del «Museo imaginario»
de Malraux, ese colección subjetiva, hecha a medida, que mezcla épocas y
estéticas y cuyo hilo conductor es el afecto, la simpatía natural que uno siente por ciertas obras, las relaciones
de contraste y semejanza que las sostienen en el aire como extremos de un imán
invisible. Paz se convirtió, por carácter o destino, en un curador experto de
su propio «Museo imaginario», capaz de escribir con autoridad sobre los
escritores, artistas e intelectuales más variados, de ponerse en su piel y
entender sus motivos, sus impulsos secretos, hasta sus desatinos. Digo
entender, no justificar las faltas morales ni comulgar con ruedas de molino
ideológicas; pero el reproche, cuando surgía de un trasfondo de admiración, se
enmarcaba en un contexto argumental que intentaba desvelar la raíz de la obra,
su horizonte posible. En este ejercicio desplegó –él, que siempre quiso
escribir una novela y que sintió esa limitación como una herida– la empatía de
un narrador clásico, el don para desdoblarse en distintas sensibilidades, para
verlas desde dentro y deducir sus motivaciones. Empatía de narrador y también,
por qué no decirlo, del gran traductor que fue. Sabemos que el otro nombre del
traductor es «intérprete», y Paz fue, en efecto, un intérprete espléndido, un
actor de singular temperamento dramático capaz de desdoblarse en muchos yoes
sin dejar de ser él mismo. Quizá de ahí, en primera instancia, su interés
temprano por Pessoa y el juego de los heterónimos; o su reconciliación tardía
con Antonio Machado, al que volvió por el lado de sus apócrifos, el cancionero
de Abel Martín y los apuntes de Juan de Mairena.
Paz lo mismo era capaz de hablar
de Eliot que de Ginsberg, de Cernuda que de D. H. Lawrence, de los Vedas que de
un haiku de Bashô, y a todos dedicó páginas que cabría llamar deslumbrantes si
no fueran a la vez iluminadoras: en ellas la luz no ciega los ojos sino que
permite ver más allá, más adentro. Esta facilidad para pensar lo más diverso,
para disfrutar de la poesía y el arte más formalistas y a la vez aplaudir los
desarrollos más tensionados por la vanguardia –para admirar, por ejemplo, la
conciencia escindida de Baudelaire y emocionarse con el versículo de exaltación
democrática de Whitman o el vitalismo nietzscheano de Yeats–, está en Paz desde
siempre y anima la escritura de El arco y
la lira, uno de sus libros centrales y a la vez más enigmáticos, pues es un
intento exuberante y hasta desmedido de abarcarlo todo, de no dejar un palmo
del reino de la poesía por explorar, y en el curso de ese empeño parece que la
poesía, a fuerza de serlo todo, no fuera nada en concreto, perdiera definición,
los límites que hacen de algo lo que es. El ensayista posterior, más sereno y
maduro –el autor de Cuadrivio o Los hijos del limo–, aprende a limitar
el campo de actuación y ceñirse a su argumento, dosificando las digresiones y
apartes ilustrativos.
Sospecho que esta facilidad suya
para ponerse en la piel de creadores que solo podían congeniar en las salas de
su «museo imaginario» perjudicó la recepción de su poesía, cuyo desarrollo va
incorporando muchos de los acentos y sensibilidades que él mismo explora en la
obra de otros, hasta llegar a ese libro de libros que es Árbol adentro, donde conviven el versículo y el haiku, el instante
lírico y el epigrama irónico, la meditación extensa y el apotegma sentencioso,
el diamante de Mallarmé y la pulsión narrativa de Wordsworth… La variedad de
tonos y registros de esta poesía, lejos de verse como una riqueza, se ha recibido
en ocasiones con desconfianza, como si surgiera del manantial de la
inteligencia crítica más que de la emoción, y como si la inteligencia, a su
vez, no pudiera ser emocionante o estar cargada de emoción; o como si esta
facilidad para ser muchos o ser en muchos no fuera el resultado de largos años
de esfuerzo, el fruto de una destreza que no excluye, ni mucho menos, el talento,
la aptitud natural. Paz no dominó la poesía, no la vio desde arriba, sino que trató
de ser su sirviente, un oficiante a la espera de esa llamada sin la cual no hay poema que valga (ni salga). Otra cosa es
que, entretanto, fuera uno de sus grandes misioneros, alguien capaz de dar voz
y aliento a los santos de su breviario.
[Revista Quimera, núm. 367, junio 2014, p. 66]
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