Decía el poeta angloamericano T. S. Eliot que los libros que más merecían un prólogo eran los que menos lo necesitaban, ya que cualquier lector atento, a poco que entrara en ellos, sabría apreciar sus virtudes. Según la misma lógica, siempre me ha parecido que la insistencia en defender las bondades del libro, así en general, era una confesión de inseguridad o de falta de confianza, una forma de conceder la derrota antes incluso de iniciar la partida. Los muertos que voz matáis gozan de buena salud, dice el proverbio, y es verdad que el libro exhibe esa mala salud de hierro que le ha permitido, una y otra vez, desmentir la crónica de su muerte anunciada. El libro, simplemente, es, y lleva siendo con perfecta naturalidad desde hace muchos años, y aun siglos, sin necesidad de convertirse en especie protegida o vivir en reservas naturales o pasar los días bajo la mirada vigilante de sus cuidadores. Es como si no tuviéramos confianza en el carácter contagioso del entusiasmo y el conocimiento, de la curiosidad y el asombro. La fuerza de la curiosidad es tan grande que hasta las palabras de una frase, en un buen libro, se ponen de puntillas para ver lo que dice la siguiente.
Nunca habrá demasiados libros, nunca los
libros serán plaga o muchedumbre, aunque a veces nos abrume su variedad, el
número infinito de títulos y autores, la enormidad de lo que nunca podremos
leer. Todo aquí tiene su lugar y su sentido, porque todo es reflejo de nuestra
naturaleza: lo bueno, lo menos bueno, lo abiertamente mezquino, lo grande y lo
menudo, lo gustoso y lo insulso. Como sugiere el poeta Walt Whitman en su
célebre «Canto de mí mismo»: «¿Creías que mil acres eran muchos? ¿Creías que la
tierra era mucha? ¿Tanto te ha costado aprender a leer?». Sí, más que una
defensa, se impone un canto, la celebración de los dones del mundo, esa
multiplicación del papel y la tinta que es toda biblioteca, el prodigio de este
mismo paseo de la Feria que contiene todos los paseos posibles, que es distinto
según quien lo recorra, que cambia cada vez que nos internamos en él. Para
cantar, pues, habrá que perder la cuenta de estos libros, perderse en el cuento
que proponen, dejarnos enredar por los infinitos hilos de tinta que envuelven el
mundo. Si algo pide o quiere de nosotros esta Feria es que cada cual tome un
cabo de hilo y empiece a caminar. Allá ustedes si declinan esa invitación.
[Una de las propuestas más inesperadas y a la vez más gratas que he recibido nunca fue la invitación a decir unas palabras en el llamado «micro de la Feria» durante la pasada edición de la Feria del Libro de Madrid. Bien es verdad que verse y oírse hablando por megafonía en medio del Paseo de coches del Retiro ante un atril improvisado y la indiferencia de los paseantes no es cosa de broma (y más para un tímido patológico como yo), pero el truco está en dejarse llevar por la lectura y fijar la vista en el vacío. A pesar del sol de justicia, no hubo que lamentar bajas.
He recordado la ocasión porque la dirección de la FLM ha decidido publicar, en edición no venal, un modesto cuadernillo que recoge los dieciséis «elogios del libro y la lectura» que otros tantos invitados pronunciamos diariamente durante las dos semanas que duró la actividad, más unas palabras certeras del ilustrador Fernando Vicente, autor del cartel de la Feria (y que he traído a esta bitácora). Copio aquí mi intervención, que quería huir del tono defensivo o derrotista de muchos elogios y terminaba con un pequeño desplante en tono de broma. La timidez tiene estas cosas.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario