Para algunos de nosotros, la escritura puede ser no tanto la
búsqueda más o menos obsesiva del mot
juste cuanto la huida vergonzante –nunca reparadora ni redentora– de la
palabra injusta a que nos condena el
tráfago social, ese mariposeo irreflexivo o interesado de unos a otros cuya
variante más estrictamente mundana es llamada por los necios «comerse el mundo»;
algo de ese polen se nos queda pegado a los dedos de la conciencia y reaparece
en el instante menos pensado –sólo así se llega al instante que da que pensar–,
cuando hacemos una pausa en el trabajo o dudamos a un palmo del sueño y nos
asalta, de pronto, el olor pegajoso de la impostura: ¿Qué dije? ¿Por qué? ¿Por qué a X? ¿Qué necesidad había?
Quiere el
dicho que al hablar se nos vaya «la fuerza por la boca». La escritura puede ser
justamente esa dinamo capaz de recargar la batería que malgastamos diariamente,
a condición de preservar o al menos no descuidar ese sentimiento de vergüenza
torera que está en la base de nuestras carreras al tendido. Porque escribir, en
la mayor parte de los casos, no es sino el modo más seguro de hacer un papelón.
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