Lo dijo Virginia Woolf en uno de sus
primeros artículos, publicado en The
Manchester Guardian en 1904:
«Haworth y las Brontë están inextricablemente unidos como un caracol a su
concha. Haworth expresa a las Brontë; las Brontë expresan a Haworth». Pocas
veces el carácter del lugar ha influido de tal modo en la sensibilidad de sus
creadores. Con el agravante, es un decir, de que esos creadores surgieron de
una vez, de forma excepcional, entre los muros de una remota parroquia
provinciana. Basta visitar Haworth –da igual si es en verano– para empezar a
entender la imaginación algo febril de las tres hermanas Brontë, Emily, Anne y
Charlotte. Encaramado a las laderas del valle casi homónimo de Worth, el pueblo
se asoma tímidamente a la extensión de páramo y tundra que configura la espina
dorsal del norte de Inglaterra: montes pelados, colinas de brezo y helecho
barridas por el viento marino que cruza la isla de costa a costa. La piedra
negra de la que están hechas sus casas y adoquines se alza en grandes
formaciones rocosas que parecen el fósil de un animal mítico.
Allí, en lo alto del pueblo, en la linde
que lo separa del páramo, estaba y sigue estando la casa parroquial donde el
pastor Patrick Brontë presidía sobre su rebaño. Y fue allí donde sus hijas, sin
dejar de explorar ocasionalmente el mundo que las rodeaba, idearon sus mundos
privados. Mundos que fueron primero fantasías adolescentes, historias de reinos
en pugna y galantes oficiales de aire byroniano que recreaban los avatares de
las guerras napoleónicas, pero que terminaron abriéndose a la exploración simbólica
de su experiencia personal: relatos de internados odiosos, de institutrices injuriadas
y hombres misteriosos o echados a perder, como su hermano Branwell. Los tratos con el mundo
de las tres hermanas fueron siempre traumáticos, y cada nueva incursión era
seguida de un regreso a la casa del padre para recobrar fuerzas por medio de la
escritura. Asombra la intensidad de su empeño, la firmeza con que cada cual, en
el estrecho espacio de que disponía –escribiendo en la cocina, a deshora, en
medio de tareas domésticas–, hizo frente a sus demonios y los amarró con
palabras.
De las tres, fue Emily quien más y mejor
guardó su distancia de Haworth. Como escribió Ted Hughes en un hermoso poema, «el viento en Crow Hill era su amante. / Su fiera pleamar en el oído
era su secreto. / Pero su beso fue fatídico». Su universo era el páramo, ese
lugar donde todo es más intenso y a la vez más simple, donde el clima es un
dios voluble y la atmósfera, como escribió su hermana Charlotte de Cumbres borrascosas, «es tan eléctrica y tormentosa que a veces parece que respiremos
relámpagos». Heathcliff y Catherine son menos personajes que encarnaciones de
fuerzas elementales, hechos de la savia que alimenta el brezal o sostiene la
roca. En Jane Eyre, sin embargo, el
páramo se muestra como lo que es: un espacio inclemente, cerrado al ser humano,
que sólo sirve como frontera y lugar de paso. Charlotte es menos vivaz pero,
tal vez por eso mismo, más completa que su hermana. Sabe más del mundo, de sus grises
y claroscuros; conoce la dialéctica del compromiso, las medias tintas de la
vida social, y hace lo posible por adaptarse a ella, aunque no sin condiciones.
La muerte temprana de sus hermanas dejó a
Charlotte en la posición de portavoz y custodio de una fama quizá inesperada
pero que supo administrar con gran astucia crítica, hasta el punto de que tanto
su prefacio a la segunda edición de Cumbres
borrascosas como la nota biográfica donde reveló la identidad de sus
hermanas siguen determinando, no siempre para bien, el sesgo de nuestras
lecturas. Lejos del tópico que las pinta como provincianas asilvestradas, las
tres Brontë fueron artífices conscientes del valor y el alcance de su obra,
como prueba el prólogo que Anne antepuso a la reedición de The Tenant of Wildfell Hall y donde,
desmintiendo la imagen de mujer insulsa que da de ella Charlotte, no duda en
plantar cara a sus críticos con una defensa rigurosa de la novela como
herramienta de conocimiento y representación imaginativa de una verdad personal.
Sus contemporáneos describieron a
Charlotte como una mujer menuda, tímida y poco desenvuelta socialmente. Las cenas
y recepciones a las que la invitaron sus editores en Londres le permitieron
conocer a sus ídolos, empezando por Thackeray –a quien dedicó la segunda
edición de Jane Eyre–, y trabar
amistad con mujeres sobresalientes como Harriet Martineau y Elizabeth Gaskell,
a quienes impresionó por su mezcla de tenacidad, paciencia y orgullo. Tuvo
tiempo para escribir dos novelas más, quizá no tan redondas ni emblemáticas como
el relato de la huérfana Jane, pero que confirmaron su raro talento. A espaldas
del páramo, pero consciente de su poder –el mismo que había fulminado a Emily–,
Charlotte Brontë tuvo el sabio atrevimiento de bajar al mundo y sumergirse en
sus rigores, su complicación. De ahí se trajo menas de palabras que aún nos iluminan.
(Este artículo vio la luz ayer, sábado 28 de mayo, en La sombra del ciprés, suplemento
cultural de El Norte de Castilla,
dentro de un pequeño dossier de homenaje a Charlotte Bronté editado con motivo del
segundo centenario de su nacimiento).
3 comentarios:
Estuvimos en su día.
¿cómo no?
En The Black Bull como campamento base, no podía ser en otro pub.
Pero pasamos de leer a Espido Freire. Veníamos de Whitby, vagando por el Norte antes de bajar a Sheffield. Un viaje que rematamos por algún motivo en Heathersage, más brerzo para el territorio Brönte.
La Tradición es la memoria de los muertos.
Somos puntos de la circunferencia de una rueda.
Sólo id a los cruces de camino y dibujad las líneas necesarias.
Invocad a los espíritus animales.
Recitad los nombres bárbaros.
Avivad los fuegos que otros encendieron.
Y entenderéis mi Canto
Vaya, después de los audaces equilibrios del Trapecista Tracio, me he quedado sin palabras. Sólo quería apuntar que me parece un gran apunte, lleno de matices y de pistas que invitan a seguir.
Me tomo la libertad.
1.- THE ANGLOGALICIAN CUP: Viaje Sentimental por Yorkshire, por ...
2.- Tabardos E Cervexa. Salomas Distópicas Para ... - Anglogalician Cup
3.- THE ANGLOGALICIAN CUP: Hemos Oído las Calabazas a ...
disculpen las molestias
Llevamos 10 años viajando a Yorkshire, con una cerveza en la mano y ted Hughes a nuestro lado (traducción de Jordi Doce)
Recitamos:
La Tradición es la memoria de los muertos.
Somos puntos de la circunferencia de una rueda.
Sólo id a los cruces de camino y dibujad las líneas necesarias.
Invocad a los espíritus animales.
Recitad los nombres bárbaros.
Avivad los fuegos que otros encendieron.
Y entenderéis mi Canto
antes de cada partido. Ritual (y no el de David Pinner)
Hasta otra.
O nunca.
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