lunes, enero 27, 2020

hablo por nosotros





algunas notas sobre la traducción de poesía

Que la traducción es creación, así, sin más explicaciones ni apostillas, es algo que no recuerdo haber puesto en duda jamás, ni siquiera en las etapas iniciales de mi aprendizaje literario y específicamente poético, hará unos treinta años. Me parecía evidente... como lo era, al menos a mis ojos, la diferencia entre una traducción, digamos, más o menos didáctica, informativa o pegada a la literalidad del original, y otra capaz de preservar buena parte de sus valores formales, principalmente rítmicos, pero también asociados al tono, el fluir de la sintaxis, la tensión de la elipsis, ese aliento misterioso pero real –«quien lo probó lo sabe»– que infunde vida colectiva a palabras que hasta ese momento habían vivido aparte, sin tratarse. Ser un lector inexperto no me impedía distinguir una clase de traducción de otra y sentirme frustrado e incluso irritado cuando el texto no respondía al contacto de la lectura; cuando quedaba ahí, inerte, amorfo, sobre la página. Me veo rehaciendo una y otra vez las traducciones ajenas que ni el oído ni la intuición daban por válidas, hasta cuando no conocía el idioma de partida. Y entiendo ahora que ese atrevimiento, que era una consecuencia de mis ganas de aprender, surgía también de una percepción aguda de la materialidad y el carácter orgánico del poema, de su condición de cosa viva. No sé muy bien el origen de este convencimiento mío; quizá venía de serie o se activó tan pronto empecé a leer poesía con atención. Lo cierto es que todas mis lecturas críticas posteriores, de Coleridge a Valente pasando por Pound u Octavio Paz, no han hecho sino confirmarlo. Pero vayamos por partes.


Crecí, entre otras, a la sombra de aquella mítica colección amarilla de Ediciones Júcar que se llamaba «Los poetas» (que la editorial tuviera su sede en Gijón no es un dato trivial), y su catálogo, irregular y algo atrabiliario, hecho de libros de muy diversa procedencia, era un repertorio ilustrativo de las muchas vías por las que llegamos a la literatura. Quizá recuerden que cada título de aquella colección, fuera de alguna antología, estaba dedicado a un poeta canónico y que consistía en un estudio preliminar y una selección de poemas, pero ahí se acababan las semejanzas: algunos títulos eran traducciones de trabajos extranjeros, principalmente franceses, a los que se añadía una antología realizada manu militari por algún colaborador de la editorial; otros eran estudios académicos muy correctos que solían optar por una traducción más bien chata o incluso prosificada de la poesía; y otros, en fin, eran trabajos genuinamente literarios, propuestas críticas para las cuales la versión de los poemas era tanto o más importante que el estudio preliminar, pues ahí estaba el meollo del asunto, la prueba del algodón que verificaba la validez del conjunto. Recuerdo, en este último apartado, libros que fueron importantes en mi formación: el Odysseas Elytis de José Antonio Moreno Jurado, el Eugenio Montale de Joaquín Arce, el Gottfried Benn de José Manuel López de Abiada, el Mallarmé de Pilar Gómez Bedate... O, por mencionar un libro de naturaleza algo distinta, la monumental Antología de la poesía portuguesa contemporánea en dos tomos de Ángel Crespo. (Todos ellos autores, por cierto, y no me parece fortuito, que vivían o habían pasado largas temporadas en el extranjero). Estos títulos sobresalían visiblemente del resto y eran un ejemplo, a finales de los años setenta o principios de los ochenta del siglo pasado, de cómo podían hacerse las cosas. Cuando el propio Crespo escribe, en el prólogo de su libro Las cenizas de la flor, publicado en 1987, que «no sería de desear que se escribiese sobre poesía prescindiendo […] de ese instrumental crítico de carácter universitario que tantas cuestiones puede aclarar y tantas dudas resolver, si bien me [doy] cuenta del riesgo, que efectivamente se corre, de que dichos instrumentos de estudio se conviertan en un fin, en lugar de ser sólo un medio», está haciendo referencia a ciertas formas extremas de academicismo poco sensibles a los valores formales o estéticos del texto, algo de lo que yo mismo era testigo (y víctima) en aquellos mismos años en algunas aulas universitarias.


Ahora me parece evidente lo que entonces veía de manera confusa, y es que detrás de aquel interés primerizo por la poesía extranjera y la traducción alentaba el bilingüismo de mi niñez (soy hijo de madre francesa), y que gran parte de mis lecturas críticas buscaban iluminar ese espacio de confluencia entre dos lenguas y dos tradiciones que se abre en toda traducción literaria. Como Freud en la célebre frase de su epistolario que Lawrence Durrell puso al frente de Justine («Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema»), me di cuenta de que en el acto de traducción de un poema participan al menos cuatro elementos, y que los idiomas de partida y de llegada eran menos determinantes que las lenguas poéticas respectivas, el modo en que cuajaban y se formalizaban. Conforme avanzaba en mis estudios y descubría el territorio vastísimo y opulento de la poesía en lengua inglesa, más visible se me hacía el carácter histórico de los códigos literarios, el modo en que una lengua poética va sedimentando y condicionando las respuestas de cada cual a la herencia recibida. Mis lecturas de poesía española, francesa y angloamericana parecían discurrir por ramales divergentes, o que solo se tocaban muy de vez en cuando, gracias al esfuerzo de figuras literalmente excéntricas. Tuve entonces la intuición –el germen– que fructificaría años después en mi tesis doctoral y que encontró apoyo en formulaciones críticas de Yves Bonnefoy y de Paul Auster (el Auster crítico y poeta de la década de 1970, anterior a su fama como narrador): si Bonnefoy comparaba la lengua de la poesía contemporánea francesa a una esfera autosuficiente, algo rarificada, y la contraponía al espejo más narrativo –algo esthendaliano– de cierta poesía angloamericana, Auster notaba en mucha de la poesía francesa de su tiempo un grado de sutileza y transparencia verbales (de elegancia y fluidez polisilábica) que parecía disolverse en el afán de concreción de la tradición anglo, en sus ritmos abruptos y monosilábicos, en su predilección por el cuento y el detalle, lo grávido y material.

Estoy generalizando de manera grosera. Pero mi experiencia como lector de poetas tan diversos como Coleridge, Browning, Robert Frost, Eliot, Sylvia Plath o Charles Tomlinson confirmaba que las vetas germánica y escandinava del inglés habían aflorado al idioma poético desde el pozo artesiano del habla popular hasta hacerse con él y condicionar su evolución histórica. En cambio, la lengua poética española había creado en grandes tramos de su historia una distinción artificiosa –a veces en un mismo autor– entre lo popular y lo culto, dejándose hacer en mayor medida que la inglesa por los modelos latinizantes de la tradición petrarquista italiana y la simbolista francesa. La lengua misma, qué duda cabe, había influido en la configuración del código literario; pero a su vez esos códigos habían cobrado vida propia para evolucionar, en cada caso, por ramales casi divergentes.

Estas ideas configuraban un marco propicio de estudio y exploración, pero no convenía llevarlas demasiado lejos. El carácter histórico de la lengua poética podía ser una fuerza centrífuga, pero debía contender con la fuerza centrípeta del internacionalismo de la modernidad y los ismos vanguardistas. Esa lucha entre la fuerza de arrastre de la historia y el afán utópico de la modernidad ha tenido resultados muy diversos y no siempre previsibles: pensemos, por ejemplo, en la debilidad del surrealismo en lengua inglesa, su incapacidad para implantarse más allá del eco tardío que tuvo en algunos poetas norteamericanos de la era Kennedy; o en las dificultades que sigue teniendo la poesía española para dar cuenta veraz, aún hoy, de los grumos y texturas narrativas de un Robert Frost o un Ted Hughes.


A veces, con todo, sucede lo imprevisto, el milagro. Recuerdo, por ejemplo, una antología publicada por Pamiela en 1991, Siete poetas norteamericanas actuales, en la que Rosa Lentini y Susan Schreibman reunieron un puñado de versiones de la obra de Denise Levertov, Linda Pastan, Adrienne Rich o Carolyn Forché, entre otras. Creo no ser el único para quien esta antología resultó ser una lectura fundacional: lo personal y lo político, lo íntimo y lo colectivo, el impulso figurativo y el expresionismo onírico, los ritmos de la prosa y la atracción del fragmento, todo se anudaba en estas páginas de una manera que resultaba insólita en la España de entonces, en un momento además en que las lecturas críticas del feminismo se ignoraban por el sencillo expediente de darlas por superadas, como si nunca hubieran escapado de la burbuja contracultural en la que surgieron inicialmente.

Recuerdo también, en un sentido sin duda muy distinto, el descubrimiento de las versiones de Antonio Machado que el poeta inglés Charles Tomlinson –con la ayuda del lingüista Henry Gifford– hizo tempranamente. Reunidas en 1963 en un fino volumen titulado Castilian Ilexes, su trabajo sigue siendo uno de los grandes ejemplos de traducción poética del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías y las visiones paisajísticas de Machado con el verso escalonado o «3-ply verse» de William Carlos Williams, ese metro saltarín hecho de tres peldaños variables que aligera el poema de barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la que mirar más de cerca el mundo.

La estrategia de Tomlinson es arriesgada, pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poem of a Day» («Poema de un día»): la rima desaparece y permite desliar los versos, desanudarlos sobre la página en forma de escalones que van y vienen imitando el ir y venir de la percepción, el curso sincopado del pensamiento. Se preserva así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado, en estas viejas versiones de Tomlinson –tienen ya 55 años largos–, es el mismo y distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar y de hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.

Tomlinson pertenece a ese gremio de poetas-traductores que han dibujado con el tiempo una constelación de modelos o guías ejemplares: Pound, Ben Belitt, Robert Bly, el último Ted Hughes, Yves Bonnefoy o, en nuestro idioma, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, el Jaime García Terrés de Baile de máscaras, Manuel Álvarez Ortega, Clara Janés, Mirta Rosenberg, Circe Maia o Ángel Crespo, del que nunca he olvidado un aforismo que habla mucho de su lucidez conceptual y su vocación de servicio: «Dedicar un día a nuestra propia obra y una semana a la de los demás, que no es obra ajena». Como buen aforismo, es una exageración y hay que leerlo entre comillas, pero no es mala divisa en estos tiempos de exhibicionismo y baja tensión crítica. Esa aclaración final: «que no es obra ajena», viene a poner el dedo justamente sobre la cuestión de la autoría, un tema complejo sobre el que, sin embargo, vale la pena aventurar alguna hipótesis, por esquemática que sea.


Me parece productivo concebir la traducción literaria, o en este caso la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro, una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. Puedo decir sin temor a exagerar que, al enfrentarme a poetas tan dispares como Auden, Ted Hughes, Charles Simic, o el propio Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, con una respiración que es a la vez propia y ajena.

En este esfuerzo me ha venido bien un consejo que recibí hace años de un amigo actor, quien me dijo que una buena caracterización dependía muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad. Y, como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original.

Se trata de un esfuerzo imaginativo que no es tanto una transformación del yo como el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. Así el humor negro de Simic, por ejemplo, su ironía teñida de rasgos surrealistas, góticos. Así la urbanidad elegante de Auden, su gusto por el aparte digresivo y ensayístico, su coquetería. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser.


Publicado originalmente en la revista de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX) El Espejo, núm. 11 (2019), págs. 7-16. Gracias a Antonio Reseco por su amable invitación.



1 comentario:

ÍndigoHorizonte dijo...

Para mí, leer este artículo es respirar, asentir, y sentir: quien ha vivido fuera, ha vivido varias culturas y ha sentido la traducción no puede quedar indiferente. Yo al menos, no he podido. Gracias, Jordi, por expresar con tanta claridad y lucidez esa emoción de "moverse" en varios mundos que tú tan bien plasmas en cada una de tus traducciones. El aforismo de Ángel Crespo, para enmarcar... Una alegría leerte siempre.

Abrazo, querido amigo.